Yeyetzi Cardiel
Como indica Derrida, la ejemplaridad[1] de la figura de la mano, que no es modélica y nunca deja de ser singular, opera como sinécdoque del sentido del tacto, en su doble función del todo por la parte y la parte por el todo. Además, como el filósofo argelino señala, esta ejemplaridad comporta la ambigüedad de que se la considere indispensable e irreemplazable para exponer de manera total —como si esto fuera posible— lo que sería el sentido del tacto, y a la vez, de ser una figura sustituible por cualquier otra, elegida arbitrariamente entre otras posibles para dar cuenta de lo que sería un órgano del tacto. Sin embargo, a pesar de esta ambigüedad de la ejemplaridad de la figura de la mano, habría que evitar una lectura antropocentrista y onto-teleológica, es decir, una que establezca una jerarquía entre los vivientes que privilegie a los humanos, confiriéndole a esta jerarquización un estatuto ontológico. Este fue, me parece, el caso de Walter Benjamin cuando en su Libro de los pasajes recurre a la imagen del tacto manual en una apuesta por pensar, a partir de la figura del coleccionista, una manera en que la subjetividad posee las cosas, poniendo énfasis no en su calidad de propietario privado, sino en la relación táctil que entabla con ellas. En el apartado “H” del mismo libro, leemos:“Sólo hace falta observar cómo el coleccionista maneja los objetos de su vitrina. Apenas los tiene en la mano, parece inspirado por ellos, parece ver a través de ellos —como un mago— en su lejanía.”[2] Siguiendo a Derrida, el acento que Benjamin puso en la relación táctil que el coleccionista establece con sus piezas no habría de entenderse como si le confiriese un privilegio frente a los otros cuatro sentidos de la percepción y, si bien la crítica del filósofo judeo-alemán sobre el tacto se circunscribió a lo humano, tampoco habría que entenderla como una definición acabada de lo que le sería característicamente exclusivo como si se tratara de una esencia inmutable en el devenir histórico, ni tomarla como válida para todos los vivientes. Ciertamente, Benjamin concedió a lo táctil un valor revolucionario, en tanto advirtió en él la posibilidad de una configuración de la percepción y de la sensibilidad distintas a las impuestas por la sociedad burguesa, cuyo modelo epistemológico-cognoscitivo otorga superioridad a lo óptico frente a lo táctil, confiere a este último un valor de constatación respecto al saber de la mirada, y entrena la sensibilidad para un comportamiento desvinculado de lo social y una no participación en los asuntos de la comunidad. La supuesta preeminencia de lo visual se da en una modalidad contemplativa que reduce la libertad, así como la experiencia tanto estética como cognoscitiva al ámbito privado, propio de la subjetividad moderna, y así, despolitiza.
