Contra la Historia del pensamiento filosófico en México

José Francisco Barrón Tovar

Sin problema podría afirmarse el día de hoy que en México se encuentran públicamente bien afianzados los discursos institucionalizados de legitimación o justificación de la función social de la filosofía. Discursos que conciben de determinada manera el ejercicio de lo filosófico. Igualmente firmes se encuentran los discursos de la función pedagógica de la filosofía y de su lugar en la escuela. Ambos tipos de discursos —los de la función social y los de la función pedagógica— las más de las veces se confunden. Tan consolidados que nos resultan obvios esos discursos. Con esa obviedad que aceptamos de lo cargado de historia. Lo cierto es que esa obviedad es problemática. Lo cierto es que se trata solamente de un relato de lo que ha pasado. Pero, ¿cómo aceptar un relato como evidencia? ¿Cómo tomar una evidencia como hecho histórico?

La cuestión aquí es que en esos discursos se asume sin chistar un viejo proyecto —una cierta versión de la Ilustración europea—, se asume que ese proyecto se ha hecho nuestra vida político-social y se busca llevarlo a cabo como si en más de un siglo no hubiera pasado nada. Como si realmente ese proyecto político-cultura alguna vez hubiera sido llevado a cabo. Todo pasa aquí como si los grandes relatos de las grandes personalidades filosófico-políticas del pasado fueran hechos determinantes. Una historia y sus supuestos hechos son usados para mostrarnos que sólo nos queda seguir esos relatos y a esas personalidades. Cuando se llega a evaluar los alcances de la eficacia de ese proyecto y esos discursos, vueltos ineludibles, sólo se les encuentra aún no realizados y uno debe prepararse para defenderlos, para realizarlos.

Pero a lo que nos da en llamar “comunidad filosófica mexicana” quizás nos valdría reevaluar ese proyecto que tiene más de un siglo y que hemos heredado, en el que nos hemos formado y por el que nos hemos nutrido. Pero en las maneras acostumbradas en que se historiza las formas de la práctica del pensamiento filosófico en nuestro país se deja fuera siempre aquello que constituye el ejercicio mismo. Casi siempre se prefiere hacer recuento de lo que grandes figuras han dicho y en qué condiciones histórico-políticas se han dicho. No se historiza sus prácticas, los hábitos, las estrategias, las alianzas político-institucionales, las técnicas con las que se ha transmitido la filosofía y que le ha permitido a la “comunidad filosófica mexicana” prosperar o mantenerse viva estos siglos, incluso profesionalizarse. Es más, difícilmente se pone en cuestión el discurso del proyecto con el que se inició la filosofía en México. Se asume y repite… Se defiende. Se desarrolla. Es más, si alguien ejercita la filosofía en México debe buscar que su práctica entre en los tópicos, las maneras gremiales, las formas de ejercer la filosofía legadas de ese proyecto.

Parte del texto aparacido en Máquina. Revista electrónica

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Participaciones en el Museo de la Mujer

En defensa de los derechos sexuales y reproductivos

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Taller sobre derechos humanos y género

Primera parte

Segunda parte

Presentación de libro

“Alteridad y exclusiones. Vocabulario para el debate social y político”

Taller “Cuerpo, Género y Tecnología”

Sesión Francisco Salinas 

Taller “Perspectivas críticas sobre ciudadanía, género, derechos humanos y desarrollo sustentable”

Sesión Francisco Barrón

Sesión Lourdes Enríquez

Sesión Ana María Martínez de la Escalera

Sesión Elena León

 

Friedrich Nietzsche: la promesa de una herencia

Ana María Martínez de la Escalera

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1. La muerte de un filósofo

El dolor verdadero de la vejez era la ausencia de examen, o sea, el horror de vivir sin ser observado.

Yalom

El veinticinco de agosto de 1900, en el mediodía de Weimar, Friedrich Nietzsche moría víctima de una dolencia que los mé­ dicos no acertarían a nombrar. Irónicamente, el cuerpo enfermo del que fuera el más agudo diagnosticador de nuestro presente, se resistía a ser diagnosticado. Entre tanto, la ciudad que alber­ gara su agonía, no daba señal de duelo: muy pocos ciudadanos se enteraron del hecho, y de ellos sólo unos cuantos tuvieron la osadía de llorar al primer filósofo del porvenir. La muerte fue con seguridad una liberación del dolor y la letargia de la mente en los que estaba sumido, y sin duda, “del horror de vivir sin ser observado”.

Ese día, mientras moría el hombre, el filósofo póstumo nacía a la historia. a la leyenda y a la memoria, las que, como es sabi­ do. son imposibles sin la muerte. De ellas, es la memoria la en­ cargada del duelo, de resu(s)citar al muerto (devolviéndolo a la vida y renovando la incitación a pensar), mediante la narración. Pero, ¿de cuál vida hablamos? ¿Acaso nos referimos a la vida del hombre o a la del filósofo? ¿Existe, pues, diferencia entre ellas? ¿Sobrevive el filósofo a su cuerpo temiendo no saber morirse de muerte natural?

El filósofo transgrede la ley natural de la mortalidad, detiene la muerte porque escribe: en la escritura sobrevive a su propio corazón y vive una vida después de la vida que, desde los anti­ guos romanos, denominamos fama (o gloria, notoriedad, re­ nombre, lustre y que, últimamente, se ha visto suplantada por esa parienta pobre que llamamos éxito público).

Se ha dicho que la fama es una dama muy difícil de compla­ cer, y que Nietzsche nunca dio la impresión de haber consegui­ do dominar el sutil arte que requiere su cortejo. Es posible que su conocido talante melancólico lo hubiera inmunizado contra las lisonjas y zalamerías de la dama en cuestión y contra esa enfennedad de la vanidad que hoy llamamos narcisismo. Vacu­ nado contra el entusiasmo pasajero que proporciona el éxito, confiesa a sus íntimos echar de menos el reconocimiento que a otros pensadores alemanes se les da por descontado. En sus últimos años de vida lúcida, esa ausencia de reconocimiento profesional, sumada a un orgullo rebelde, le harán abrazar la condición de extranjero, en nada ajena a la condición de filóso­ fo. La filosofía le ha enseñado que sólo el trabajo en la más completa soledad -soledad de la crítica- es provechoso, su propia naturaleza humana le recuerda lo contrario: no le será posible, según se disculpa en sus cartas, permanecer mucho tiempo extraño a la compañía de los otros.

