Consideraciones sobre justicia, violencia de género y política feminista

Ana María Martínez de la Escalera

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Introducción

Comienzo estas consideraciones introduciendo un imperativo del pensamiento crítico social contemporáneo, en su búsqueda del necesario diálogo entre los saberes de la academia, las políticas públicas y el discurso crítico promovido por los diferentes activismos de género. El imperativo dice que habrá que tener presente y examinar los vocabularios a través de los cuales el diálogo será llevado a cabo; y que es conveniente, a este respecto, dedicarle el mismo tiempo al análisis de lo discutido como a las maneras en las que se enuncian ─se nombran, se describen y se ofrecen al diálogo─ las cuestiones a debate. No ha llegado el momento de hacer caso omiso de la dimensión del lenguaje y de las fuerzas que en él se desatan cuando se conversa2 y se dialoga. Pero primero puntualicemos que el discurso crítico mencionado más arriba, discurso por cierto con fuerte significación histórica, no ha producido todavía ni su historiografía ni su propia historiadora. Por su parte, el significado histórico argüido no es sino el resultado de una indudable efectividad y eficacia3 para realizar cambios en las experiencias solidarias de lo social humano. Sobre la fuerza de solidaridad de los movimientos de mujeres diremos algo más adelante. Mientras tanto y en lo que respecta al deseado y ciertamente deseable diálogo manifestado en el párrafo que da inicio a este ensayo, diremos que él nos habla de alcances que aspiran a ir más allá del mero

cumplimiento responsable de las demandas que la sociedad organizada dirige al estado nacional, o a sus aparatos, sobre las cuestiones de género. Entre estas demandas están la equidad de género, la despenalización del aborto y demandas puntuales de justicia social4. En este ensayo se insiste en que el género es una serie concertada pero a la vez heterogénea de operaciones que distinguen, asimétricamente y jerárquicamente los actos de los cuerpos humanos. Estas operaciones son históricas y sociales y los individuos resultantes están sujetos a ellas, es decir subyugados, convencidos, persuadidos e ideologizados en tanto efectos de esas operaciones y no puntos naturales de partida como parece sugerir la cita anterior. La salida de la dominación mediante el género sólo se ejerce en los procesos de de-sujetación (que no se reducen a las acciones de demanda de políticas públicas).

Cabe pensar que el referido diálogo no actúa de manera exclusivamente instrumental para producir acuerdos entre las partes sino que también inaugura un espacio público donde nuevas experiencias sociales, en las modalidades del decir y en el hacer, se intercambian y se proponen a debate. No sin pugnas y ejercicio de fuerzas que, por lo tanto, deben indudablemente entrar en las consideraciones del debate. Por su parte, el imperativo arriba mencionado nos urge a examinar con cuidado el vocabulario para sostener ese diálogo público, preguntándonos no sólo por su origen semántico sino por los usos diversos que al sucederse han generado sentidos y valores imprevistos, muestra de la fuerza de auto-institución y de la fuerza de efectuación o performativa de las acciones discursivas humanas.

