Este texto es una versión preliminar leída el 27 de octubre de 2010, en el evento IV Encuentro nacional de la asociación latinoamericana de estudios del discurso (ALED) 2010.
José Francisco Barrón Tovar
Con razón se ha dicho: “Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón” […] En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias», –¿quién de nosotros tiene siquiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás hemos prestado bien atención “al asunto”: ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón –¡y ni siquiera nuestro oído!
Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral
Hay en la práctica del pensamiento del día de hoy un debate sobre la manera de poner en operación el concepto de experiencia de acuerdo a las actuales condiciones políticas, tecnológicas, económicas, subjetivas, etcétera. Los componentes especulativos como el de la sensación en sentido cognitivo, el de la costumbre, el de presenciar, el de lo aprendido mediante la repetición, el de la facultad de conocer, el del cúmulo de aprendizajes, el de la experimentación y otros, parecen haberse vuelto inservibles para los campos problemáticos que articulan el día de hoy. Tal estado de las cosas se evidencia por los múltiples esfuerzos especulativos realizados por los más diversos pensadores desde finales del siglo XIX para reelaborar la palabra y el concepto y hacerlos funcionales.
Así, por ejemplo, y allegado a nuestra vida presente, en un texto periodístico llamado “El consumo a la luz de la tele”, el poeta Javier Sicilia ha tratado, de cándida manera, de caracterizar nuestra experiencia contemporánea en relación con una reutilización de los conceptos de alienación e ideología. De este modo escribe:
“Delante de la televisión se nos amputa de la experiencia real. […] Hay así, en nuestra sencilla experiencia de mirar la ‘tele’, una pérdida de libertad que –en la posesión del control del aparato que nos genera una sensación de poder y de omnisciencia virtual– no se manifiesta como tal y permite, sin que nos demos cuenta, que profundos núcleos ideológicos nos devoren. Sometidos a imágenes aisladas y descontextualizadas, a discursos que no podemos responder, a eslóganes que prometen paraísos, se nos amputa de una representación coherente de una situación, convirtiéndonos en consumidores de expectativas de disfrute. […] Sometidos a la espontaneidad mediática, inducidos a ir a las urnas para votar por ellos, nos hacen creer que participamos, al mismo tiempo que nos amputan del trabajo real de la experiencia de la vida política.”[1]
Lejos de este miedo a la técnica y separación entre una experiencia real (donde la libertad política y el ejercicio de las facultades vitales se daría) y una experiencia mediático-capitalista, los ataques y reelaboraciones críticos a los conceptos habituales de experiencia parecen articularse sobre un uso cosificante de la referencia que impide determinados empleos culturales, políticos y estéticos del concepto. Y es que los diagnósticos críticos se centran en el problema de un concepto y ejercicio de la experiencia que requiere una evidencia, una referencia, un objeto, una cosa o un hecho. Se podrían citar dos importantes autores que, aunque alejados en muchos sentidos, al dirigir sus prácticas especulativas hacia el uso de la palabra y el concepto experiencia han diagnosticado el mismo problema. Por una parte, es conocida la diatriba de Walter Benjamin contra la manera –capitalista y autoritaria– de llevar a cabo las condiciones culturales y tecnológicas de la modernidad, puesto que, según él, tal puesta en operación implica y produce una “experiencia reducida al punto cero, a un mínimo significado [...] cuyo valor propio se aproxima a cero y que sólo podría alcanzar [...] un triste significado”.[2] Benjamin asegura que la experiencia tal como se la entiende y se la produce en la modernidad es de “rango inferior, quizás de rango ínfimo”;[3] es decir, se trataría una experiencia en la que se degrada la riqueza histórica, tradicional, a puro shock,[4] a sólo golpes sensoriales. Por su parte, Martin Heidegger, haciendo una genealogía del concepto de experiencia, en los textos reunidos con el nombre de Aportes a la filosofía, en su parte 77 llamada “expiriri —experiencia —experimentum— ‘experimento’ —empeiria—experiencia—intento”, afirma que el ejercicio de la experiencia que se articula con nuestra época maquinista, en la que somos indigentes al “experienciar” el acontecimiento de la verdad y preferimos la vivencia (Erlebnis), es la que se ejerce como una “ingenua descripción inmediata”[5] que debe “describir y asumir y constatar” “el subsistir de una referencia”.[6]
Unos años antes de los trabajos de tales autores, Friedrich Nietzsche había diagnosticado en los individuos modernos un cierto “empirismo burdo” al relacionarse con sus pasiones corporales y con el lenguaje. De tal ejercicio de la experiencia que estos individuos modernos podían ejercitar, Nietzsche afirmaba que se debía a una empirización, y afirmaba sobre esto: en “los sentidos es de donde procede toda credibilidad, toda buena conciencia, toda evidencia de la verdad”.[7]
Ya más allegados a nosotros, otros autores han seguido estas críticas. Así, Paul de Man, en relación con sus trabajos de retórica, ha sostenido que nuestros usos contemporáneos del lenguaje emplean una “ideología estética”[8] que implica una “degradación de la metáfora”[9] al requerir un “residuo de sentido”.[10] Por su parte Joan W. Scott, en su artículo llamado “Experiencia” que reabre la discusión, ha atacado la “noción referencial de la evidencia”[11] en relación con la importancia del papel que juega el lenguaje en la constitución de sujetos. Así, si, por un lado, afirma que “No son los individuos los que tienen la experiencia, sino los sujetos los que son constituidos por medio de la experiencia”,[12] por otro, defiende que “Los sujetos son constituidos discursivamente, la experiencia es un evento lingüístico […]. La experiencia es la historia de un sujeto. El lenguaje es el sitio donde se representa la historia.”[13] En controversia con esta postura de Scott, Dominick LaCapra en su texto “Experiencia e identidad” trata de reelaborar el concepto usando el arsenal psicoanalítico, y lo postula como un “residuo indefinido”.[14] Según LaCapra la experiencia debería entenderse como “respuesta a los acontecimientos traumáticos”,[15] como “respuesta afectiva” para el “pasar por algo”.[16] Lo interesante de la propuesta de LaCapra es que trata de poner en operación el concepto de experiencia en relación con una “política de la memoria” para los casos de “transmisión intergeneracional del trauma”;[17] es decir, de los casos en que decir el sufrimiento implica poder hacer una cierta justicia.