Es propio de ciertos filósofos defender la extranjería, la sole­ dad y la completa alteridad del “espíritu libre” (aunque este último sólo sea –como sabemos- una ilusión) como el mejor remedio contra la estupidez del sentido común y el filisteísmo del pensamiento. Pero, no nos debemos dejar engañar por este “gran desasimiento” (HDH:37): el filósofo aspira a ser leído, aunque no necesariamente comprendido, y, sobre todo, desea

influir en la vida del pensamiento y en las acciones de los hom­ bres; anhela dejar una huella, su huella. En realidad, está con­ vencido de que ese es su destino. Por lo visto, la melancolía del filósof0 que sobreviene con la conciencia de su propia mortalidad, produce un deseo incolmable de sobrevida (deseo de obra le llama acertadamente Valverde; Nietzsche le llamará “voluntad de salud”), es decir de alegría del pensamiento, de gozosa potencia capaz de derrotar a la muerte. Por su parte, la civilización occidental no ha abandonado a su suerte a los poetas y a los filósofos; ha inventado instituciones como la glo­ ria, la fama y la notoriedad para dar la batalla final contra la

muerte: ellas constituyen a su manera, modalidades de la me­ moria y el olvido.

La fama

La recompensa final otorgada a los muertos es no tener que volver a vivir ya más.

Yalom

Caprichosa como toda mujer a la que parodia, la gloria es, no obstante, una institución viril. Aliada del poder y la barbarie, la fama se ha relacionado más con sus detentadores, que con sus víctimas. El lustre del nombre o notoriedad precisa naturalezas fuertes, arrolladoras, poco propensas a la compasión y la pie­ dad. La tradición occidental cristiana reconoce pocas heroínas, poetas o filósofas, aunque preserva el recuerdo de un número elevado de santas y mártires. Pero la santidad es algo muy dis­ tinto de la gloria, la fama y el lustre. Mientras la primera condi­ ción acepta rendidamente la muerte propia en nombre del otro, las tres siguientes hacen como si la muerte y el otro -como si la muerte del otro– no existieran. Desde luego, para la gloria no es el hombre el que pervive, sino el nombre propio y por ende ha decidido sólo ser reconocida mediante la voz “renombre”. En nuestra cultura la fama, la vida después de la vida del filósofo, no alcanza a distinguirse del nombre propio. Platón y el platonismo o Aristóteles y el aristotelismo son nombres que damos indistintamente a un individuo, su obra, su herencia y su influencia sobre generaciones futuras. El exceso de significa­ ción, de historia que el nombre indica, es lo que denominamos renombre. A estos efectos, el renombre actúa como una tenden­ cia a la repetición, a la transmisión y conservación de lo dicho; especie de fuerza de gravedad o fuerza centrípeta que mantiene unidos y centrados los conceptos y categorías que constituyen el campo semántico de una filosofía, que mantiene el equilibrio entre el estilo autoral (las maneras del decir) y la dimensión realizativa del discurso singular (las maneras del hacer). La fama es la encargada de inmovilizar la semántica y la pragmá­ tica de cada autor en cuestión, actuando no a favor del tiempo sino a contrapelo: negándose a resignificar y contextualizar los textos, eliminando el poder de los lectores sobre la escritura y la ocasión, oportunidad y posición que marcan toda lectura.

La gloria es una hija malagradecida de la institución retórica que, tras haberla criado con largueza, se ha dado cuenta que ha llegado el momento de meterla en cintura. Ningún producto del ingenio humano puede librarse del uso, del paso del tiempo y del olvido, del azar de las circunstancias. La fama ha querido negar la historia, el cambio; no ha podido sin embargo imponer relaciones estables, más allá del uso y el abuso, entre los lecto­ res y las obras. Corno renombre, la fama es una forma de ac­ción del tiempo sobre el nombre propio, que lo duplica, lo con­ vierte en su propia imagen o emblema paródico. Pero, con el fin de conservar y transmitir esa misma imagen, debe olvidar convenientemente lo que considera innecesario, lo irrepetible y original que habita la obra.

Es ahí donde finalmente se justifica -paradójicamente- el orgullo alegre del filósofo: la fama que se desteje por la noche, debe tejerse por la mañana. Porque Nietzsche sabe que no ha sido comprendido, y que quien quiera comprenderlo deber ini­ ciar, siempre una vez más, el lento aprendizaje de la lectura. De hecho somos conscientes de la dificultad de leer e interpretar a Nietzsche el día de hoy, incluso sin el agregado de la falsifica­ ción de su pensamiento (como sugiriera Colli), argumento que está siendo revisado a últimas fechas.

2. La filología

El segundo prólogo a su libro Aurora, firmado en la Alta En­ gadina en 1886, insiste en esta modalidad de lectura, más pro­ pia de un filólogo que de un filósofo. Con el tiempo invertirá su fórmula declarando que hace falta un filósofo para evitar la tiranía del lenguaje sobre el pensamiento. Oigamos al mismo Nietzsche:

“Pero, en fin de cuentas, ¿por qué habremos de decir tan alto y con tal ardimiento lo que somos, lo que queremos y lo que no queremos? Miremos el asunto más friamente, más cuerdamen­ te,.. .” Y agrega: “Ante todo, digámoslo lentamente…Tal libro y tal problema no tienen prisa; y, además, nosotros somos ami­ gos del “lento” yo, así como mi libro. No en vano he sido filólogo, y aún lo soy. Filólogo quiere decir maestro en la lengua lenta, y que acaba por escribir lentamente. Pero no sé que sea esto s610 un hábito en mí, es que es un gusto mío, ¿un gusto maligno quizás? No escribir acerca de otra cosa que de aquello que podría desesperar a los hombres que “se apresuran”. Pues la filología es ese arte venerable que ante todo exige una cosa de sus admiradores: mantenerse aparte, tomarse tiempo, hacer­ se silencioso, hacerse lento; un arte de orfebrería y una pericia de orfebrería en el conocimiento de la “palabra”, un arte que exige un trabajo sutil y delicado y que no realiza nada si no tra­ baja con lentitud. Pero precisamente a causa de ello es hoy más necesario que nunca, justamente por la circunstancia de que encanta y seduce más, en medio de una edad de “trabajo”, es decir, de precipitaci6n, de apresuramiento indecente que se enardece y que quiere acabar pronto todo lo que emprende, in­ cluso el libro. Este arte a que me refiero…enseña a leer bien, es decir a leer despacio, con profundidad, con reparos y precau­ ciones, con dedos y ojos delicados… Amigos pacientes, este li­bro no pide más que lectores y filólogos perfectos; “aprended” a leerme bien”. (Aurora: 16)

¿Quién entre nosotros le ha tomado la palabra? ¿Quién se ha atrevido a aceptar el convite de sus palabras y ha entrado a la “fiesta del pensamiento”? Nos hemos quedado aguardando a la puerta temerosos, quizás, de que la fiesta de la lengua fuera, en el fondo, la celebración del orgullo desmedido. Es conve­ niente recordar que detrás de la vanidad del filósofo hay un le­ gado que es preciso recuperar, actualizar.

