Friedrich Nietzsche: la promesa de una herencia

Ana María Martínez de la Escalera

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1. La muerte de un filósofo

El dolor verdadero de la vejez era la ausencia de examen, o sea, el horror de vivir sin ser observado.

Yalom

El veinticinco de agosto de 1900, en el mediodía de Weimar, Friedrich Nietzsche moría víctima de una dolencia que los mé­ dicos no acertarían a nombrar. Irónicamente, el cuerpo enfermo del que fuera el más agudo diagnosticador de nuestro presente, se resistía a ser diagnosticado. Entre tanto, la ciudad que alber­ gara su agonía, no daba señal de duelo: muy pocos ciudadanos se enteraron del hecho, y de ellos sólo unos cuantos tuvieron la osadía de llorar al primer filósofo del porvenir. La muerte fue con seguridad una liberación del dolor y la letargia de la mente en los que estaba sumido, y sin duda, “del horror de vivir sin ser observado”.

Ese día, mientras moría el hombre, el filósofo póstumo nacía a la historia. a la leyenda y a la memoria, las que, como es sabi­ do. son imposibles sin la muerte. De ellas, es la memoria la en­ cargada del duelo, de resu(s)citar al muerto (devolviéndolo a la vida y renovando la incitación a pensar), mediante la narración. Pero, ¿de cuál vida hablamos? ¿Acaso nos referimos a la vida del hombre o a la del filósofo? ¿Existe, pues, diferencia entre ellas? ¿Sobrevive el filósofo a su cuerpo temiendo no saber morirse de muerte natural?

El filósofo transgrede la ley natural de la mortalidad, detiene la muerte porque escribe: en la escritura sobrevive a su propio corazón y vive una vida después de la vida que, desde los anti­ guos romanos, denominamos fama (o gloria, notoriedad, re­ nombre, lustre y que, últimamente, se ha visto suplantada por esa parienta pobre que llamamos éxito público).

Se ha dicho que la fama es una dama muy difícil de compla­ cer, y que Nietzsche nunca dio la impresión de haber consegui­ do dominar el sutil arte que requiere su cortejo. Es posible que su conocido talante melancólico lo hubiera inmunizado contra las lisonjas y zalamerías de la dama en cuestión y contra esa enfennedad de la vanidad que hoy llamamos narcisismo. Vacu­ nado contra el entusiasmo pasajero que proporciona el éxito, confiesa a sus íntimos echar de menos el reconocimiento que a otros pensadores alemanes se les da por descontado. En sus últimos años de vida lúcida, esa ausencia de reconocimiento profesional, sumada a un orgullo rebelde, le harán abrazar la condición de extranjero, en nada ajena a la condición de filóso­ fo. La filosofía le ha enseñado que sólo el trabajo en la más completa soledad -soledad de la crítica- es provechoso, su propia naturaleza humana le recuerda lo contrario: no le será posible, según se disculpa en sus cartas, permanecer mucho tiempo extraño a la compañía de los otros.

Es propio de ciertos filósofos defender la extranjería, la sole­ dad y la completa alteridad del “espíritu libre” (aunque este último sólo sea –como sabemos- una ilusión) como el mejor remedio contra la estupidez del sentido común y el filisteísmo del pensamiento. Pero, no nos debemos dejar engañar por este “gran desasimiento” (HDH:37): el filósofo aspira a ser leído, aunque no necesariamente comprendido, y, sobre todo, desea

influir en la vida del pensamiento y en las acciones de los hom­ bres; anhela dejar una huella, su huella. En realidad, está con­ vencido de que ese es su destino. Por lo visto, la melancolía del filósof0 que sobreviene con la conciencia de su propia mortalidad, produce un deseo incolmable de sobrevida (deseo de obra le llama acertadamente Valverde; Nietzsche le llamará “voluntad de salud”), es decir de alegría del pensamiento, de gozosa potencia capaz de derrotar a la muerte. Por su parte, la civilización occidental no ha abandonado a su suerte a los poetas y a los filósofos; ha inventado instituciones como la glo­ ria, la fama y la notoriedad para dar la batalla final contra la

muerte: ellas constituyen a su manera, modalidades de la me­ moria y el olvido.

La fama

La recompensa final otorgada a los muertos es no tener que volver a vivir ya más.