Empero, sería conveniente seguir un tanteo que Nietzsche hizo en relación con la experiencia. Es ya un lugar común que Nietzsche aborda el concepto de experiencia de acuerdo a una descripción de de las condiciones culturales para “la salud de los individuos, de los pueblos y de las culturas”,[18] o lo que en otra parte llama las “condiciones de producción de hombres”.[19] Pero ello no implica que para Nietzsche la experiencia se reduzca al sentido de los procesos de individuación. Estos sólo son usados por Nietzsche como indicios de otra cosa. Por ejemplo, las formas de estructuración de las fuerzas de los cuerpos individuales indica para Nietzsche la estructuración del sentido de una experiencia determinada. Así escribe en Ecce homo: “yo no ataco jamás a personas, me sirvo de la persona tan sólo como de una poderosa lente de aumento con la cual puede hacerse visible una situación de peligro general, pero que se escapa, que resulta poco aprehensible.”[20] Y Nietzsche hace tal cosa porque tratra de pensar la experiencia como la invención, producción y alteración de ámbitos de sensibilidades, de prácticas, de relaciones, de procesos de subjetivación, de condiciones de enunciación y de discurso. Así una experiencia implica “hacer nuevas experiencias”, “aprender a sentir de modo diferente”,[21] “crear nuevas costumbres”.[22] O como afirmaría Nietzsche una “experiencia superior”:[23] “Se ha de aprender a ver, se ha de aprender a pensar, y se ha de aprender a hablar y a escribir […], no responder inmediatamente a un estímulo”.[24]
Y es sobre este tanteo nietzscheano que Gilles Deleuze ha trabajado el concepto de acontecimiento. Pues el ejercicio del concepto acontecimiento sólo puede entenderse como respuesta al campo problemático actual de la experiencia. Lejos de toda necesidad de referencia o evidencia empírica, un acontecimiento puede concebirse como la insistencia de una disposición determinada en la que se conjuntan, articulan y funcionan en un sentido contingente y paradójico múltiples y heterogéneos mecanismos azarosos, singulares y productivos de otros acontecimientos. Pueden articular un acontecimiento cuerpos, fuerzas políticas y sociales, maneras de vivir, colectividades, prácticas, formas de sensibilidad, especies animales, vegetales y minerales, ficciones, etcétera. En otras palabras, la experiencia debe tratarse como sentido.
[1]Sicilia, Javier. “El consumo a la luz de la tele” en Proceso 1704, 28 de junio de 2009, pp. 64-65
[2] Walter Benjamin, Sobre el programa de la filosofía futura, en Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos. Trad. de Roberto J. Vernengo. México, Origen-Planeta, 1986, p. 8.
[3] Ibid., p. 7.
[4] Cf. W. Benjamin, “Sobre algunos temas en Baudelaire”, en Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos, pp. 89-124.
[5] Martin Heidegger, Aportes a la filosofía. Acerca del evento. Trad. de Diana V. Picotti C. Buenos Aires, Biblos, 2006, p. 142.
[6]Ibid., p. 141.
[7] Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal. Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Barcelona, Folio, 2002, § 134.
[8]Cf. Paul de Man, La ideología estética. Trad. de Manuel Asensi y Mabel Richard. Madrid, Cátedra, 1998.
[9] P. de Man, “Génesis y genealogía”, en Alegorías de la lectura. Lenguaje figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust. Trad. de Enrique Lynch, Barcelona, Lumen, 1990, p. 134.
[10] P. de Man, “Retórica de tropos”, en ibid., p. 121.
[11] Joan W. Scott, “Experiencia”, [en línea] en 148.202.18.157/sitios/publicacionesite/pperiod/laventan/…/ventana13-2.pdf [Consulta: 22 de junio, 2010]
[12] Ibid.
[13] Ibid.
[14] Dominick LaCapra, “Experiencia e identidad”, en Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica. Trad. de Teresa Arijón. Buenos Aires, FCE, 2006, p.64.
[15] Ibid., p. 60.
[16] Ibid., p. 68.
[17] Ibid., p. 67.
[18] F. Nietzsche, II Intempestiva. Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. Trad. de Germán Cano. Madrid, Biblioteca nueva, 1999, p.
[19] F. Nietzsche, Humano, demasiado humano. Trad. de Carlos Vergara. Madrid, Edaf, 1984, § 24.
[20] F. Nietzsche, Ecce homo. Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Madrid, Alianza, 2005, 1, § 7.
[21] F. Nietzsche, Aurora. Trad. de Germán Cano. Madrid, Biblioteca nueva, 2000, § 7.
[22] Ibid., § 9. Allí afirma:
Las costumbres representan las experiencias adquiridas por los hombres anteriores con respecto a lo que consideraban útil o nocivo -pero el sentimiento con respecto a las costumbres (la moralidad) no hace referencia ya a estas experiencias como tales, sino a la antigüedad, santidad y al carácter incuestionable de las costumbres. Por ello, la moral se opone a que se realicen nuevas experiencias, y a corregir las costumbres, esto es, se opone a la formación de nuevas y mejores costumbres, es decir, embrutece. (Ibid., § 19)