Acerca de la inmunidad, las violencias y la resistencia notas sobre Jacques Derrida, el psicoanálisis y la filosofía

Esta es una parte del texto que se leyó durante el Encuentro Topografías de la violencia. Mismidades, alteridades, misoginia”, los días 17 y 18 de abril de 2013.
 
Ana María Martínez de la Escalera
 
Se diría que algo acontece en estos tiempos nuestros. Tiempos en los cuales se enseñorea la globalización, es decir la mundialización de los capitales y del capitalismo, con sus correspondientes efectos fantasmagóricos (BENJAMIN, 2005) de «naturalización» de las leyes del mercado y de totalización de la innovación[1]─militar, industrial, tecnológica, científica, política y jurídica─ sobre la imaginación y la invención, totalización cuyo destino es la estandarización de la subjetividad a través de la pervivencia de las relaciones sociales injustas. Tiempos por lo demás de empobrecimiento de lo “local” (BAUMAN, 2010), cuna de las identidades pero también de rebeliones contra la tradición y la innovación cuando ambas han generado violencia contra lo viviente. Tiempo también de la hipertrofia de las mediaciones tecnológicas (SCHMITT, 1977) en la producción e intercambio del sentido. Y, afortunadamente, tiempo de aceptar la invitación al debate sobre un urgente “cambio civilizatorio” orientado hacia el Buen Vivir, invitación que procede de la experiencia extraída de las incursiones descolonizadoras sobre lo político en el sur de nuestro lastimado continente.
      Algo─decíamos─ ha quedado entre nosotros sin reflexión pública y colectiva, sin crítica. Algo sin deconstrucción que en el año 2000 Derrida urgía a los europeos a pensar[2]. Ese algo, esa mutación en el devenir  parecía resistirse con violencia al discurso crítico-social, sobre todo se resistía, y se resiste aún hoy, a entrar en debate. Resistencia entonces contra un cierto exterior a la mutación[3]y a sus privilegios, es decir contra una muy específica idea de progreso del que la anterior se ufanaba. Resistencia también contra un interior de la mutación que declaraba ser heredera de las Luces y su proyecto de reflexionarlo públicamente (KANT, 1985; 30) «todo», incluyendo su crítica. En el año 2000 Jacques Derrida conversaba con los psicoanalistas franceses, en tanto franceses y en tanto europeos. En tanto psicoanalistas también –herederos a gusto o a disgusto de la teoría freudiana que había asumido para sí una de las directrices o lemas de la Ilustración: atribuirse el derecho de reflexionarlo todo, pasando por encima de límites disciplinares o interdicciones epistemológicas, políticas, éticas y jurídicas (legales). Esta fórmula tenía por propósito o finalidad secular el progreso. Por cierto que desde Freud el inconsciente era la huella del pasado inscripta en el cuerpo (social e individual) no obstante albergar,  paradójicamente, la espera de un por-venir siempre mejor. Siempre mejor, siempre en progreso respecto a sí mismo y a su exterior constitutivo. Ya en aquel concepto de inconsciente se conjuntaban dos violencias ─no sabemos cuan asimétricas o cuan semejantes y equilibradas─: dar la vida y dar la muerte. Pese al carácter revolucionario del descubrimiento del inconsciente, este carácter se le aparecía casi siempre a los actuales psicoanalistas y a sus instituciones, investido con el promisorio vestuario del progreso (científico, epistemológico, político, ético