Yalom

Caprichosa como toda mujer a la que parodia, la gloria es, no obstante, una institución viril. Aliada del poder y la barbarie, la fama se ha relacionado más con sus detentadores, que con sus víctimas. El lustre del nombre o notoriedad precisa naturalezas fuertes, arrolladoras, poco propensas a la compasión y la pie­ dad. La tradición occidental cristiana reconoce pocas heroínas, poetas o filósofas, aunque preserva el recuerdo de un número elevado de santas y mártires. Pero la santidad es algo muy dis­ tinto de la gloria, la fama y el lustre. Mientras la primera condi­ ción acepta rendidamente la muerte propia en nombre del otro, las tres siguientes hacen como si la muerte y el otro -como si la muerte del otro– no existieran. Desde luego, para la gloria no es el hombre el que pervive, sino el nombre propio y por ende ha decidido sólo ser reconocida mediante la voz “renombre”. En nuestra cultura la fama, la vida después de la vida del filósofo, no alcanza a distinguirse del nombre propio. Platón y el platonismo o Aristóteles y el aristotelismo son nombres que damos indistintamente a un individuo, su obra, su herencia y su influencia sobre generaciones futuras. El exceso de significa­ ción, de historia que el nombre indica, es lo que denominamos renombre. A estos efectos, el renombre actúa como una tenden­ cia a la repetición, a la transmisión y conservación de lo dicho; especie de fuerza de gravedad o fuerza centrípeta que mantiene unidos y centrados los conceptos y categorías que constituyen el campo semántico de una filosofía, que mantiene el equilibrio entre el estilo autoral (las maneras del decir) y la dimensión realizativa del discurso singular (las maneras del hacer). La fama es la encargada de inmovilizar la semántica y la pragmá­ tica de cada autor en cuestión, actuando no a favor del tiempo sino a contrapelo: negándose a resignificar y contextualizar los textos, eliminando el poder de los lectores sobre la escritura y la ocasión, oportunidad y posición que marcan toda lectura.

La gloria es una hija malagradecida de la institución retórica que, tras haberla criado con largueza, se ha dado cuenta que ha llegado el momento de meterla en cintura. Ningún producto del ingenio humano puede librarse del uso, del paso del tiempo y del olvido, del azar de las circunstancias. La fama ha querido negar la historia, el cambio; no ha podido sin embargo imponer relaciones estables, más allá del uso y el abuso, entre los lecto­ res y las obras. Corno renombre, la fama es una forma de ac­ción del tiempo sobre el nombre propio, que lo duplica, lo con­ vierte en su propia imagen o emblema paródico. Pero, con el fin de conservar y transmitir esa misma imagen, debe olvidar convenientemente lo que considera innecesario, lo irrepetible y original que habita la obra.

Es ahí donde finalmente se justifica -paradójicamente- el orgullo alegre del filósofo: la fama que se desteje por la noche, debe tejerse por la mañana. Porque Nietzsche sabe que no ha sido comprendido, y que quien quiera comprenderlo deber ini­ ciar, siempre una vez más, el lento aprendizaje de la lectura. De hecho somos conscientes de la dificultad de leer e interpretar a Nietzsche el día de hoy, incluso sin el agregado de la falsifica­ ción de su pensamiento (como sugiriera Colli), argumento que está siendo revisado a últimas fechas.

2. La filología

El segundo prólogo a su libro Aurora, firmado en la Alta En­ gadina en 1886, insiste en esta modalidad de lectura, más pro­ pia de un filólogo que de un filósofo. Con el tiempo invertirá su fórmula declarando que hace falta un filósofo para evitar la tiranía del lenguaje sobre el pensamiento. Oigamos al mismo Nietzsche:

“Pero, en fin de cuentas, ¿por qué habremos de decir tan alto y con tal ardimiento lo que somos, lo que queremos y lo que no queremos? Miremos el asunto más friamente, más cuerdamen­ te,.. .” Y agrega: “Ante todo, digámoslo lentamente…Tal libro y tal problema no tienen prisa; y, además, nosotros somos ami­ gos del “lento” yo, así como mi libro. No en vano he sido filólogo, y aún lo soy. Filólogo quiere decir maestro en la lengua lenta, y que acaba por escribir lentamente. Pero no sé que sea esto s610 un hábito en mí, es que es un gusto mío, ¿un gusto maligno quizás? No escribir acerca de otra cosa que de aquello que podría desesperar a los hombres que “se apresuran”. Pues la filología es ese arte venerable que ante todo exige una cosa de sus admiradores: mantenerse aparte, tomarse tiempo, hacer­ se silencioso, hacerse lento; un arte de orfebrería y una pericia de orfebrería en el conocimiento de la “palabra”, un arte que exige un trabajo sutil y delicado y que no realiza nada si no tra­ baja con lentitud. Pero precisamente a causa de ello es hoy más necesario que nunca, justamente por la circunstancia de que encanta y seduce más, en medio de una edad de “trabajo”, es decir, de precipitaci6n, de apresuramiento indecente que se enardece y que quiere acabar pronto todo lo que emprende, in­ cluso el libro. Este arte a que me refiero…enseña a leer bien, es decir a leer despacio, con profundidad, con reparos y precau­ ciones, con dedos y ojos delicados… Amigos pacientes, este li­bro no pide más que lectores y filólogos perfectos; “aprended” a leerme bien”. (Aurora: 16)

¿Quién entre nosotros le ha tomado la palabra? ¿Quién se ha atrevido a aceptar el convite de sus palabras y ha entrado a la “fiesta del pensamiento”? Nos hemos quedado aguardando a la puerta temerosos, quizás, de que la fiesta de la lengua fuera, en el fondo, la celebración del orgullo desmedido. Es conve­ niente recordar que detrás de la vanidad del filósofo hay un le­ gado que es preciso recuperar, actualizar.

3. Su legado

Los maestros deben ser despiadados porque el mundo es despiadado, vivir y morir son despiadados…

Yalom

Nietzsche no parece haber tenido dudas respecto al papel que su obra debía jugar en la historia de Europa. Así lo hace saber a Helen Zimmem, quien evoca un encuentro con el filósofo en 1884: “Una vez me confió que esperaba que un día se creara una cátedra dedicada enteramente a su filosofía.” (Claudio Pozzoli, Nietzsche nei ricordi e nelle testimoniarze dei contem­ poranei, Milan Rizzoli, 1990: 333) Parecía pensarlo no tanto como un reconocimiento a su valía como pensador cuanto una nueva necesidad escolar para los tiempos que se avecinaban: una manera de educar con vistas al porvenir. Desafortunada­ mente su interés en la enseñanza yen su porvenir solo sería

tomado en cuenta por la escuela fascista, la que puso en acto una sistemática de la voluntad de poder.

Además de habemos legado la posibilidad de concebir a la filosofía como fiesta del pensamiento -elebración de la des­ trucción de la metafísica-, Nietzsche nos ha prometido recu­ perar el vínculo entre vida y obra, entre la acción y el decir. No se trata sin embargo de una promesa fácil de consumar: exige ser “hombres venidos del extranjero” (solitarios) en la propia lengua, en la propia institución, en la historia. Vivimos “tiem­ pos de oscuridad” (Arendt), tras la muerte de dios, la promesa ha dejado de ser esperanza de renacimiento, se ha vuelto una promesa sin medida común, sin garantía. Sin una promesa que pueda ser medida por su realización, sino por lo que ella misma pone en acción hoy, cuando se la enuncia con claridad, necesi­ tamos ser cuidadosos. Quizás, como Heidegger pensaba, la promesa nietzscheana es el eterno retorno: el asumir el pasado sin reserva ni remordimiento y el porvenir sin utopía sentimen­ tal. En este sentido, no salvaremos a Nietzsche desconociendo lo que en su nombre fue pronunciado o lo que en su nombre fue puesto en acción, pero tampoco lo podemos exonerar de la responsabilidad filosófica e histórica moralizando su voluntad de poder o su nihilismo. Quizás sólo la genealogía de su obra pueda comprometerse con una responsabilidad más allá de lo jurídico, de lo directamente imputable. Debemos interrogar al pensamiento nietzscheano más que a la culpa. Así, la promesa de la escritura nietzscheana enunciada en la expresión “somos hombres que nacemos póstumos” ser una incitación al pensa­ miento antes que una renuncia.

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