3. Su legado

Los maestros deben ser despiadados porque el mundo es despiadado, vivir y morir son despiadados…

Yalom

Nietzsche no parece haber tenido dudas respecto al papel que su obra debía jugar en la historia de Europa. Así lo hace saber a Helen Zimmem, quien evoca un encuentro con el filósofo en 1884: “Una vez me confió que esperaba que un día se creara una cátedra dedicada enteramente a su filosofía.” (Claudio Pozzoli, Nietzsche nei ricordi e nelle testimoniarze dei contem­ poranei, Milan Rizzoli, 1990: 333) Parecía pensarlo no tanto como un reconocimiento a su valía como pensador cuanto una nueva necesidad escolar para los tiempos que se avecinaban: una manera de educar con vistas al porvenir. Desafortunada­ mente su interés en la enseñanza yen su porvenir solo sería

tomado en cuenta por la escuela fascista, la que puso en acto una sistemática de la voluntad de poder.

Además de habemos legado la posibilidad de concebir a la filosofía como fiesta del pensamiento -elebración de la des­ trucción de la metafísica-, Nietzsche nos ha prometido recu­ perar el vínculo entre vida y obra, entre la acción y el decir. No se trata sin embargo de una promesa fácil de consumar: exige ser “hombres venidos del extranjero” (solitarios) en la propia lengua, en la propia institución, en la historia. Vivimos “tiem­ pos de oscuridad” (Arendt), tras la muerte de dios, la promesa ha dejado de ser esperanza de renacimiento, se ha vuelto una promesa sin medida común, sin garantía. Sin una promesa que pueda ser medida por su realización, sino por lo que ella misma pone en acción hoy, cuando se la enuncia con claridad, necesi­ tamos ser cuidadosos. Quizás, como Heidegger pensaba, la promesa nietzscheana es el eterno retorno: el asumir el pasado sin reserva ni remordimiento y el porvenir sin utopía sentimen­ tal. En este sentido, no salvaremos a Nietzsche desconociendo lo que en su nombre fue pronunciado o lo que en su nombre fue puesto en acción, pero tampoco lo podemos exonerar de la responsabilidad filosófica e histórica moralizando su voluntad de poder o su nihilismo. Quizás sólo la genealogía de su obra pueda comprometerse con una responsabilidad más allá de lo jurídico, de lo directamente imputable. Debemos interrogar al pensamiento nietzscheano más que a la culpa. Así, la promesa de la escritura nietzscheana enunciada en la expresión “somos hombres que nacemos póstumos” ser una incitación al pensa­ miento antes que una renuncia.

Crítica feminista, academia y movimientos

Ana María Martínez de la Escalera

La academia en humanidades tiene un deber de memoria y de justicia, contraído con las mujeres organizadas frente a las violencias de género (acoso, violencia obstétrica, prohibición del aborto, feminicidio y los fenómenos menos cruentos como la inequidad salarial). Consiste en un deber que no puede ignorar, puesto que le es demandado desde esa modalidad de organización por los derechos. Tiempo atrás, Jacques Derrida argumentó a favor de la actividad “sin condición” de las humanidades como si se tratase de una urgencia social y política, propia de los tiempos que corrían. Esos tiempos son los nuestros, también. Agregaríamos ¡lamentablemente!

El motivo de la declarada urgencia es la violencia montada en contra del libre ejercicio de la toma de la palabra de las mujeres, de su decisión organizada de tomar la calle para visibilizar violencias que los años, y los siglos en muchos casos, han vuelto normales, y de movilizarse para tomar precauciones ante el embate del aparato de sumisión de los cuerpos. Frente a estas nuevas violencias surgidas como respuesta al levantamiento, individual y colectivo, de las mujeres, a su fuerza para organizar resistencias evidentes y también sutiles, las humanidades no pueden esgrimir “coartadas”, deben analizar las violencias perpetradas y deben hacerlo estudiando su montaje. Diríamos, su aparato. Aparato que no distingue entre lo privado y lo público. Aparato que actúa como efecto de prácticas diversas, heterogéneas, repetidas a través del cuerpo social, reproduciendo jerarquías, autoritarismo y dominación. Como es sabido, una de las prácticas heterogéneas es la configuración del género como suelo de la división del trabajo o reparto de dos mundos de la vida: producción para los hombres, reproducción y cuidados para las mujeres.

Por su parte, la academia y sus diversos feminismos deben aprender que el deber de justicia no se detiene en el estudio y la investigación, ni siquiera en el intercambio de sus resultados. El camino de las humanidades críticas se despliega más allá de las universidades, sus congresos nacionales e internacionales, sus libros. El camino se traza sobre los lugares de las mujeres, los espacios donde ellas conversan y planean la toma de la palabra en su propio nombre. Estos lugares, estos espacios de conversación son, como alguna vez lo declaró Foucault, heterotopías de sublevación, y también agregamos hoy, de goce compartido en el simple quehacer de tomar la palabra en su propia lengua -como sucede con las mujeres en el feminismo comunitario indígena- para contar sus propias narrativas. Narrativas que relatan quehaceres solidarios, donde nacen con fuerza de invención, y se reinventan otras experiencias de lo humano. Por ello es tan importante que el feminismo académico esté al tanto de dos precauciones:

  • Aprender el nuevo vocabulario de las mujeres en lucha, para hablar su idioma.
  • Relacionarse críticamente con el feminismo hegemónico, que si bien posee una trayectoria de éxitos no menospreciables, oculta la voz de los colectivos y reinstaura un feminismo individualista.

