Ana María Martínez de la Escalera
El siglo xx vivió una explosión del pensamiento sobre el lenguaje que dejaría huellas en la docencia en humanidades y, en particular, sobre la enseñanza de la filosofía en la Universidad. En la unam, en específico, se sucedieron rápidamente hermenéuticas, teorías de la interpretación, genealogía, arqueología, deconstrucción, teoría crítica e historia de conceptos, por citar sólo unas pocas contribuciones a una reflexión que no se limitaba a incluirse en una tradición hegemónica, sino que abría nuevos caminos a la discusión; contribuciones que insistían en no separar la estructura semántica de la lengua de la pragmática de sus usos por el discurso hablado o escrito, y volvían sobre la importancia de interrogar lo que el discurso lleva a cabo, más allá de la oposición metafísica, o de sentido común, entre forma y contenido. A la par de todas ellas se iría consolidando institucionalmente una filosofía del lenguaje de corte analítico, como testimonia el plan de estudios de la licenciatura en filosofía y los programas correspondientes al área de filosofía del lenguaje en la Facultad de Filosofía y Letras, así como en el posgrado.
Esta filosofía se definió a sí misma excluyendo de sí aquello que consideraba no pertinente. Esta atribución, es decir, decidir lo que es y lo que no es filosofía del lenguaje, junto con su éxito universitario, marginó otros acercamientos o tratamientos del lenguaje en la filosofía del último siglo. El “éxito” institucionalizado o de institucionalización debe ser explicado: es un éxito político, no epistemológico, o si se prefiere, es producto de una política de la filosofía que, definiendo campos de problemas o bien tópicas, reduce la discrepancia a inutilidad. Por tanto, debe hacerse una crítica que muestre cómo, es decir, mediante qué operaciones prácticas llegó a adquirir tal fuerza y desbancó de la academia, de nuestra academia sobre todo, otras modalidades de interrogación y pensamiento sobre el lenguaje a las que equiparó con la ausencia de rigor o seriedad, expresada por ejemplo en el ensayo e incluso en la literatura filosófica. Afortunadamente, Nietzsche parece haberse adelantado a estos lamentables tiempos y en su libro La gaya ciencia desenmascaró la pretendida seriedad y rigor, mostrándolas como ejercicio autoritario y contrario a “las virtudes del verdadero acto de la lectura”. Virtudes que Michel Foucault, un siglo después, en su ensayo ¿Qué es la crítica? asociaba a la práctica de la crítica y su fuerza desujetante y propositiva. Fijémonos que se trata, en el primer caso, de un libro de aforismos; en el segundo, de un radiante ensayo que la academia filosófica de tradición analítica considera, por el contrario, excluido de la filosofía. Recuérdese que Adorno en “El ensayo como forma” y en “La actualidad de la filosofía”, aseguraba que, en tiempos aciagos como los suyos, el ensayo es precisamente la forma de conjuntar investigación y exposición del discurrir filosófico que urge hacer público y compartido entre los lectores, considerados como debatientes amistosos.