Micro y macro-políticas

Tomando en cuenta la anterior consideración general, primero identificaremos el vocabulario del debate que circula de manera micropolítica ─modo o modalidad que confiere al discurso, a la argumentación y a las palabras sentido y valor puntual para referirnos a nosotras, al mundo y producir cosas y estados de cosas (por ejemplo afectos, amigas y enemigas)─. Acción pública del discurso en el ámbito del activismo de género que escapa al poder seductor del aparato de estado y sus usos reglamentados de la enunciación7. Contrástese luego el anterior modo micro-político con las formas discursivas que ordenan la instancia macropolítica8, cuyo objeto de análisis está limitado a las prácticas jurídico-políticas9. Campo de estudio y objeto analítico, estas últimas, de la filosofía política, del derecho y de las ciencias sociales. La distinción entre los usos micro y macro-políticos del análisis revela su importancia cuando observamos que el último ámbito se refiere al lugar de un ejercicio de política (soberana y representativa) fundada, en apariencia, en la identidad del individuo y de la nación. Digo en apariencia porque la identidad ciudadana y la identidad del estado (de lengua y de territorio), base de la soberanía de la forma nacional del estado moderno, no es un origen que se remontase a un tiempo específico ─la Independencia, por ejemplo─, sino una identidad producida una y otra vez por el discurso, o más bien por su modalidad argumental, la cual al afirmar que sólo describe algo que está ahí frente al lenguaje, en realidad postula lo descrito como si fuese una realidad precedente. Se produce así el referente al mismo tiempo que la descripción. La acción de afirmar mediante el discurso, como bien sabían los retóricos y los humanistas de la antigüedad, crea la referencia afirmada, gracias a la suposición corriente (metonímica) de que la lengua describe sin mediación alguna el mundo que nombra. Y que este nombrar el mundo y que esta descripción son su finalidad y su única tarea. Así sucede con la supuesta identidad de territorio y de lengua, fundamento de la macro-política, y así sucede también para el género y sus características (bipolar, asimétrico, heterosexual y jerárquico). La legitimidad de la identidad de palabras y cosas está sostenida por la reducción acrítica de la función del lenguaje a una: la de señalar o indicar el mundo de las cosas y de los estados de cosas a su alrededor. Esta función es histórica y depende de muchas otras consideraciones críticas. De ahí la importancia que tiene para nosotras la puesta en cuestión de la identidad y los valores que se le asocian. Es entonces cuando la alteridad se torna un instrumento argumental decisivo: la alteridad es la condición de toda identidad que impide la clausura de esta última sobre sí misma. En pocas palabras, no hay identidades cerradas, o sea sólo iguales a sí mismas, sino procesos identitarios complejos que son intervenidos aleatoriamente por fuerzas histórico-políticas diversas, incluyendo por supuesto, las resistencias contra la división de género. En consecuencia el ejercicio de política que domina este ámbito macro procede mediante formas de exclusión/inclusión, en lo visible y lo decible, es decir que se lleva a cabo mediante una constante actividad de conteo de las partes. Como aclararía Jacques Rancière: para el orden macro-político se trata de ser contado(a) en el orden de lo sensible y, de ser posible, entre aquellos que cuentan y llevan a cabo la contabilidad, ser quién decide las reglas de la visibilidad entre los visibles. En este ámbito práctico-instrumental identitario, que incluye ejercicios y saberes de conteo, la igualdad política se decide desde la relación tensional entre prácticas de inclusión y de exclusión, discursivas y no discursivas ejercidas mediante las acciones de un sujeto soberano, llámese estado o aparato de estado y sus instituciones. Este aparato ─dicho por sí mismo─ es el que tiene a su cargo administrar la diversidad (relación inclusión/exclusión). Pero, fuera de este conteo (nunca directo sino estadístico), tienen lugar las experiencias de la diferencia o ámbito del análisis micropolítico. Se trata de ejercicios que escapan a la dimensión jurídico-política del poder, no sin proceder al uso de la(s) fuerza(s) histórico-sociales. Estas tienen que ver más con la invención y la experiencia que con los dispositivos biopolíticos (individualizantes y totalizantes) monopolizados por las estructuras del estado. Cabrá recordar que estos dispositivos actúan, doble y tensionalmente, sobre el cuerpo individual, al cual disciplinan, y sobre el cuerpo colectivo o población organizada por sus partes, mediante prácticas de control. La biopolítica ha producido a su manera la división de género en el estado moderno, a nivel de los cuerpos individuales y a nivel de la población entendida como ciudadanía. Debe decirse que pese ─o gracias─ a las tensiones entre estos dispositivos, la modernidad ha conseguido posicionarse como aquello que ha llegado para quedarse, tan inevitable como el capitalismo (o esto arguyen ambos, modernidad y capitalismo, sobre sí mismos).

Ahora bien, respecto a lo micro-político se dirá que se refiere a un ámbito procesual, en vías de hacerse, marcado fuertemente por la contingencia y los cambios aleatorios a nivel de las experiencias colectivas y por lo tanto no reducible a lo instrumental y a lo identitario. Ámbito de prácticas sociales –discursivas y no discursivas, colectivas e individuales que, al atravesar las reglas y normas del orden macro-político, dan lugar a problemas. Problemas que a su vez exigen maneras de estabilización y aplacamiento de las contradicciones y los enfrentamientos. La búsqueda de formas de estabilización de las luchas de la gente y de sus argumentos, es lo que llamamos experiencia social. Habría otra forma de la experiencia, la crítica, cuya tarea es el debate a fondo y sin reservas de los cuestionamientos; junto a la modalidad social de la experiencia conforman el objeto del análisis de la dimensión histórico-política, contrariamente a la idea tan extendida de que la experiencia es el puro origen sensible del saber de la gente. La experiencia es, ante todo, una instancia de resultados. A propósito de la experiencia crítica habrá que decir que ella trabaja poniendo en cuestión, en primera instancia, la relación entre política e identidad, donde la segunda es fundamento de la primera ya sea como condición del sujeto de lo político o como