En la procuración de estas dos precauciones, la tecnología crítica es indispensable. Con ello me refiero a procedimientos de lectura que nos obligan a analizar, a estudiar cuidadosamente argumentos, y efectos materiales de esos argumentos sobre las relaciones sociales y los cuerpos de las mujeres. No es válido para la crítica repetir lemas y figuras de pensamiento sin haber indagado su historia, su capacidad de transmisión, su fuerza persuasiva. El trabajo de la crítica es siempre, ante lo dicho o escrito y hecho, hacer buenas preguntas. ¿Por qué el feminismo académico tiene como fin el nombre propio de unas pocas académicas, su fama, su liderazgo, en lugar de la dignidad colectiva de las feministas en acción? ¿Por qué repetimos las palabras de nuevas heroínas culturales en lugar de reinventar nuevas modalidades de cultura anónima, y por tanto de todas? La crítica debe proceder con la teoría como si ella fuese un instrumental a la mano, fácilmente desechable cuando no lo necesitemos e igualmente pasible de transformaciones de última hora, para adecuarla a las últimas urgencias. Es preciso que la teoría de la que hace uso la crítica sirva, pero como escribió Deleuze en una ocasión, “no para uno mismo”. Tampoco busca la crítica mostrar la universalidad de los conceptos que emplea, por ejemplo, mujerperspectiva de género, feminicidio. Busca, por el contrario, hacer un uso estratégico de ellos. Lo que implica adecuarlos a la situación o caso del que se trate, modificando si fuera preciso su alcance, extensión semántica, su tono o gesto (como el de la palabra feminismo que causa malestar en algunos oídos), y su referencia, poniendo en práctica su poder de visibilización de las relaciones de dominación, como es el caso con las tres anteriores palabras. Los trabajos de cuestionamiento, oficiados por una lectora del mundo de las palabras y las cosas, son parte irrenunciable de los procedimientos críticos. Quien critica apunta a los efectos del discurso sobre la sensibilidad de los cuerpos individuales y colectivos, comunitarios. Sobre esos cuerpos deja huella. Esto es: después de la crítica será difícil volver atrás, a la servidumbre voluntaria de mentes y cuerpos. La crítica es un trabajo. Se podría decir que la crítica conducida por las mujeres es un trabajo de duelo pues incide sobre la memoria y a la vez se presenta como trabajo de la justicia cuyo campo son las tensiones entre la historia oficial, que olvida a las víctimas, y la tradición de las oprimidas (Benjamin). La justicia trabaja ahí, reorganizando los cuerpos de los dolientes mediante un aprendizaje de la socialización del dolor. Las Madres de Plaza de Mayo son un ejemplo contundente del paso del dolor privado a la organización pública de la demanda. En las Rondas ellas aprendieron a compartir el pathos por el asesinato de hijas e hijos y nietos que transmutó en organización, en acciones micropolíticas, imperceptibles para el poder del estado dictatorial. Las Rondasfueron estrategia para la demanda y táctica de defensa, y aún más, fueron modalidades de desindividuación del duelo y configuración de un cuerpo doliente que se enseñó a tomar la palabra y la calle, más allá del peligro. ¡Qué lejos están estas heroínas culturales, con su pañuelito blanco atado a la cabeza, de las intelectuales eurocéntricas! Pero la crítica no deja ninguna de ellas fuera; más bien conserva sus diferencias para ponerlas sobre la mesa imaginaria del debate feminista, y ahí, luchar por el sentido, por la palabra justa y la acción memoriosa. En efecto, se trata de recordar a las víctimas de la violencia de género como víctimas de todas nosotras, sin excepción. Son nuestras mediante el trabajo de duelo que procura organizarse más allá de fronteras nacionales, como el 8M intentó mostrar. La crítica no se detiene en el cuestionamiento: busca y encuentra el instante paradójico en el cual todo se revoluciona: el sentido, el acontecimiento y su situación, sus efectos sobre la historia y sobre la justicia. La crítica es un trabajo alegre. Y, sobre todo, es un quehacer de proposición de conceptos-otros u otros conceptos no oficiales, proposición de argumentos para luchar en el aparato jurídico con la mirada puesta más allá de él, en las promesas de un mundo otro donde no se repita lo peor, para las mujeres. Y finalmente, proposición de un cuerpo-otro, hecho de nuevas relaciones de solidaridad y cuidados. El deber de proposición aúna a la academia con los movimientos de las mujeres. No puede hacerse sin conversación, sin debate, sin la puesta a prueba de las nuevas palabras aprendidas en el correr de las luchas. Sin estas palabras configuradas como vocabularios, es decir como campos de lucha por el sentido y la significación, las nuevas semióticas feministas a través de las cuales nos pensamos cada una de nosotras, y pensamos nuestras relaciones con el mundo, con las relaciones de poder y dominación, no sería factible el feminismo. El feminismo entendido como una serie de efectos diversos y materiales de visibilización de las violencias contra los cuerpos de las mujeres. De lo anterior se deriva la importancia que tiene la proposición de vocabularios, para la conversación entre los movimientos y la academia feminista. Vocabularios en nuestras lenguas y en nuestras semióticas. Para un vocabulario no existe la jerarquización de conceptos. Las funciones de los conceptos, su carácter abstracto o concreto, dependen de las estrategias obtenidas de sus usos situados: funciones, estrategias y sentidos son siempre efectos, nunca puntos de partida absolutos. Las nociones son siempre conducidas a otros propósitos y recontextualizadas, y la conversación garantiza su transmisión y persuasión, su fuerza retórica. Las mujeres que conversan van decidiendo qué palabras adoptar y para qué descripciones o argumentos, en función de muy determinadas luchas por el cuerpo y por el sentido. El vocabulario está abierto al tiempo y a los avatares del debate. Cada vocabulario es un espacio, es decir, una modalidad de relación entre palabras, cosas, hablantes y vivientes. Esto anterior es importante: las mujeres han aprendido a hablar por las víctimas que ya no tiene voz, y entre estas víctimas están los cuerpos de los vivientes que, como el cuerpo de las mujeres, han sido reducidos por la violencia de género a propiedades. En las comunidades, las feministas comunitarias buscan otras relaciones con los vivientes, animales y vegetales, montes y ríos. Y en esos casos, en esas búsquedas, el papel del rito, de la ceremonia que rehúye el espectáculo y reclama el goce del gesto, se perfila por encima de un laicismo que aparece como promesa únicamente para el poder de estado y los poderes de los conocimientos de los expertos. La crítica, auxiliada por la proposición de vocabularios no pretende volverse una política identitaria o de identidades, ni sostener nacionalismos a ultranza, reconducidos hacia reforzamientos conservadores. Esto es así porque la crítica insiste en presentarse y practicarse como agenciamiento sin sujeto. Lo cual significa que, si bien es puesta en marcha por la toma de la palabra individual, no es la figura de un individuo racional, dueño de sus derechos la que capitalizaría la producción del sentido, sino el ámbito del debate colectivo. De hecho, la crítica tiene que mostrar como la agencia, el hacer en general no posee un sujeto previo, anterior a la realización de cualquier actividad. El sujeto más bien es un efecto de sentido, de apropiación y monopolización de la significación. Es un efecto histórico y por ende transformable. Por su parte, la toma de la palabra por parte de las mujeres tiene en la acción misma de toma, su propia dignidad realizada. Entonces, la producción del sentido otro por parte de los debates colectivos de las mujeres, no es una resignificación voluntaria, instrumentalizada por la figura de una intelectual. Si hay resignificación, ésta se explica como el efecto de una discusión permanente por los alcances del concepto en cuestión, debate que se acompaña de empleos nuevos y sorprendentes por parte de las hablantes mujeres, entendidas como un colectivo. Y esto no debemos olvidarlo las académicas, puesto que la institucionalización y monopolización de los conocimientos parecen obligarlas a personalizar el éxito de los nuevos vocablos y su implementación teórica. El éxito es siempre anónimo; me refiero sin duda al éxito o rendimiento crítico de un concepto y de un vocabulario. El deber de memoria y de justicia, mencionados al inicio de este pequeño ensayo, no adquieren sentido sin antes ponerlo en relación con dos figuras de la crítica: la figura del otro(a) y la figura de la responsabilidad. Esta última es siempre del orden de la respuesta; la demanda o la pregunta, por su parte, le pertenece al otro. Me refiero a ese otro u otra base de la sociabilidad de los seres humanos. Se diría que, al nacer, el otro u otra ya está ahí. El otro preexiste. La palabra del otro, su lengua, su experiencia del mundo, nos antecede cronológicamente pero también éticamente. Para el caso de la crítica feminista, el otro o la otra es tanto un ser humano como un ser viviente, pero es también los entrelazados patrones que dibujan sus relaciones. Se trata así de una ética histórica. Esta anterioridad requiere de una historia. Así, la violencia contra cualquier mujer no se puede describir, nombrar, declarar o comprender más que a través de esa historia que la inscribe en un patrón de comportamiento de explotación y exclusión. La crítica será histórica o no será. El deber de justicia y memoria, retrabajado por los colectivos de mujeres cada día, es responsabilidad también de la academia. En su caso, se trataría de poner en marcha un trabajo de duelo que acerque la academia feminista al feminismo colectivo de los movimientos sociales. No sería extraño que el duelo tomara la forma de una re-colectivización de las prácticas académicas que ocuparan el lugar de las prácticas individualizantes, a las que la meritocracia universitaria nos tiene obligadas. Después, el duelo implicará la transformación en proceso del espacio íntimo de los afectos, espacio imaginario, por la politización de esas afecciones. Un ejemplo muy relevante el día de hoy en la Universidad Nacional Autónoma de México está en el lema: “Lesvy nos duele a todas”. Para finalizar quiero puntualizar que el deber de justicia y de memoria constituye la tarea democrática propia de las mujeres. Sea como fuere que las mujeres, juntas, decidan encarar el trabajo de la democracia en sus situaciones específicas, esta labor no podrá llevarse a cabo sin la toma de la palabra. Recordemos a una activista por los derechos de las mujeres, Rebecca Solnit, quien dijo:

Las mujeres pelean guerras en dos frentes, uno para cualquiera que sea el tema y otro simplemente por el derecho de hablar, de tener ideas, de ser reconocidas en la posesión de información y verdades, de tener valor, de ser humanas. Las cosas han mejorado, pero esta guerra no terminará en mi vida. Todavía estoy luchándola, para mí sin duda, pero también para aquellas mujeres más jóvenes que tienen algo que decir, con la esperanza de que logren decirlo.

Suscribo su esperanza.

*Tomado de acá.

Consideraciones sobre justicia, violencia de género y política feminista

Ana María Martínez de la Escalera

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Introducción

Comienzo estas consideraciones introduciendo un imperativo del pensamiento crítico social contemporáneo, en su búsqueda del necesario diálogo entre los saberes de la academia, las políticas públicas y el discurso crítico promovido por los diferentes activismos de género. El imperativo dice que habrá que tener presente y examinar los vocabularios a través de los cuales el diálogo será llevado a cabo; y que es conveniente, a este respecto, dedicarle el mismo tiempo al análisis de lo discutido como a las maneras en las que se enuncian ─se nombran, se describen y se ofrecen al diálogo─ las cuestiones a debate. No ha llegado el momento de hacer caso omiso de la dimensión del lenguaje y de las fuerzas que en él se desatan cuando se conversa2 y se dialoga. Pero primero puntualicemos que el discurso crítico mencionado más arriba, discurso por cierto con fuerte significación histórica, no ha producido todavía ni su historiografía ni su propia historiadora. Por su parte, el significado histórico argüido no es sino el resultado de una indudable efectividad y eficacia3 para realizar cambios en las experiencias solidarias de lo social humano. Sobre la fuerza de solidaridad de los movimientos de mujeres diremos algo más adelante. Mientras tanto y en lo que respecta al deseado y ciertamente deseable diálogo manifestado en el párrafo que da inicio a este ensayo, diremos que él nos habla de alcances que aspiran a ir más allá del mero

cumplimiento responsable de las demandas que la sociedad organizada dirige al estado nacional, o a sus aparatos, sobre las cuestiones de género. Entre estas demandas están la equidad de género, la despenalización del aborto y demandas puntuales de justicia social4. En este ensayo se insiste en que el género es una serie concertada pero a la vez heterogénea de operaciones que distinguen, asimétricamente y jerárquicamente los actos de los cuerpos humanos. Estas operaciones son históricas y sociales y los individuos resultantes están sujetos a ellas, es decir subyugados, convencidos, persuadidos e ideologizados en tanto efectos de esas operaciones y no puntos naturales de partida como parece sugerir la cita anterior. La salida de la dominación mediante el género sólo se ejerce en los procesos de de-sujetación (que no se reducen a las acciones de demanda de políticas públicas).

Cabe pensar que el referido diálogo no actúa de manera exclusivamente instrumental para producir acuerdos entre las partes sino que también inaugura un espacio público donde nuevas experiencias sociales, en las modalidades del decir y en el hacer, se intercambian y se proponen a debate. No sin pugnas y ejercicio de fuerzas que, por lo tanto, deben indudablemente entrar en las consideraciones del debate. Por su parte, el imperativo arriba mencionado nos urge a examinar con cuidado el vocabulario para sostener ese diálogo público, preguntándonos no sólo por su origen semántico sino por los usos diversos que al sucederse han generado sentidos y valores imprevistos, muestra de la fuerza de auto-institución y de la fuerza de efectuación o performativa de las acciones discursivas humanas.

