Dra. Ana María Martínez de la Escalera
Los libros se usan: eso lo saben muchos. Sea para registrar pensamientos o sermones, para conservar discursos y argumentos.
Son empleados para acariciar ideas nuevas y hojear antiguas; otras veces sólo para acariciar.
Su valor de uso –dirán algunos—no está enmarcado en ninguna función primordial o ineludible, sino, tal vez, en lo que lo excede. Llamémosle al excedente por su otro nombre y su nombre-otro, el pathos, aunque también podría ser el ethos, las afecciones junto a los afectos de los lectores, si es que alguna vez estuvieron separados ambos. Efectos inmediatos y a largo plazo, previsibles o inesperados de la lectura y la escucha. Sólo en esta relación privilegiada por peitho, la persuasión que incendia la adhesión de los sentimientos, y garantizada por metis, la astucia sin medida de la sabiduría de la gente, las fuerzas de cualquier libro tienen lugar y a veces, se liberan y liberan a los y las lectoras. Entonces el libro abre el debate, él pregunta y él contesta interrogantes, produce el anhelado cambio de ideas, desata voces diversas y singulares, irrepetibles; interpela al otro en cada uno de nosotros.
Al mismo tiempo el libro no deja de actuar como fundamento de tradiciones, depósito de relatos. También usado como excusa para esto o aquello, para atenuar la culpa y eludir la responsabilidad. Muchos lo emplean para guardar celosamente proyectos y conversaciones e inmediatamente olvidan donde lo dejaron, junto con las buenas intenciones.
Decíamos: los libros interpelan al lector; no obstante, otros más son interpelados por los avances beligerantes de los nuevos lectores, por las nuevas actitudes y las recién descubiertas actividades lectoras. Un montón de libros también nos transforman. Unos son testimonio de las dificultades del devenir del pensamiento crítico sin miedo a ubicarse en el primer lugar de la puesta en cuestión. Precisamente como estas FIGURAS DEL DISCURSO las cuales aquí intentamos presentar en toda su fuerza crítica.
Si la crítica fue, desde la perspectiva de Michel Foucault, la formulación de objeciones contra ciertas formas de gobierno del sentido y su fabricación, junto con la realización de prácticas de de-sujección; o como quería Adorno, fue el dar cuenta de las nuevas realidades que se hacen visibles para y por el pensamiento, ofreciéndole provisionalmente un nombre y concepto nuevos con los cuales facilitar la acción de las fuerzas transformadoras de la historia que en él habitan, aquí entre estas páginas deviene comunidad a través de ejercicios –imperceptibles y moleculares (Deleuze)– que al no proponerse desbaratar a algún contrincante o tomar el poder y control del sentido, aumentan las posibilidades de la conversación, gran baluarte de la alteridad.
La fuerza crítica desplegada a través de sus artículos es propuesta de cuestiones y postura decidida ante la situación que demanda nombre propio, descripción e intervención connotada, política, cultural, intelectual, subjetiva; marcas todas de la dignidad de los y las lectoras ante la urgencia de un presente injusto. La crítica es también la apertura a la puesta al día que no facilite el aggiornamiento, como aquél inventado por la Iglesia católica para que todo cambio reforzara el que todo siguiera igual. Puesta al día del instrumental del lector tan diverso como la figura misma de lector. Puesta al día, y sobre ella, puesta en circulación de operaciones que revelan los procesos de exclusión, es decir muestran la exclusión como operación oficial contra la diferencia (Foucault, El orden del discurso) y contra la voz que toma la palabra sin pedir permiso a la autoridad.
Las Figuras del discurso coordinadas por Villegas, Talavera y Monroy –los tres representados además en el interior del libro por sendos artículos críticos–, transdisciplinan los límites filosóficos de la obra, estableciendo relaciones de todo tipo con la historia, la antropología, la psicología y la teoría del inconsciente, la literatura, el testimonio y la actividad política. Si interdisciplina es intercambio de ideas para solucionar problemas fuera del ámbito estrecho de cada disciplina académica, la transdisciplina realiza la crítica suprema de cualquier saber al cual se le hubieran subido los humos, como suele decirse coloquialmente, pretendiendo ser la explicación última y primera de lo existente, delirio como sabemos de nuestros profesionales. Otro de los logros del tomo es haber partido de la noción enriquecida de figura, por la cual la figura es la operación de generalización hiperbólica de un significado (el indio es el habitante nativo que los colonizadores encontraron al llegar) y de la naturalización de la denotación (la clase de individuos que privados de sus derechos humanos, aparecen como naturalmente naturales), sin reparar en la referencia, puesto que siempre es fallida (los mayas no son nahuas); y esta falla es, justamente, la cristalización de la dominación colonial. La crítica es la manera idónea para viajar cual nómade hacia territorios-otros de la proposición sin condición y el libre debate sin agenda, sin coartada y sin extorsión (Derrida, Las humanidades sin condición). El tercer logro es haber acabado con la ilusión, o la cursilería, de pretender hablar por los excluidos ganando prerrogativas, sustituyendo a las víctimas, ocupando el puesto de representante-acreedor de todos los oprimidos. No porque no se pueda hablar por las víctimas; sino, en forma muy determinada en casi todos los textos reunidos, porque la crítica de la exclusión habla desde la resistencia sin condición ni agenda interesada, no desde la vivencia dañada. Decía Milán Kundera que los cursis insisten en que su corazón está del lado de las víctimas sin excepción y dejan caer siempre dos lágrimas (Milán Kundera, La insoportable levedad del ser, Barcelona, Tusquets, 1999 (12 ed)) una por la pobre víctima a la que reducen a la infancia, es decir a la ausencia de lenguaje y fuerza, la otra conmovidos por ellos mismos, al demostrar sentimientos que son de todos (o eso suponen). Reconocemos al cursi porque llora dos veces. No es la primera lágrima la que vuelve cursi al cursi, es la segunda: “La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad…! Es la segunda lágrima –sostiene Kundera contra otras caracterizaciones de lo cursi– la que convierte el kitsch en kitsch” (p. 256-7). En el kitsch lo sentimental, la catacresis, los ready-made o lugares comunes de la emoción, el recurso a-crítico, a la sociedad, a la política y al papel de una misma en ella, confirma al homo sentimentalis de Kundera, es decir configura, conformistamente, al nuevo tipo de ciudadano en el cual nos hemos convertido. Lo cursi trata del sentimiento del amor en la relación amorosa sino fuera, en áreas precisamente no amorosas, por ejemplo, lo moral o lo ético donde “la ilusión de la perfección moral” muestra su carácter totalitario, esto es su efecto de crueldad pública ante quien no comparte como “todos” los individuos deberían hacer, una misma concepción sentimental de la política y de las relaciones con los otros. O de lo humano, o de la civilización, o de la mujer. El cursi es típicamente un Narciso moderno más.
