Ana María Martínez de la Escalera
Deseo señalar la importancia decisiva que en los últimos tiempos ha cobrado el análisis de la eficacia del discurso, sin duda derivada del debate ocurrido entre los numerosos activismos de género, y también del trabajo de reelaboración teórica del feminismo cuyo fin ha sido dotar a esos debates de un vocabulario común, claro, suficiente y político. El análisis del vocabulario del feminicidio se consagra a esa dimensión o fuerza eficaz ─operativa y performativa─ del discurso con perspectiva de género. Eficacia no es, por cierto, eficiencia. [1]
Esta eficacia operativa se evalúa únicamente en función de la oportunidad –kairós- de un uso; por lo que siempre exige una toma de decisión entre posibles y diferentes estrategias.
Apuntaremos que en el caso del vocabulario del feminicidio las estrategias de las que hablamos re-politizan el debate entre las diversas perspectivas de género más allá de la mera competencia jurídica de la noción. Esta re-politización sucede cuando se introduce la dimensión histórica al análisis de la división sexual del trabajo con el resultado de que se desnaturaliza la noción de género. Re-politizar es explicar cómo se produce la división sexual del trabajo y cómo se han establecido relaciones históricas entre ella y la división del trabajo capitalista. El vocabulario del feminicidio propone que la violencia de género, presente en las prácticas de división sexual del trabajo, no es provocada por circunstancias aleatorias (subjetivas o sociales) sino por prácticas estructurales y complejas de dominación. La complejidad explica como se yuxtaponen o sobredeterminan las formas de dominación económicas a otras relaciones de poder.
Se descubre la eficacia del vocabulario del feminicidio para el debate con perspectiva de género entre feministas, activistas o científicos sociales cuando se pone de manifiesto que procedimientos histórico-políticos son utilizados para naturalizar lo que en realidad –desde la perspectiva de género- es una producción histórica. Ambos discursos: el que ostenta una perspectiva de género y el ortodoxo, toman postura respecto a la división sexual del trabajo. Esta postura puede ser entendida como el uso de procedimientos de apropiación y expropiación de vocabularios para el análisis y sus efectos de poder y de verdad. Mediante procedimientos determinados se interviene lo que se describe, se impone una dirección a la interpretación y se muestra que en este campo de problemas, siempre se describe una perspectiva[2] (ortodoxa, sometida, subalterna, etcétera).
Podremos decir que algo sucede cuando se afirma el carácter local de la crítica implementada por el vocabulario. Ese acontecimiento se presenta como una “insurrección de los saberes sometidos” que mezcla los conocimientos eruditos (reconstrucción) con las memorias de la lucha local de los activismos de género en y fuera de la academia. El resultado es un saber crítico (contra los efectos de poder centralizadores de las instituciones académicas y el funcionamiento de un discurso científico o jurídico organizado por una sociedad como la nuestra), y por ende es insurrecto, político, histórico y genealógico; por lo mismo es provisional en función del sentido o dirección de las luchas dentro y fuera de las disciplinas.
La denuncia es el segundo modo de eficacia que estudiamos. Esta tiene lugar en la constitución del espacio público y en el papel que en ella toman los medios de comunicación. La denuncia detenta una fuerza de oportunidad muy singular. Más que ser insurrecta o llamar a la insurrección la denuncia torna el espacio público en un espacio democrático de discusión. Vuelve activo lo que suele ser pasivo en la administración de la información. Vuelve plural lo que suele ser, además, ortodoxo, vertical, medido por la actualidad, etcétera. La denuncia también desarticula efectos de poder institucionales y falocéntricos específicos. Descalifica a aquellos que defienden su carácter natural, intemporal e incambiable. Esta segunda forma que toma la eficacia sería genealógica pues, a partir de las discursividades locales (¿sometidas o subalternas?), introduce al espacio público (más allá del input de las instituciones como los medios de comunicación y la escuela) los saberes y los vocabularios de las partes, liberados de la sujeción institucional, y facilita el debate emancipador y transdisciplinario. Este debate liberador (es decir que admite el libre examen de las decisiones) sólo será posible si permanece a la escucha de lo otro (sin apropiaciones o reducciones de su discurso) sin tratar de ocupar el lugar del discurso académico disciplinar y sus controles.
No habrá mejor eficacia operativa que aquella por la cual, el vocabulario del feminicidio, genere un debate incondicional, más allá de coyunturas específicas, debate cuyo principal poder sea el de producir precisamente el intercambio libre de saberes, tácticas de intervención discursiva y genealogías. El vocabulario se presentará entonces como una “redescripción” puesto que sustituirá la descripción mediática (“muertas de Juárez”), la terminología jurídica, sociológica o su ausencia, por una descripción cuyo valor se politiza al introducir mediaciones –perspectiva de género- entre la palabra y lo que nombra. Estas mediaciones pueden proceder de los discursos sometidos o subalternos identitarios, de procedimientos críticos sin sujeto o de narraciones testimoniales por ejemplo.