Micro y macro-políticas

Tomando en cuenta la anterior consideración general, primero identificaremos el vocabulario del debate que circula de manera micropolítica ─modo o modalidad que confiere al discurso, a la argumentación y a las palabras sentido y valor puntual para referirnos a nosotras, al mundo y producir cosas y estados de cosas (por ejemplo afectos, amigas y enemigas)─. Acción pública del discurso en el ámbito del activismo de género que escapa al poder seductor del aparato de estado y sus usos reglamentados de la enunciación7. Contrástese luego el anterior modo micro-político con las formas discursivas que ordenan la instancia macropolítica8, cuyo objeto de análisis está limitado a las prácticas jurídico-políticas9. Campo de estudio y objeto analítico, estas últimas, de la filosofía política, del derecho y de las ciencias sociales. La distinción entre los usos micro y macro-políticos del análisis revela su importancia cuando observamos que el último ámbito se refiere al lugar de un ejercicio de política (soberana y representativa) fundada, en apariencia, en la identidad del individuo y de la nación. Digo en apariencia porque la identidad ciudadana y la identidad del estado (de lengua y de territorio), base de la soberanía de la forma nacional del estado moderno, no es un origen que se remontase a un tiempo específico ─la Independencia, por ejemplo─, sino una identidad producida una y otra vez por el discurso, o más bien por su modalidad argumental, la cual al afirmar que sólo describe algo que está ahí frente al lenguaje, en realidad postula lo descrito como si fuese una realidad precedente. Se produce así el referente al mismo tiempo que la descripción. La acción de afirmar mediante el discurso, como bien sabían los retóricos y los humanistas de la antigüedad, crea la referencia afirmada, gracias a la suposición corriente (metonímica) de que la lengua describe sin mediación alguna el mundo que nombra. Y que este nombrar el mundo y que esta descripción son su finalidad y su única tarea. Así sucede con la supuesta identidad de territorio y de lengua, fundamento de la macro-política, y así sucede también para el género y sus características (bipolar, asimétrico, heterosexual y jerárquico). La legitimidad de la identidad de palabras y cosas está sostenida por la reducción acrítica de la función del lenguaje a una: la de señalar o indicar el mundo de las cosas y de los estados de cosas a su alrededor. Esta función es histórica y depende de muchas otras consideraciones críticas. De ahí la importancia que tiene para nosotras la puesta en cuestión de la identidad y los valores que se le asocian. Es entonces cuando la alteridad se torna un instrumento argumental decisivo: la alteridad es la condición de toda identidad que impide la clausura de esta última sobre sí misma. En pocas palabras, no hay identidades cerradas, o sea sólo iguales a sí mismas, sino procesos identitarios complejos que son intervenidos aleatoriamente por fuerzas histórico-políticas diversas, incluyendo por supuesto, las resistencias contra la división de género. En consecuencia el ejercicio de política que domina este ámbito macro procede mediante formas de exclusión/inclusión, en lo visible y lo decible, es decir que se lleva a cabo mediante una constante actividad de conteo de las partes. Como aclararía Jacques Rancière: para el orden macro-político se trata de ser contado(a) en el orden de lo sensible y, de ser posible, entre aquellos que cuentan y llevan a cabo la contabilidad, ser quién decide las reglas de la visibilidad entre los visibles. En este ámbito práctico-instrumental identitario, que incluye ejercicios y saberes de conteo, la igualdad política se decide desde la relación tensional entre prácticas de inclusión y de exclusión, discursivas y no discursivas ejercidas mediante las acciones de un sujeto soberano, llámese estado o aparato de estado y sus instituciones. Este aparato ─dicho por sí mismo─ es el que tiene a su cargo administrar la diversidad (relación inclusión/exclusión). Pero, fuera de este conteo (nunca directo sino estadístico), tienen lugar las experiencias de la diferencia o ámbito del análisis micropolítico. Se trata de ejercicios que escapan a la dimensión jurídico-política del poder, no sin proceder al uso de la(s) fuerza(s) histórico-sociales. Estas tienen que ver más con la invención y la experiencia que con los dispositivos biopolíticos (individualizantes y totalizantes) monopolizados por las estructuras del estado. Cabrá recordar que estos dispositivos actúan, doble y tensionalmente, sobre el cuerpo individual, al cual disciplinan, y sobre el cuerpo colectivo o población organizada por sus partes, mediante prácticas de control. La biopolítica ha producido a su manera la división de género en el estado moderno, a nivel de los cuerpos individuales y a nivel de la población entendida como ciudadanía. Debe decirse que pese ─o gracias─ a las tensiones entre estos dispositivos, la modernidad ha conseguido posicionarse como aquello que ha llegado para quedarse, tan inevitable como el capitalismo (o esto arguyen ambos, modernidad y capitalismo, sobre sí mismos).

Ahora bien, respecto a lo micro-político se dirá que se refiere a un ámbito procesual, en vías de hacerse, marcado fuertemente por la contingencia y los cambios aleatorios a nivel de las experiencias colectivas y por lo tanto no reducible a lo instrumental y a lo identitario. Ámbito de prácticas sociales –discursivas y no discursivas, colectivas e individuales que, al atravesar las reglas y normas del orden macro-político, dan lugar a problemas. Problemas que a su vez exigen maneras de estabilización y aplacamiento de las contradicciones y los enfrentamientos. La búsqueda de formas de estabilización de las luchas de la gente y de sus argumentos, es lo que llamamos experiencia social. Habría otra forma de la experiencia, la crítica, cuya tarea es el debate a fondo y sin reservas de los cuestionamientos; junto a la modalidad social de la experiencia conforman el objeto del análisis de la dimensión histórico-política, contrariamente a la idea tan extendida de que la experiencia es el puro origen sensible del saber de la gente. La experiencia es, ante todo, una instancia de resultados. A propósito de la experiencia crítica habrá que decir que ella trabaja poniendo en cuestión, en primera instancia, la relación entre política e identidad, donde la segunda es fundamento de la primera ya sea como condición del sujeto de lo político o como

condición natural de la práctica del estado, en su exigencia práctica de unidad territorial y de lengua (pese a que la globalización del capital siempre ha contravenido ese orden entrópico). Ante lo anterior, el activismo de género ha decidido ubicarse en la dimensión macro-política, situación que lo ha inscrito en una demanda sin fin por leyes y políticas públicas a favor de la equidad de los géneros y en una demanda permanente por minimizar las amenazas de la violencia letal contra el género femenino que ha resultado vulnerabilizado15 (este es el sentido de la exigencia de despenalización del aborto, entre otros). En ambos casos la demanda lucha denodadamente contra efectos cuyas causas, complejas, son estructurales. Es esta estructura de poder y generadora de la violencia que acompaña la división asimétrica de los géneros la que debe ser cuestionada y detenida. La palabra violencia debe ser utilizada con cierto cuidado para evitar una generalización que la volvería ineficaz para el análisis. En este sentido habría que distinguir entre la violencia letal que es el ejercicio de una fuerza mortal y la violencia que instituye la división asimétrica entre lo masculino y lo femenino, jerarquizando el primero sobre lo segundo. La última forma de violencia configura la disimetría de los cuerpos en lugar de destruir, como la primera. Ambas, en el caso de las mujeres, son procedimientos racistas, pero su tecnología específica difiere. La violencia feminicida actúa una vez que la segunda, presente en la división social, ha conseguido ser eficaz. Las mujeres necesitamos analizar las violencias específicas que dan forma a la asimetría tanto como las formas de violencia letal infligidas por el hecho de ser mujeres, es decir cuerpos puestos a la disposición de propietarios reales o simbólicos. En este sentido, en Hispanoamérica se ha ido configurando de tiempo acá un activismo diferente, que practica una política feminista, anticolonialista y descolonizadora, agudamente crítica y notoriamente bien informada respecto de las innovaciones en materia económica, social, técnica y científica. Innovaciones que prometen una experiencia de lo humano más justa y con justicia hacia lo viviente. Este activismo se comporta como una figura de la crítica del género, que no olvida sus componentes de clase y de cultura; y también como un programa crítico de la globalización sin miramientos y un proyecto abierto al debate público a través de la crítica del saber de la gente sobre la historia y su responsabilidad en ella. La crítica, es ya algo sabido, no es una práctica descalificadora o que reniega de un pasado determinado sin más, sino un análisis minucioso del devenir de un discurso y de las maneras como llegó éste a convertir su sentido y su valor en algo perenne e ineludible.

