Mauricio Barrera Paz
aquella (Justicia) de la que serán capaces los nuevos filósofos, los que llegan, capaces ya porque esos que llegan , que están por venir, están ya llegando… Hay que levar anclas con vosotros, filósofos de un mundo nuevo, a la búsqueda de una justicia que rompiera con la equivalencia pura y simple, con esta equivalencia del derecho y de la venganza, de la justicia como principio de equivalencia y ley del talión. Políticas de la Amistad, J. Derrida
La razón calculadora tendrá también que aliarse con y someterse al principio de incondicionalidad que tienen a exceder el cálculo que ella funda. Esta indisociabilidad o esta alianza entre soberanía e incondicionalidad parece para siempre irreductible. “El mundo de las luces por venir” J. Derrida.
¿Quién procura justicia? ¿Quién la imparte? ¿Quién da y quien recibe justicia? Si se contesta esta pregunta de manera inmediata, casi automática, la respuesta que se daría, aún sin ser un técnico del derecho, o un especialista en asuntos públicos, se podría decir sin mayor apuro que quien imparte y procura justicia son la policía, los jueces, los ministerios públicos o fiscales. En un palabra, quien imparte y procura justicia es el Estado, este aparato que, a decir de Hans Kelsen, sería la otra cara de una misma moneda que al voltearla nos dará cuenta de la complicada red de regulaciones que constituyen el Estado contemporáneo.
El derecho y el estado son quizás dos de lo más preciados frutos del Siglo de los Luces y de la modernidad, dos frutos de la razón. Gracias a ellos, se pretende garantizar que la actuación del Estado e inclusive la actuación de los individuos pueda estar sometida al control de órganos e instituciones, a fin de evitar y “reparar” arbitrariedades en contra de cualquier persona. El Estado impone sobre sus ciudadanos el reino de lo calculable, organiza la vida de los individuos en estancos cerrados. Instaura una arquitectónica de la razón, que presenta la vida pública e incluso la vida privada dentro de un sistema de reglas que unifica, o pretende unificar la actuación del Estado, pero igualmente la vida de las personas. Así las cosas, el sistema jurídico intenta, al menos en un primer momento, dar respuesta a todo acto de autoridades e individuos y resolverlo mediante consecuencias concebidas por la propia ley. ¿Acaso no es esa la mayor pretensión del Estado de Derecho? ¿Su mayor virtud?: Tener meridiana claridad respecto de la forma como se comportará una autoridad frente a los ciudadanos, de tal suerte que éstos puedan preveer los alcances y efectos de los actos del Estado y de sus propios actos y los de sus semejantes.
En la construcción y consolidación del Estado Moderno y Contemporáneo un paradigma fundamental ha sido el principio de división de poderes, gracias al cual la facultad de dictar leyes, así como la de hacerlas cumplir y la de resolver conflictos nunca podrá reunirse en una sola persona u órgano del Estado. Si bien es cierto que en la actualidad este principio se ha matizado, también lo es que sigue operando con mayor o menor eficacia. En ese sentido, el discurso del Estado Moderno se ha apropiado de la función de resolver conflictos, de procurar e impartir justicia a través de la creación de órganos estatales que cumplen con esa función. Ante la imperiosa necesidad de imponer sistemas de solución de conflictos en los que siempre medie, de alguna u otra manera, le presencia estatal, pareciera que las sociedades contemporáneas se han hecho extrañas a la idea de justicia. La justicia ha sido puesta en manos del Estado, pues incluso cualquier mecanismo de solución o mediación de conflictos que no tiene lugar en el Estado, que no pasa por el tamiz estatal, pierde legitimidad y autoridad ante sí mismo y ante los demás, pues no cuenta con la fuerza coactiva del Estado. Esta noción de justicia, con sus efectos, nace aquejada de lo que Jacques Derrida llamó mal de Soberanía: “la auto posición de sí mismo que se coloca en la posición de poder androcentrada del hombre de la casa, el dominio soberano del señor, del padre o del marido” que se arroga por sí y para sí el poder de decidir qué es derecho y qué no lo es, lo que es justo y lo que no, así como las formas para lograr y acceder a esa justicia.
Si analizamos la manera como operan los órganos del Estado, podremos ver que su actuación deja poco margen para la invención. Frente a los cambios sociales, así como aquello que escapa de la normalidad de la vida social, lo imprevisible, los órganos encargados de legislar habitualmente tardan en reaccionar para regularlos o simplemente no lo hacen si no se consideran relevantes, y sin regulación, los jueces generalmente se sienten inhibidos para resolver conflictos sin la base de una regla de derecho. En los casos excepcionales en los que la diferencia y lo nuevo logran insertarse en la maquinaria estatal, habrá que evaluar sus efectos, pues una vez que interactúan con otras instituciones de cuño y lógica dominante, sus efectos en la vida jurídica y social pueden ser limitados o simplemente nulificados.
Frente este escenario, habrá que preguntarse con toda seriedad si la idea de Justicia, sus formas y procedimientos no exigen ser reapropiados para dotarla de nuevos sentidos más allá del cálculo del derecho. Las sociedades tendría que hacerse cargo de las diferencias más allá de la vida institucional, sin dejar de reconocer que, por un lado, el Estado resolverá los conflictos de acuerdo con sus propias reglas, y que esas reglas seguirán subsistiendo; por el otros, existe una infinita gama de posibilidades que habitan el reino de lo incalculable y que escapan a las potestad del soberano, pretendidamente el pueblo del Estado Nación, que legislan y regulan la vida social a través de sus leyes y reglamentos.
No escapa a la reflexión el fenómeno que implica la inclusión del discurso de los derechos humanos en el discurso jurídico actual, con sus consecuencias prácticas en la vida de las instituciones y principalmente la forma como los jueces aplicarán las reglas de derecho en un marco de respeto a los derechos humanos. La inclusión de los Derechos humanos en tanto que eje principal de la actuación de los jueces, ha inaugurado un camino cuyos efectos y consecuencias, los que se espera que sean positivos, están aún muy lejos de conocerse y mucho más lejos de consolidarse en la vida institucional. Sin embargo, aún con la inclusión de los Derechos Humanos como clave de interpretación y de ejecución de nuevas prácticas jurídicas habrá que estar muy atentos a sus efectos, pues insisto, este nuevo corpus legal ha entrado y entrará en tensiones constantes con el resto de las piezas que conforman el entramado legal, que en muchos de los casos están sometidos y concebidos desde otra lógica, que es generalmente una lógica de dominación y del intercambio.
Por el contrario, es en el reino de lo incalculable donde podrán tener lugar los múltiples acontecimientos de la Justicia. Una justicia que se expresará de múltiples y diversas maneras, más allá de los mecanismos de dominación que rigen la vida estatal. Justicia sin leyes ni derecho, que haga posible el ejercicio crítico de la vida, la cual, a su vez, no pretenderá arrogarse una exclusividad en la respuesta. Se postula, pues, la noción de una justicia inapropiable, ni por el Estado ni por los individuos, pues la Justicia no será ya sólo una tarea del Estado, sino una labor de los individuos pero una labor que se llevará a cabo en fuera de la lógica del intercambio, más allá de la noción de trueque.
Esta justicia, si resulta eficaz, podrá permear la vida institucional, pero su eficacia no se restringirá ni se definirá en función de ella, pues se asumirá a sí misma como la Justicia presente y la Justicia que está por venir, una labor infinita.