y jurídico ─forense). La tendencia al progreso ha sido, como seguramente habrá de aceptarse, el lema sustantivo, la finalidad última tras una cierta idea de modernidad ilustrada o pragmática, que si fue algún día «progresista» hoy no puede ser sino conservadora. Esta tendencia se ha naturalizado. Sin ir más lejos, aquí mismo en México hemos recibido también una cuota de discursos laudatorios sobre el progreso sin más, general y abstracto, sin discriminación ni condicionante alguno acompañando los discursos de la Independencia, pasando por los del Juarismo y la Revolución, hasta los de nuestros más recientes días en que conmemoramos las épocas anteriores. En el discurso sobre el progreso, poco más se ha hecho posible que la hipertrofia del valor concedido a la técnica y su relación con el desarrollo muy específico de ciertas ciencias contemporáneas, que como también sabemos, ha sido un efecto de los intereses del capital mas que de los de la sociedad (si es posible hablar de algo así como el interés común de una sociedad intervenida desde siempre y con violencia por el estado y por las tensiones de las diferencias).
Así pues, escuchamos legitimar por todos lados una idea de progreso tecnocientífico o fantasmagoría del progreso que sustituye la finalidad que Kant había reservado para la historia universal: la felicidad como realización de la libertad. Pocos han puesto en cuestión el valor de lo anterior: ellos y ellas llevan a cabo una de las maneras de la resistencia.
      Cabría pensar, sin embargo, que aquello que se resiste al progreso está de igual modo en el mismo progreso, una especie de violencia autoinmunizante[4]. Así es que, a pesar de los indiscutibles éxitos tecnológicos y a cierta democratización en el ámbito de las costumbres[5], lo cierto es que la modernidad parece haber echado a andar una serie de prácticas y acciones claramente regresiva[6]. Esto es: prácticas que conducen casi exclusivamente a la destrucción de la experiencia (erfahrung)[7], según lo apuntó en su momento Walter Benjamín[8]refiriéndose sobre todo la instancia del intercambio y el debate a propósito de las experiencias del otro.  Por lo demás se diría que desde los últimos escritos de Jacques Derrida es posible pensar esta destrucción de la experienciacomo si fuese una forma de resistencia de lo uno contra lo uno o de autoinmunidad[9]que vive en la experiencia moderna de los individuos, y que por vivir conduce a la muerte a lo otro en el que reside la fuerza de cualquier uno. Por cierto que esta autoinmunidad (violencia contra lo mismo[10] desde lo propio, violencia contra el fuero, el privilegio y la inmunidad) que califica lo que muy bien podría llamarse el problema del mal o la crueldad que tanto ha dado que hablar en nuestros días, sería precisamente el objeto ineludible e inerradicable del psicoanálisis según el decisivo argumento derridiano[11]. Una crueldad que no sólo es el objeto exterior del psicoanálisis sino que está en la historia misma de éste, como institución y como clínica, en su perduración como saber y como crítica al saber[12]. Por cierto que también las formas de la resistencia al psicoanálisis (por parte de academias o colectivos de científicos en nombre de la cientificidad), bien podrían catalogarse de crueles y con seguridad de violentas. Se trataría en este caso de una violencia excluyente.