condición natural de la práctica del estado, en su exigencia práctica de unidad territorial y de lengua (pese a que la globalización del capital siempre ha contravenido ese orden entrópico). Ante lo anterior, el activismo de género ha decidido ubicarse en la dimensión macro-política, situación que lo ha inscrito en una demanda sin fin por leyes y políticas públicas a favor de la equidad de los géneros y en una demanda permanente por minimizar las amenazas de la violencia letal contra el género femenino que ha resultado vulnerabilizado15 (este es el sentido de la exigencia de despenalización del aborto, entre otros). En ambos casos la demanda lucha denodadamente contra efectos cuyas causas, complejas, son estructurales. Es esta estructura de poder y generadora de la violencia que acompaña la división asimétrica de los géneros la que debe ser cuestionada y detenida. La palabra violencia debe ser utilizada con cierto cuidado para evitar una generalización que la volvería ineficaz para el análisis. En este sentido habría que distinguir entre la violencia letal que es el ejercicio de una fuerza mortal y la violencia que instituye la división asimétrica entre lo masculino y lo femenino, jerarquizando el primero sobre lo segundo. La última forma de violencia configura la disimetría de los cuerpos en lugar de destruir, como la primera. Ambas, en el caso de las mujeres, son procedimientos racistas, pero su tecnología específica difiere. La violencia feminicida actúa una vez que la segunda, presente en la división social, ha conseguido ser eficaz. Las mujeres necesitamos analizar las violencias específicas que dan forma a la asimetría tanto como las formas de violencia letal infligidas por el hecho de ser mujeres, es decir cuerpos puestos a la disposición de propietarios reales o simbólicos. En este sentido, en Hispanoamérica se ha ido configurando de tiempo acá un activismo diferente, que practica una política feminista, anticolonialista y descolonizadora, agudamente crítica y notoriamente bien informada respecto de las innovaciones en materia económica, social, técnica y científica. Innovaciones que prometen una experiencia de lo humano más justa y con justicia hacia lo viviente. Este activismo se comporta como una figura de la crítica del género, que no olvida sus componentes de clase y de cultura; y también como un programa crítico de la globalización sin miramientos y un proyecto abierto al debate público a través de la crítica del saber de la gente sobre la historia y su responsabilidad en ella. La crítica, es ya algo sabido, no es una práctica descalificadora o que reniega de un pasado determinado sin más, sino un análisis minucioso del devenir de un discurso y de las maneras como llegó éste a convertir su sentido y su valor en algo perenne e ineludible.