Decíamos entonces que la dimensión micropolítica funciona críticamente, es decir que su funcionamiento es acompañado en todo momento por procesos de de-sujetación, en el comportamiento individual y colectivo, de las relaciones sociales de género, al hacer un uso estratégico de modalidades de resistencia contra las tecnologías biopolíticas ─de control poblacional y disciplinarias─, con especial énfasis en contra de las técnicas necropolíticas (genocidios indígenas, muertes femeninas por Sida, muerte materna en condiciones de pobreza, feminicidios urbanos y campesinos, etc.). Se trata así de la conformación de un ámbito de fuerzas auto-instituidoras (Castoriadis) de nuevas relaciones más allá de las partes jurídicas y de nuevas subjetividades, esto es de experiencias que buscan ser transmitidas (no hegemónicamente, es decir sin buscar la apropiación de los aparatos de estado ideológicos y no ideológicos), y que constituyen comunidad, aunque hayan comenzado únicamente como reacción o resistencia puntual y específica a lo macropolítico. Fue Michel Foucault quien se refirió, seguido muy de cerca por Deleuze y Guattari, a ese ámbito práctico y de relaciones micropolíticas como el lugar de los procesos de subjetivación de resistencia. En realidad no es propiamente un lugar o ámbito físico sino, quizás, una ocasión de diseminación de las resistencias por todo lo social, diseminación y contagio que no posee un origen único y homogéneo localizable en el tiempo y en el espacio, y que ejemplifica lo público. Lo público no es un aparato, ni un recurso jurídico-político sino la ocasión y el devenir del debate y su fuerza de subsistencia ante las embestidas del poder mediante modalidades de apropiación de los resultados y del sentido de las prácticas colectivas. Habría que pensar lo micropolítico por lo tanto como la acción de los procesos de subjetivación y de solidaridad desde el principio de alteridad que, lejos de ser un principio de unidad y homogenidad del sentido y del valor, es la apertura a la diferencia y a su fuerza de producir lo inédito y el devenir no lineal de los acontecimientos. Estos últimos serán la ocasión de la crítica y de la desujetación del dominio androcéntrico. Tal vez habría que pensar lo inédito como si fuese un exceso indómito de significación, como prácticas de alteridad irreductibles a una sola identidad fija heterosexual o en franca rebeldía contra una representación simbólica oficial macropolítica de los géneros. Este es el papel jugado por el testimonio que brindan las madres de las jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez, en cada una de sus organizaciones. Sus testimonios muestran un dispendio de sentido o un uso excesivo de lengua (más allá de la mera descripción y el nombrar) que emerge cuando la lengua vernácula, la lengua de la intimidad del aquí, se desplaza e irrumpe en el lugar de transmisión de la lengua vehicular, lengua de los aparatos de estado (aparato de información/desinformación, la escuela y sus planes y programas bajo el cuidado de la organización sindical vertical, la iglesia católica y sus prácticas confesionales, etc.). En este desplazamiento los significados (sentidos y valores) de la maternidad y sus prerrogativas dejan de ser míticos (presociales y prepolíticos: naturales) para transformarse en acciones políticas. A su través se conmociona el vocabulario que acompaña la experiencia social, todo lo que creíamos natural y por tanto intransformable, y va apareciendo en consonancia con el contenido de lo testimoniado por las organizaciones de madres de víctimas del feminicidio, una modalidad testimonial valorizada. El saber de la gente, continuamente sometido a las reglas jurídicas y a los saberes académicos y sus lógicas, es dejado en libertad: en libertad para enfrentarse debidamente a las formas de apropiación de los aparatos de poder. Será en el debate que conquistará una nueva visibilidad a la vez que revalorizará las modalidades en que él mismo, como saber testimonial, aparece. La singularidad del testimonio será su único, aunque complejo y sobredeterminado, valor y sentido a dilucidar en las modalidades testimoniales inauguradas. En consecuencia este dominio micro-político inventa usos divergentes en su propio vocabulario (aparecen palabras descolonizadas: víctima, madre, política, testimonio, justicia, verdad entre otras), al tiempo que pone en jaque al ámbito identitario macro-político, ámbito que según decíamos, suele anteponer la política de las partes (representada supuestamente por los partidos) a las solidaridades configuradas en la lucha por la justicia; apropiándose así tanto de la verdad histórica como de una idea de la justicia reinvindicativa, al reducir ambas a un orden jurídico-político de la acción. De hecho la justicia no debe reducirse a lo simplemente reivindicativo sin tratar de experimentar su fuerza de promesa; promesa de un mundo donde la violencia ya no sea soportada, y promesa de no impedir la invención de las modalidades que puede adoptar la actividad insurgente de no-soportar- más la discriminación. A este respecto, la noción de feminicidio y la fuerza de significación beligerante que lo acompaña no resulta ser, simplemente, un asunto de terminología en el universo jurídico. Término supuestamente diseñado para tipificar un delito de orden penal, “feminicidio” es el nombre de todo un vocabulario implementado para la resistencia contra la representación reductiva y descalificadora de la víctima de la violencia de género por el discurso policial, judicial y de los expertos forenses. Sólo mostrando la dimensión estructural de la violencia que produce el género se podrá ejercer una solidaridad constante contra la apropiación que ejerce sobre las fuerzas sociales, su imaginación y su experimentación.

Ahora bien, en la exposición anterior se ha contrastado, aunque sea de manera general, el discurso macro-político del micro-político o solidario. Ambos discursos no escapan a la presencia dominante del sentido común o mainstream de la significación – sentido hegemónico, hoy en día producido massmediáticamente─. Resulta entonces urgente indagar en los usos de ambos discursos cuando describen el género y sus consecuencias para poner en cuestión esta presencia y su funcionamiento. Podemos detectar al sentido común y su poder conservador en el funcionamiento del discurso que “naturaliza” el género, reduciéndolo a lo fisiológico o anatómico o a un mero juego de roles. La fuerza del sentido común, o lo que llamamos así, es ante todo de orden naturalizante. Esto es así puesto que al no criticar los supuestos sobre los que descansa la descripción del género, se ve al género como algo natural, intrasformable, no social. No criticar significa en este contexto reducir las descripciones a un uso mecánico de la lengua, evitando que los hablantes entren en un proceso vívidamente crítico mediante el debate de la operación misma de la descripción. Discusión necesaria contra la suposición de una relación de inmediatez entre palabra y cosa. Lo único que se consigue a fin de cuentas es perpetuar el modelo de dominio en el terreno del lenguaje.

Una vez que aceptamos la urgencia crítica anterior como parte de la urgencia política de la que hablamos al inicio de este trabajo, veremos que no se puede ni se debe renunciar a la necesidad de revisar, previamente a su uso en la argumentación, el vocabulario político que tanto trabajo y desvelos ha costado al activismo feminista crear y sostener. Una revisión de este tipo tiene lugar analizando siempre la ocasión crítica (contexto de fuerzas del decir/hacer) que brinda la alteridad micro-política. Eso modifica sustantivamente la relación de las hablantes con el lenguaje hablado. Ellas habrán de rehusarse entonces a perseguir el origen del sentido como único criterio de decisión sobre la habilidad descriptiva de los términos como “feminicidio”, o a intentar descubrir un solo punto preciso donde el sentido tendría un origen trascendental a la experiencia o un fundamento más allá de la inmanencia, en este caso manifestada por el uso del vocabulario en circunstancias críticas o polémicas. Ha llegado la ocasión en que los conceptos que permiten pensar lo macropolítico se muestran agotados para el uso que las activistas críticas desean darles y muestran que ya no pueden dar cuenta de lo que sucede21, como en el caso de las explicaciones oficiales de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y otros estados de la república. O bien ha llegado el momento cuando los conceptos oficiales y su lógica ya no describen sino que interpretan desde el prejuicio racista y sexista los acontecimientos. Todo lo cual redunda en que frente al agotamiento y falta de imaginación social (Castoriadis) del discurso oficial jurídico- político sobre el feminicidio, se nos presenta un vocabulario nuevo, micro-político, que inviste el momento crítico-histórico de absoluta invención y de franca fuerza de resistencia política. A todo esto habrá que considerar que las invenciones son frágiles y debemos vigilarlas para que no acaben en el basurero de la historia junto con muchas otras que en su momento se consideraron redentoras, es decir más justas y más allá de la crueldad.