Una vez establecida la pertinencia de la perspectiva de género, el feminicidio no nombra la generalidad de la violencia de género sino únicamente a aquellos de sus fenómenos con una dimensión necropolítica. (Mbembe) Es decir que feminicidio no equivale ni puede reducirse a “violencia de género”. Más bien introduce en el análisis una mediación explicativa: la descripción de las maneras de instrumentar la política de la muerte, dirigida hacia una parte de la población por otra parte de la población que hace uso de la impunidad. La impunidad no es la de los culpables, a la que se refiere largamente Rita Laura Segato como consustancial a nuestro régimen de justicia; sino a la manera en que se produce la “normalización” de la violencia de género y su régimen de exclusiones, que ya no asombran a nadie. Se trata en este caso de una normalización sistémica, estructural y compleja en la medida en que identifica el fenómeno sólo cuando se lo aísla de los dispositivos sociales que lo producen -como efecto biopolítico-, para concentrarse en su carácter criminal, producto de una subjetividad enferma o de la perversión de lo social, como por ejemplo la explicación por el narcotráfico. La noción de crimen presupone un marco ético para el cual matar es una desviación de la norma natural. Esta presuposición, que jamás es sometida a un examen, acompaña el recurso a la singularidad extrema o a la generalización más superficial del análisis del crimen de género (como sostuvo Erika Lindig) y agrega a los dos excesos señalados otro abuso: tratar el marco ético de lo jurídico (p.e., el valor absoluto del “no matarás”) como un marco natural y no histórico. Por su parte la fuerza hiperbólica del feminicidio es precisamente la de identificar el carácter general o sistémico (prosopopéyico) frente al circunstancial que acompaña la noción jurídica de crimen.
Otra fuerza operativa, abundantemente trabajada por quien introdujo el término, es la visibilización de la dominación de género. Creo que podemos estar de acuerdo con lo anterior siempre y cuando visibilizar, que implica volver evidente un fenómeno, no se entienda como la intención de llegar a la transparencia misma de lo que sucede, o a la transparencia entre palabra y hecho, sino, como sabemos gracias a la crítica de género, implique más bien una denuncia del dispositivo dominante de ejercicio de la violencia de género que naturaliza la diferencia. Pero aquí la eficacia –el convencimiento, la persuasión-es conseguida gracias a la fuerza del discurso testimonial.[3] La visibilización no vuelve la dominación evidente sino para quien se apropia de la perspectiva de género y de su vocabulario antiesencialista y antibiologicista (no antibiológico). Las preguntas generadas por el debate, ─por ejemplo: ¿Es aplicable el término en español? ¿En qué circunstancias? ¿Posee espíritu jurídico general?─ que apuntan al estatuto epistemológico y jurídico del término, y a su verdad, no deben separarse del aspecto retórico –persuasión, convencimiento, conmoción, etcétera-, o del aspecto político de su enunciación –su hegemonía en el debate feminista o entre el discurso de izquierda- que somete las cuestiones a una nueva voluntad no sometida, las hace participar en un juego de interpretaciones distinto (al disciplinar vigente), y se reapropia nuevas reglas de enunciación (las que rigen la memoria de la experiencia de los oprimidos). El vocabulario del feminicidio es un saber beligerante cuyo interlocutor es el debate mismo y su circunstancia es la lucha contra los aparatos de Estado. Esto es: el vocabulario no se dirige primariamente al estado para exigirle en tanto interlocutor privilegiado el cese de la violencia contra las mujeres. Es otra eficacia la que aquí se apunta, fuera de la lógica autoritaria emisor/destinatario. Esta otra retórica constituye espacios de democratización del discurso, de toma de la palabra y de expropiación de instrumentos de análisis. Es en este sentido, un verdadero ejercicio de política del discurso plural.
En este sentido, al interrogar la eficacia retórica del uso del vocabulario del feminicidio, nos desplazamos de la práctica jurídica (cuya acción es macropolítica es decir limitada por la vigencia de un marco moral abstracto), hacia una repolitización[4] del vocabulario del discurso con perspectiva de género que suspende la (macro)ética en función de un ejercicio democrático estratégico. Este ejercicio de otra política problematiza las premisas que se establecen por anticipado en cualquier teoría de la política que suponen la existencia de un sujeto de lo político, suponen la referencialidad inmediata del lenguaje -(lenguaje y mundo, y no su performatividad- y la integridad u homogeneidad de las descripciones institucionales o macropolíticas que proporciona. Afirmar que la política requiere un sujeto estable es afirmar, al mismo tiempo, que no puede haber una oposición política a esa afirmación. (Butler 1992, 9) La afirmación o el acto de afirmar no es solamente lingüístico sino performativo, produce actos o acontecimientos: en este caso, desacredita como no político, lo que es un acto reflexivo de puesta en cuestión y con ello a quienes lo llevan a cabo. En este caso la crítica feminista antiesencialista es desacreditada como potencial interlocutor político. La afirmación funciona entonces desde un dispositivo de poder u orden del discurso que dispone que es político y qué no lo es, quien puede o no ser interlocutor. Funciona excluyendo y a la vez promoviendo un tipo de discurso desde ciertos criterios de regularidad. Estos tres criterios funcionan como un marco del acto de interlocución y descansan, a su vez, en una exigencia o petición de principios: la de la identidad (del sujeto político, del lenguaje en su relación con el mundo y de las descripciones institucionales –por ejemplo ciudadanía, derechos, género, diferencia sexual, etc.)…