Decíamos entonces que la dimensión micropolítica funciona críticamente, es decir que su funcionamiento es acompañado en todo momento por procesos de de-sujetación, en el comportamiento individual y colectivo, de las relaciones sociales de género, al hacer un uso estratégico de modalidades de resistencia contra las tecnologías biopolíticas ─de control poblacional y disciplinarias─, con especial énfasis en contra de las técnicas necropolíticas (genocidios indígenas, muertes femeninas por Sida, muerte materna en condiciones de pobreza, feminicidios urbanos y campesinos, etc.). Se trata así de la conformación de un ámbito de fuerzas auto-instituidoras (Castoriadis) de nuevas relaciones más allá de las partes jurídicas y de nuevas subjetividades, esto es de experiencias que buscan ser transmitidas (no hegemónicamente, es decir sin buscar la apropiación de los aparatos de estado ideológicos y no ideológicos), y que constituyen comunidad, aunque hayan comenzado únicamente como reacción o resistencia puntual y específica a lo macropolítico. Fue Michel Foucault quien se refirió, seguido muy de cerca por Deleuze y Guattari, a ese ámbito práctico y de relaciones micropolíticas como el lugar de los procesos de subjetivación de resistencia. En realidad no es propiamente un lugar o ámbito físico sino, quizás, una ocasión de diseminación de las resistencias por todo lo social, diseminación y contagio que no posee un origen único y homogéneo localizable en el tiempo y en el espacio, y que ejemplifica lo público. Lo público no es un aparato, ni un recurso jurídico-político sino la ocasión y el devenir del debate y su fuerza de subsistencia ante las embestidas del poder mediante modalidades de apropiación de los resultados y del sentido de las prácticas colectivas. Habría que pensar lo micropolítico por lo tanto como la acción de los procesos de subjetivación y de solidaridad desde el principio de alteridad que, lejos de ser un principio de unidad y homogenidad del sentido y del valor, es la apertura a la diferencia y a su fuerza de producir lo inédito y el devenir no lineal de los acontecimientos. Estos últimos serán la ocasión de la crítica y de la desujetación del dominio androcéntrico. Tal vez habría que pensar lo inédito como si fuese un exceso indómito de significación, como prácticas de alteridad irreductibles a una sola identidad fija heterosexual o en franca rebeldía contra una representación simbólica oficial macropolítica de los géneros. Este es el papel jugado por el testimonio que brindan las madres de las jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez, en cada una de sus organizaciones. Sus testimonios muestran un dispendio de sentido o un uso excesivo de lengua (más allá de la mera descripción y el nombrar) que emerge cuando la lengua vernácula, la lengua de la intimidad del aquí, se desplaza e irrumpe en el lugar de transmisión de la lengua vehicular, lengua de los aparatos de estado (aparato de información/desinformación, la escuela y sus planes y programas bajo el cuidado de la organización sindical vertical, la iglesia católica y sus prácticas confesionales, etc.). En este desplazamiento los significados (sentidos y valores) de la maternidad y sus prerrogativas dejan de ser míticos (presociales y prepolíticos: naturales) para transformarse en acciones políticas. A su través se conmociona el vocabulario que acompaña la experiencia social, todo lo que creíamos natural y por tanto intransformable, y va apareciendo en consonancia con el contenido de lo testimoniado por las organizaciones de madres de víctimas del feminicidio, una modalidad testimonial valorizada. El saber de la gente, continuamente sometido a las reglas jurídicas y a los saberes académicos y sus lógicas, es dejado en libertad: en libertad para enfrentarse debidamente a las formas de apropiación de los aparatos de poder. Será en el debate que conquistará una nueva visibilidad a la vez que revalorizará las modalidades en que él mismo, como saber testimonial, aparece. La singularidad del testimonio será su único, aunque complejo y sobredeterminado, valor y sentido a dilucidar en las modalidades testimoniales inauguradas. En consecuencia este dominio micro-político inventa usos divergentes en su propio vocabulario (aparecen palabras descolonizadas: víctima, madre, política, testimonio, justicia, verdad entre otras), al tiempo que pone en jaque al ámbito identitario macro-político, ámbito que según decíamos, suele anteponer la política de las partes (representada supuestamente por los partidos) a las solidaridades configuradas en la lucha por la justicia; apropiándose así tanto de la verdad histórica como de una idea de la justicia reinvindicativa, al reducir ambas a un orden jurídico-político de la acción. De hecho la justicia no debe reducirse a lo simplemente reivindicativo sin tratar de experimentar su fuerza de promesa; promesa de un mundo donde la violencia ya no sea soportada, y promesa de no impedir la invención de las modalidades que puede adoptar la actividad insurgente de no-soportar- más la discriminación. A este respecto, la noción de feminicidio y la fuerza de significación beligerante que lo acompaña no resulta ser, simplemente, un asunto de terminología en el universo jurídico. Término supuestamente diseñado para tipificar un delito de orden penal, “feminicidio” es el nombre de todo un vocabulario implementado para la resistencia contra la representación reductiva y descalificadora de la víctima de la violencia de género por el discurso policial, judicial y de los expertos forenses. Sólo mostrando la dimensión estructural de la violencia que produce el género se podrá ejercer una solidaridad constante contra la apropiación que ejerce sobre las fuerzas sociales, su imaginación y su experimentación.

Ahora bien, en la exposición anterior se ha contrastado, aunque sea de manera general, el discurso macro-político del micro-político o solidario. Ambos discursos no escapan a la presencia dominante del sentido común o mainstream de la significación – sentido hegemónico, hoy en día producido massmediáticamente─. Resulta entonces urgente indagar en los usos de ambos discursos cuando describen el género y sus consecuencias para poner en cuestión esta presencia y su funcionamiento. Podemos detectar al sentido común y su poder conservador en el funcionamiento del discurso que “naturaliza” el género, reduciéndolo a lo fisiológico o anatómico o a un mero juego de roles. La fuerza del sentido común, o lo que llamamos así, es ante todo de orden naturalizante. Esto es así puesto que al no criticar los supuestos sobre los que descansa la descripción del género, se ve al género como algo natural, intrasformable, no social. No criticar significa en este contexto reducir las descripciones a un uso mecánico de la lengua, evitando que los hablantes entren en un proceso vívidamente crítico mediante el debate de la operación misma de la descripción. Discusión necesaria contra la suposición de una relación de inmediatez entre palabra y cosa. Lo único que se consigue a fin de cuentas es perpetuar el modelo de dominio en el terreno del lenguaje.