Coleccionar es, indicó Benjamin “de entre las manifestaciones profanas de la ‘cercanía’, la más concluyente”[3]. Sin embargo, este carácter decisivo conferido a la cercanía del tacto no habría de entenderse, siguiendo a Derrida, como una experiencia de la inmediatez, es decir, sin mediación alguna, como si hubiera un sujeto anterior y exterior, tanto lógica como cronológicamente a la lengua y a la historia, incluida la del aparato perceptivo humano, ni meramente natural, en cuanto si bien la manera de la percepción está condicionada fisiológicamente, se transforma históricamente. Lo táctil es cuerpo, mas en la figura del coleccionista el cuerpo no se posiciona frente a la pieza guardando la distancia de la mirada contemplativa o examinadora, sino que es el espacio y el tiempo de la percepción, el lugar donde esta ocurre, y que Benjamin localiza en un sitio preciso en el pasaje citado: la mano. Esta localización sólo es posible si se considera desde la simultaneidad del tocar en la que coinciden lo tocante y lo tocado, coincidencia local que es a la vez, como indica Derrida, una coincidencia temporal al contacto. Este contacto no se reduciría a la mera presencia en cuanto, como señaló Benjamin, la cercanía de la relación del tacto manual con la pieza no logra romper con la lejanía que el coleccionista “parece ver” al contacto casi instantáneo con sus piezas. Benjamin indica que el coleccionista “parece ver”, pero no afirma que propiamente vea, y para dar cuenta de este “parecer ver” el filósofo judeo-alemán establece una analogía con “la mirada del gran fisonomista”[4]: este recuerda y distingue con gran facilidad y precisión los detalles más nimios del aspecto singular de cada una de las piezas de su colección, tanto los que atañen a la estructura y la transformación de su materialidad, como a los cambios de propietario, su precio de adquisición, el contexto y el modo de su producción y consumo específicos de la época determinada de la cual se ha extraído, etc., y abre así la posibilidad de dotar a la experiencia de historicidad. Se trata, pues, de una mirada que historiza. El pasado que acompaña a la pieza permanece siempre inalcanzable, incluso es posible que el coleccionista se pierda en su rememoración a la manera de la inmersión contemplativa, mas rompe con ésta, siguiendo a Benjamin, al trasplantar[5] las piezas en una colección determinada elaborada sólo para ellas. Este procedimiento implica sacarlas de las leyes del mercado y liberarlas de sus funciones como mercancía, es decir, de ser valores de uso que sirvan como vehículos del valor para ser intercambiados por otros: El coleccionista prefiere conservar su pieza en su forma de cosa concreta, se niega a ver desaparecer sus cualidades singulares y a que éstas sean sustituidas por una ganancia en valor como dinero. También implica sacarlas de la narración historicista que ordena las obras cronológicamente y las concatena en una sucesión en la que una obra sería la “reacción”, el “desarrollo” o la “superación”[6] de una obra o estilo anterior, así como de la historia de la cultura que las aísla de otros ámbitos, presentándolas, como señaló Benjamin “al margen del efecto que ellas causan sobre los seres humanos y sobre su proceso de producción”[7], en un sentido tanto económico como inventivo. Una vez extraídas, el procedimiento consiste en insertarlas en el tiempo y espacio del coleccionista, y no éste en el de aquellas, abriendo así la posibilidad de actualizar el pasado que acompaña a la pieza, conservando su singularidad, y abriéndola a articulaciones distintas a las antedichas, así como a la subjetividad.
Ahora bien, si el coleccionista puede integrar las piezas en una colección, es porque puede manejarlas. Siguiendo al filósofo argelino, la mano como sinécdoque del tacto acentúa la actividad motriz conferida al tocar y, como señaló Benjamin respecto al coleccionista, la posibilidad de que éste maneje sus cosas. Sin embargo, la mano del coleccionista no es tanto “una mano cognoscente”[8] que toca bajo el paradigma epistemológico-cognoscitivo que entiende el tacto como constatación de la mirada ―por más que Benjamin haya conservado el vocabulario de la tradición occidental―, sino un autodidactismo de la carne, en el que la relación táctil de la subjetividad consigo misma se instaura, en términos de Derrida, “como esforzamiento”[9]: al tocar sus piezas de colección, al recorrer, como ya indicara Winckelmann, el contour[10], es decir, el contorno, la forma, el perímetro que delimita la pieza, que circunscribe las partes heterogéneas que la conforman, se modifican tanto la subjetividad como la pieza, en el instante en que el contour de la pieza se ofrece como un límite a la intensidad de la fuerza de la mano que toca y, en el acto de tocar lo otro la subjetividad constituye su fuerza táctil al reconocer en ella misma la fuerza de su esfuerzo al tocar, así como la fuerza de su deseo; además de un límite que se le opone y resiste, que insiste en determinar el esfuerzo cuando toca y cuando la tocan. En cuanto la recepción táctil ocurre, según indicó Benjamin, por la vía del “acostumbramiento”[11] del aparato perceptivo a las tareas que le son impuestas, este autodidactismo de la carne evoca la figura, también mencionada por Derrida, del ciego que aprende con el tacto.[12] Además se abre a la posibilidad de fundar el gusto, así como de establecer juicios estéticos pero no a partir de criterios externos a la pieza sino partiendo de la misma, y de llevar a cabo una lectura que repare en su estructura metonímica, esto es, considerándola un índice de una cultura, sin que esta pudiese conocerse tal y como fue de manera total. Así, en la figura del coleccionista, Benjamin planteó la posibilidad de pensar una manera distinta de poseer las cosas que no se reduzca ni a atribuirles un valor de uso, ni a tenerlas como propiedad privada: el coleccionista se distingue del “propietario profano”[13] en cuanto su adquisición de las piezas está subordinada a lo táctil,[14] al trato que le da a las cosas, y así, su posesión se abre a la dimensión del sentido no sólo táctil, sino interpretativo y lo sagrado, en el que Benjamin vio la posibilidad de una actualización de las “concepciones arcaicas de la propiedad”[15] que remiten a lo ceremonial y al ritual.