Citemos a Kundera en La insoportable levedad del ser, hoy pasada de moda. En el capítulo La gran marcha, apartados 7 y 8 escribe:
Diez años más tarde (cuando vivía ya en Norteamérica), un amigo de sus amigos, senador norteamericano, la llevaba en su enorme automóvil. En el asiento trasero se apretujaban cuatro niños. El senador detuvo el coche; los niños bajaron y corrieron por el amplio césped hacia el edificio de un estadio en el que había una pista de patinaje sobre hielo. El senador, sentado al volante, miraba enternecido a las cuatro figuritas que corrían y se giró luego hacia Sabina: «Mírelos». Dibujó con la mano un círculo que pretendía abarcar el estadio, el césped y a los niños: «A esto lo llamo felicidad». Tras aquellas palabras no sólo había felicidad porque los niños corrieran y el césped creciera, sino también una expresión de comprensión hacia una mujer que procedía de uno de los países del comunismo donde, a juicio del senador, el césped no crece y los niños no corren. ¿Cómo sabía aquel senador que los niños son la felicidad? ¿Es que podía ver sus almas? ¿Y si en el momento en que desaparecieran de su vista, tres de ellos se lanzaran sobre el cuarto y empezaran a pegarle? El senador tenía un solo argumento para su afirmación: sus sentimientos. Allí donde habla el corazón es de mala educación que la razón lo contradiga. En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón. Por supuesto el sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente. Por eso el kitsch no puede basarse en una situación inhabitual (Gómez de la Serna sostiene lo contrario), sino en imágenes básicas que deben grabarse en la memoria de la gente: la hija ingrata, el padre abandonado, los niños que corren por el césped, la patria traicionada, el recuerdo del primer amor. El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra. La primera lagrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped! La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped! Es la segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch. La hermandad de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el kitsch. (109-110)
Nos parece que a Kundera le hizo falta precisar lo siguiente: al igual que el senador, que no es un individuo sino un personaje y operador de sentido; el cursi al decir “Soy humano” implícitamente niega la humanidad del otro, siendo esa justamente la operación excluyente. A través de una expresión de comprensión ante la ausencia de humanidad del otro u otra, ausencia y negación que la expresión” yo, humano” perpetúa, opera y lleva a cabo dos cosas: por una parte, realiza y confirma la ausencia de humanidad del otro, y por otro lado llora con placer egoísta esa ausencia, congratulándose así de su propia existencia ilusoriamente humana (ilusoria o fantasmática porque precisa siempre una vez más de la segunda lágrima y así del otro para confirmar la propia existencia). Porque el valor kitsch, el valor posible-imposible del cursi es la negación decretada de humanidad de cualquier otro y de todos los otros. El doble gesto lacrimoso que actúa como “comprensión condescendiente” del otro, es en realidad, la realización de la confirmación de la identidad como humano o Yo ante el no-humano. Típica operación identitaria en el espacio macro-político, en el aparato del estado nacional que muestra la “estetización de la política totalitaria y la totalización de la política” señalada por Walter Benjamín, esta vez actuando sobre la producción de sentido.
Así pues, si se quisiera resumir el libro en una frase podría decirse lo siguiente: este libro es la deconstrucción crítica de lo cursi en el discurso de las exclusiones, de la filosofía y la política.
Sin duda frase insuficiente pero justo porque en el libro no se habla por los vencidos, por los oprimidos, los animales, los desechados, sino que, primordialmente, se intenta visibilizar cómo se los fabrica. Por ejemplo, se analiza con cuidado minucioso cómo opera la generalización abusiva de la palabra Hombre, o Civilización, o Mujer, o Animal, sobre los referentes sociales, históricos, materiales a los que necesariamente, o constitutivamente, excluyen. Es urgente el análisis pues todas estas expresiones, y otras más estudiadas en el tomo, excluyen al generalizar, fabrican su necesario excluido y fortalecen así la dominación.
Por todo ello decimos que el valor de este libro es que en él no hay cabida para la cursilería política sino para la politización de los lectores y la lectura.
Gracias.