Una vez que aceptamos la urgencia crítica anterior como parte de la urgencia política de la que hablamos al inicio de este trabajo, veremos que no se puede ni se debe renunciar a la necesidad de revisar, previamente a su uso en la argumentación, el vocabulario político que tanto trabajo y desvelos ha costado al activismo feminista crear y sostener. Una revisión de este tipo tiene lugar analizando siempre la ocasión crítica (contexto de fuerzas del decir/hacer) que brinda la alteridad micro-política. Eso modifica sustantivamente la relación de las hablantes con el lenguaje hablado. Ellas habrán de rehusarse entonces a perseguir el origen del sentido como único criterio de decisión sobre la habilidad descriptiva de los términos como “feminicidio”, o a intentar descubrir un solo punto preciso donde el sentido tendría un origen trascendental a la experiencia o un fundamento más allá de la inmanencia, en este caso manifestada por el uso del vocabulario en circunstancias críticas o polémicas. Ha llegado la ocasión en que los conceptos que permiten pensar lo macropolítico se muestran agotados para el uso que las activistas críticas desean darles y muestran que ya no pueden dar cuenta de lo que sucede21, como en el caso de las explicaciones oficiales de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y otros estados de la república. O bien ha llegado el momento cuando los conceptos oficiales y su lógica ya no describen sino que interpretan desde el prejuicio racista y sexista los acontecimientos. Todo lo cual redunda en que frente al agotamiento y falta de imaginación social (Castoriadis) del discurso oficial jurídico- político sobre el feminicidio, se nos presenta un vocabulario nuevo, micro-político, que inviste el momento crítico-histórico de absoluta invención y de franca fuerza de resistencia política. A todo esto habrá que considerar que las invenciones son frágiles y debemos vigilarlas para que no acaben en el basurero de la historia junto con muchas otras que en su momento se consideraron redentoras, es decir más justas y más allá de la crueldad.

Tomemos una vez más el ejemplo paradigmático de la fuerza de invención y de problematización que acompaña la socialización solidaria del uso del concepto de feminicidio. Más allá del delito y su necesaria penalización en la instancia jurídico- política, el término de feminicidio, agudamente polémico por su carga conmocionante, exige, con el fin de calmar esa conmoción de la experiencia codificada que introduce en la sociedad, la apertura de un debate público durante el cual se verifique un análisis histórico y genealógico-crítico de la violencia no absoluta sino específica que conlleva la división de los géneros. Un debate en el cual tenga lugar un análisis minucioso que muestre, tras la violencia letal que implica una muerte singular (la de cada una de las mujeres asesinadas por el sólo hecho de ser mujeres), toda una tecnología de la vulnerabilidad. Una condición anteriormente y de mucho tiempo atrás fraguada, mediante prácticas institucionales de apropiación de fuerzas corporales (reproductivas) específicas, acompañada de una suerte de política monopolizadora de la instrumentación o al menos de los resultados de la apropiación, a la que podríamos caracterizar como racismo de estado. Puesto que el racismo es una tecnología compleja y no un mero sentimiento de odio hacia el/la otro(a). Estas prácticas institucionales son conducidas por la misma estructura familiar, la de la iglesia, la del aparato escolar y reguladas, es decir normalizadas y estandarizadas por la el propio estado nacional mediante sus políticas públicas (aunque no siempre resultan exitosas), en su monopolización de la gubernamentalidad. Recordemos una vez más, y ya para finalizar la consideración sobre la biopolítica como clave analítica de las políticas sobre la violencia de género, que aquella despliega, según los estudios de Michel Foucault, dos estrategias: una individualizante que trabaja sobre los cuerpos singulares y que Foucault analizó competentemente bajo el nombre de lógica disciplinaria, y otra ejercida sobre la población, con el efecto complejo de construir dicha población como tarea del estado o dispositivos biopolíticos. Ahora bien, la vulnerabilización no es una condición fisiológica natural sino el resultado de innumerables ejercicios de una forma de violencia: la violencia que instaura el género como normalidad y estereotipo, mediante la producción permanente de formas de decir/hacer la división del género, que resulta así una realidad bipolar, heterosexual, asimétrica y jerárquicamente androcéntrica. Se trata, según decíamos más arriba, de una modalidad de racismo estatizado con una larga historia.