[1] Derrida, Jacques, “Tangente I (las manos del hombre, la mano de Dios)”, en El tocar, Jean-Luc Nancy, Madrid, Amorrortu, p. 225.
[2] Benjamin, Walter, “H. El coleccionista”, en Libro de los pasajes, p. 225. En adelante, H.
[3] Benjamin, H, p. 223.
[4] Benjamin, H, p. 225.
[5] Este término es empleado por J.J. Winckelmann en relación con su reto interpretativo de reconstruir la estética de la Grecia antigua a partir de cuatro torsos. Si bien permanece en la idea de un pasado que es posible reconstruir tal y como fue, la imagen del trasplante conserva la acción del traslado, con todo y raíces (el pasado que acompaña a la pieza) y su introducción en un contexto diferente del cual proviene, con la posibilidad de que siga produciendo sentidos nuevos. Cfr. Winckelmann, J. J., Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura, México, FCE, 2007. En adelante, Reflexiones. Por su parte, Benjamin emplea una noción similar: “El verdadero método para hacerse presentes las cosas es plantarlas en nuestro espacio (y no nosotros en el suyo) (Eso hace el coleccionista y también la anécdota.)”, en“H”, en LP, p. 224.
[6] Benjamin, “Eduard Fuchs, coleccionista e historiador”, en Escritos políticos, p. 116.
[7] Ídem.
[8] Derrida, Tangente, p. 224.
[9] Ibid, p. 203. El término esforzamiento, indica Derrida: “expresa el esfuerzo, pero también el límite ante el cual la tendencia, la tensión, la intensidad de una fuerza finita se detiene, se agota, se repliega hacia ella misma desde su fin: en el instante en que la fuerza del esfuerzo toca su límite.”, en Ídem.
[10] Winckelmann, Reflexiones, p. 88. El contour es formulado por Winckelmann a partir de la primacía que, en la teoría del arte en autores como Leon Battista Alberti en De pictura, se otorga al dibujo sobe el color, al diseño frente al colorido, a la materialización de un proyecto intelectual en el dibujo del contorno del mismo. Sin embargo, para Winckelmann constituirá no sólo la delimitación de las figuras y de su perímeto, sino un principio que unifica lo heterogéneo, esto es, de unidad en la multiplicidad: “En las figuras de los griegos, el contour más noble unifica o circunscribe todas las partes de la naturaleza más bella y de la belleza ideal, o es más bien, el concepto mas elevado de ambas.”, en Ídem.
[11] Benjamin, La obra de arte, p. 94.
[12] Derrida, Tangente, p. 205. Para esta figura, en una nota al pie (1), Derrida elige la Carta sobre los ciegos para uso de los que ven de Diderot.
[13] Benjamin, Walter, H, p. 225.
[14] Ídem.
[15] Benjamin, H, p. 227.