Tomemos una vez más el ejemplo paradigmático de la fuerza de invención y de problematización que acompaña la socialización solidaria del uso del concepto de feminicidio. Más allá del delito y su necesaria penalización en la instancia jurídico- política, el término de feminicidio, agudamente polémico por su carga conmocionante, exige, con el fin de calmar esa conmoción de la experiencia codificada que introduce en la sociedad, la apertura de un debate público durante el cual se verifique un análisis histórico y genealógico-crítico de la violencia no absoluta sino específica que conlleva la división de los géneros. Un debate en el cual tenga lugar un análisis minucioso que muestre, tras la violencia letal que implica una muerte singular (la de cada una de las mujeres asesinadas por el sólo hecho de ser mujeres), toda una tecnología de la vulnerabilidad. Una condición anteriormente y de mucho tiempo atrás fraguada, mediante prácticas institucionales de apropiación de fuerzas corporales (reproductivas) específicas, acompañada de una suerte de política monopolizadora de la instrumentación o al menos de los resultados de la apropiación, a la que podríamos caracterizar como racismo de estado. Puesto que el racismo es una tecnología compleja y no un mero sentimiento de odio hacia el/la otro(a). Estas prácticas institucionales son conducidas por la misma estructura familiar, la de la iglesia, la del aparato escolar y reguladas, es decir normalizadas y estandarizadas por la el propio estado nacional mediante sus políticas públicas (aunque no siempre resultan exitosas), en su monopolización de la gubernamentalidad. Recordemos una vez más, y ya para finalizar la consideración sobre la biopolítica como clave analítica de las políticas sobre la violencia de género, que aquella despliega, según los estudios de Michel Foucault, dos estrategias: una individualizante que trabaja sobre los cuerpos singulares y que Foucault analizó competentemente bajo el nombre de lógica disciplinaria, y otra ejercida sobre la población, con el efecto complejo de construir dicha población como tarea del estado o dispositivos biopolíticos. Ahora bien, la vulnerabilización no es una condición fisiológica natural sino el resultado de innumerables ejercicios de una forma de violencia: la violencia que instaura el género como normalidad y estereotipo, mediante la producción permanente de formas de decir/hacer la división del género, que resulta así una realidad bipolar, heterosexual, asimétrica y jerárquicamente androcéntrica. Se trata, según decíamos más arriba, de una modalidad de racismo estatizado con una larga historia.

La crítica que necesitamos acompañe y refuerce el examen histórico anterior es el primer paso de un ejercicio auto-instituidor de lo social pero no de un poder monopólico sobre la imaginación, llevado a cabo en términos de otras políticas de subjetivación que acometen la tarea de resistencia ante las relaciones de dominación (que producen las oposiciones antagónicas o máquinas bipolares de sentido: las categorías bipolares como masculino/femenino, privado/público, normal/patológico, heterosexual/homosexual, y la valoración introducida por el modelo semántico pasivo/activo confundido con la lógica interna del binomio categorial) y de resistencia creativa ante las relaciones de poder (relaciones que producen oposiciones antagónicas de raza, de clase, de religión, la oposición amigo/enemigo, etc., a partir del modelo formal macro-politico de la guerra). Es deseable que esta crítica tan necesaria hoy se convierta en una tarea permanente que evite el anquilosamiento de la imaginación. Su primer paso será desmontar la confusión semántica producida por la categoría masculino/femenino, esto es su interpretación a partir de la oposición activo/pasivo y la jerarquía que la acompaña. Y por supuesto, desvincular la distinción del escenario de la guerra (amigo/enemigo) en el cual cada polo sólo adquiere sentido y realidad frente a la muerte del(a) otro(a). Hecho lo anterior, se tratará luego de analizar la genealogía de la dominación mediante el género, mostrando el carácter contingente, no necesario y por ende transformable de la producción social de la categoría de género en tanto construcción de sentido y de valor social. A este respecto Simone de Beauvoir plantea una genealogía crítica de la categoría de género que muestra cómo dicha noción fue naturalizada por la antropología, la sociología y otras ciencias sociales. Su libro llamado el Segundo sexo contribuyó notablemente a la formación de las siguientes generaciones de críticas feministas que aprendieron el valor de la crítica y la práctica de la desnaturalización de la categoría de género y la violencia que la acompaña.

A modo de conclusión: solidaridad

A todo esto, ¿qué sería esa solidaridad a la que relacionábamos más atrás con la realización efectiva de grandes tareas en el mundo humano? Como es sabido para los clásicos de la sociología la solidaridad es lo que genera la unidad entre el estado y sus instituciones y la ciudadanía; por ejemplo, Émile Durkheim, quien lo dejó muy claro en las postrimerías del siglo XIX, o Richard Rorty, desde una postura pragmático- liberal. Se trata para este autor, fundador de la sociología científica, de un lazo que permite la supervivencia de la sociedad nacional asegurando una relación estructural entre la autoridad y los que están sujetos a esa autoridad. En contraste la solidaridad producida en el contexto de los colectivos de mujeres no asegura la colaboración con el eje vertical de la dominación y su pervivencia, sino que la observamos realizarse, cobrar vida si se prefiere, en sus formas cotidianas de efectuación: efectividad sin legitimación ni consolidación de la asimetría del género. Esta solidaridad no sólo se enfoca a resolver problemas inmediatos sino que puede entenderse como una manera de experimentación del estar-juntas, sin reducción a una finalidad de intención. Pero más importante aún: la solidaridad se manifiesta mediante experiencias de resistencia que muestran que hay otras maneras de ejercitar la relación entre las fuerzas (creativas, afectivas, sexuales, de cooperación, de división de tareas) del cuerpo y las relaciones entre los cuerpos que inventan, sobre la marcha, otras maneras de ser humanidad. ¿Qué sería lo propio de esas otras maneras del estar-juntas? Creo firmemente que los colectivos de mujeres han dado respuesta simple a esta interrogante: estar-juntas empieza donde acaba el-seguir-soportando la dominación donde ésta se manifieste. Y el estar juntas o la solidaridad, que por supuesto no excluye a los individuos masculinos, es un ejercicio político en la medida en que incentiva el debate público donde se discute y se toman decisiones con el fin de abrir la experimentación social, haciendo de ella un ejemplo de justicia social y de igualdad histórico-política.

Bibliografía

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