La crítica que necesitamos acompañe y refuerce el examen histórico anterior es el primer paso de un ejercicio auto-instituidor de lo social pero no de un poder monopólico sobre la imaginación, llevado a cabo en términos de otras políticas de subjetivación que acometen la tarea de resistencia ante las relaciones de dominación (que producen las oposiciones antagónicas o máquinas bipolares de sentido: las categorías bipolares como masculino/femenino, privado/público, normal/patológico, heterosexual/homosexual, y la valoración introducida por el modelo semántico pasivo/activo confundido con la lógica interna del binomio categorial) y de resistencia creativa ante las relaciones de poder (relaciones que producen oposiciones antagónicas de raza, de clase, de religión, la oposición amigo/enemigo, etc., a partir del modelo formal macro-politico de la guerra). Es deseable que esta crítica tan necesaria hoy se convierta en una tarea permanente que evite el anquilosamiento de la imaginación. Su primer paso será desmontar la confusión semántica producida por la categoría masculino/femenino, esto es su interpretación a partir de la oposición activo/pasivo y la jerarquía que la acompaña. Y por supuesto, desvincular la distinción del escenario de la guerra (amigo/enemigo) en el cual cada polo sólo adquiere sentido y realidad frente a la muerte del(a) otro(a). Hecho lo anterior, se tratará luego de analizar la genealogía de la dominación mediante el género, mostrando el carácter contingente, no necesario y por ende transformable de la producción social de la categoría de género en tanto construcción de sentido y de valor social. A este respecto Simone de Beauvoir plantea una genealogía crítica de la categoría de género que muestra cómo dicha noción fue naturalizada por la antropología, la sociología y otras ciencias sociales. Su libro llamado el Segundo sexo contribuyó notablemente a la formación de las siguientes generaciones de críticas feministas que aprendieron el valor de la crítica y la práctica de la desnaturalización de la categoría de género y la violencia que la acompaña.

A modo de conclusión: solidaridad

A todo esto, ¿qué sería esa solidaridad a la que relacionábamos más atrás con la realización efectiva de grandes tareas en el mundo humano? Como es sabido para los clásicos de la sociología la solidaridad es lo que genera la unidad entre el estado y sus instituciones y la ciudadanía; por ejemplo, Émile Durkheim, quien lo dejó muy claro en las postrimerías del siglo XIX, o Richard Rorty, desde una postura pragmático- liberal. Se trata para este autor, fundador de la sociología científica, de un lazo que permite la supervivencia de la sociedad nacional asegurando una relación estructural entre la autoridad y los que están sujetos a esa autoridad. En contraste la solidaridad producida en el contexto de los colectivos de mujeres no asegura la colaboración con el eje vertical de la dominación y su pervivencia, sino que la observamos realizarse, cobrar vida si se prefiere, en sus formas cotidianas de efectuación: efectividad sin legitimación ni consolidación de la asimetría del género. Esta solidaridad no sólo se enfoca a resolver problemas inmediatos sino que puede entenderse como una manera de experimentación del estar-juntas, sin reducción a una finalidad de intención. Pero más importante aún: la solidaridad se manifiesta mediante experiencias de resistencia que muestran que hay otras maneras de ejercitar la relación entre las fuerzas (creativas, afectivas, sexuales, de cooperación, de división de tareas) del cuerpo y las relaciones entre los cuerpos que inventan, sobre la marcha, otras maneras de ser humanidad. ¿Qué sería lo propio de esas otras maneras del estar-juntas? Creo firmemente que los colectivos de mujeres han dado respuesta simple a esta interrogante: estar-juntas empieza donde acaba el-seguir-soportando la dominación donde ésta se manifieste. Y el estar juntas o la solidaridad, que por supuesto no excluye a los individuos masculinos, es un ejercicio político en la medida en que incentiva el debate público donde se discute y se toman decisiones con el fin de abrir la experimentación social, haciendo de ella un ejemplo de justicia social y de igualdad histórico-política.

Bibliografía

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