[1]En este texto se distingue la innovación que responde a las demandas y leyes del mercado capitalista de la invención que está marcada por un trabajo de búsqueda más allá de los intereses del mainstream.
[2] Me refiero a la conferencia pronunciada frente a los Estados Generales del Psicoanálisis, en París en 2000, al que fue convocado por E. Roudinesco y Rene Major. Recopilada en Jacques Derrida, Estados de ánimo del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 2001.
[3]¿Mutación moderna?, ¿mutación contemporánea? ¿Cómo, pues, llamarla cuando sin duda se siente heredera de la Ilustración  y su proyecto para gobernar la imaginación?
[4] En el texto de la conferencia citada Derrida explica “resistencia al psicoanálisis, resistencia autoinmunizante del psicoanálisis a su exterior como así mismo. Es en su poder de poner en crisis que el psicoanálisis está amenazado, y entra entonces en su propia crisis. Cuando es interrogado sobre lo que no funciona en una globalización que comenzó desde la Primera Guerra Mundial, es alrededor de la palabra crueldad que lo argumenta. El argumento freudiano se hace más político y su lógica más psicoanalítica” (3).
[5] Ver al respecto lo comentado por Eric Hobsbawn en su libro Entrevista sobre el siglo XXI, Barcelona, Crítica, 2000.
[6]Llamaremos regresiva a la vida injusta.
[7] Véase su última carta (7/5//1940) a Adorno en: Theodor W. Adorno y Walter Benjamín: Correspondencia 1928-1940, Valladolid, Trotta, 1998, pág. 311. El historiador del siglo XX Eric Hobsbawn, por su parte, escribe lo siguiente: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX.” Pero esta pérdida de vínculo orgánico que Hobsbawn reconoce en las jóvenes generaciones de finales del siglo XX, es por el contrario vista por Benjamín como una práctica que caracteriza el completo de la historia de la modernidad capitalista desde los inicios de este último modo de producción a nuestros días. En nuestra lectura, esta condición sin duda es una de las formas de autoinmunidadque privan en la Modernidad. Habría que acotar sin embargo, que la autoinmunidad es sólo una manifestación de la destrucción de la experiencia y que, aunque implica un olvido (voluntario o no; esto sería debatible) de la historicidad (de lo que viene después de nosotros tanto como del pasado), también impone una suerte de hipertrofia referencial de la lengua acompañada de su consecuencia inmediata: el olvido de la dimensión poética y de la acción performativa (Derrida) de la lengua sobre el carácter aleatorio de esa misma historicidad. La historicidad resulta entendida no como condición pasada, causal y exhibida mediante una cronología lineal, sino de bienvenida a lo que adviene sin expectativas o cálculo posibles. Derrida dice a propósito de lo que adviene: “Ahora bien, lo que adviene, el acontecimiento de lo otro que llega, es lo imposible que excede y derrota siempre, a veces cruelmente, a aquello que la economía de un acto preformativo, se supone, produce soberanamente, cuando una palabra ya legitimada saca partido de alguna conversación.” En Derrida, Estados de ánimo, pág.37.Por su parte el carácter poético de la lengua se refiere a la fuerza habida en las lenguas de accionar sobre el pensamiento y los afectos y entendida esa fuerza como preformativa, habríamos de hablar, a la manera derridiana de una dimensión de los enunciados, por ejemplo, cuyos efectos se percibirían en varios posibles mañanas. Derrida se refiere en particular al pronunciamiento del estatuto de los crímenes contra la humanidad, estatuto que promete la mundialización de la fuerza del Derecho internacional por encima de los poderes e intereses de los estados nacionales. Ver, para la relación entre destrucción de la experiencia y olvido del pasado, Hobsbawn, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, 1995, pág. 13. Con respecto al olvido voluntario o involuntario es recomendable la lectura crítica de Benjamín en “Sobre algunos temas en Baudelaire” en Ensayos Escogidos, México, Ediciones Coyoacán, 1999. Ahora bien, aunque debemos sostener que la destrucción de la experiencia es mucho más que el mero olvido del pasado, sin embargo el olvido interviene de manera decisiva en la construcción o derrumbamiento de la experiencia así como en su elaboración. Él es en realidad una técnica. “Que un hombre pueda tener experiencias o no es cosa que en última instancia depende de cómo olvida” ha escrito Adorno en carta a Benjamin (Theodor W. Adorno-Walter Benjamin, Correspondencia 1928-1940, Madrid, Trotta, 1998, pág. 307). El olvido es, en cierto modo, el fundamento tanto de la instancia de la “experiencia” o memoire involontaire (que no es propiamente hablando una vivencia pues requiere cierta elaboración) como del carácter reflexivo de la memoria, cuyo tenaz  y focalizado recuerdo presupone necesariamente el olvido.
[8] Walter Benjamín comenzó muy joven a interesarse por el tema de la experiencia (ver “El programa de la filosofía futura” en Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos, Caracas, Monte Ávila, 1970). Más tarde hizo referencia a una teoría de la experiencia que aunque decidido a emprender, no pudo trágicamente completar. (Ver: Theodor W. Adorno y Walter Benjamin, op.cit.).
[9] Por ejemplo véase: Jacques Derrida, Estados de ánimo del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 2001.
[10]Violencia entonces para la cual se hace necesario un momento de fundación (por ejemplo del psicoanálisis), de hermetismo, de exclusiones, de apropiación sin tregua del sentido de lo propio y lo mismo, o sea de arrogarse el fuero, la inmunidad.
[11] Derrida, op.cit.
[12] Baste recordar el papel que algunos psicoanalistas desempeñaron en la Argentina durante las dictaduras militares y su profunda conexión con la tortura. 

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