Este texto ha sido publicado digitalmente en el Diccionario Iberoamericano de filosofía de la educación, por el FCE y la UNAM, que se presentará en la 38 Feria del libro de minería.
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bibliografía
ANA MARÍA MARTÍNEZ DE LA ESCALERA
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México
Desde el ámbito de la conversación se extiende una certeza común y compartida sobre el sujeto: se trata de una convicción pragmática según la cual se define en el cumplimiento de una función de dominio o de disposición de algún otro. Sucede en efecto así, si nos fijamos en el interior de la estructura de la frase, donde se comporta como aquello que realiza la acción del verbo. En español y en otras lenguas romances, el orden normal de la articulación verbal exige que el sujeto abra la oración, seguido por el verbo, su predicado y los complementos. En pleno racionalismo, los lógicos de la escuela francesa de Port-Royale argumentaban que ese orden de la frase reflejaba el propio orden del pensamiento, por lo que la lengua francesa les resultaba más racional que el latín, privilegiado hasta entonces como la lengua civilizatoria, pero cuya estructura lógica (el verbo ubicado al final de la oración o ausente) sólo conducía a la ambigüedad y a la oscuridad en lo dicho. Sin embargo, estos pensadores no han concedido ese mismo predominio, otorgado a su francés, a ninguna otra lengua viva, reservándose así el privilegio del pensamiento.
Descartes elaboró su concepto de método sobre esta convicción, sin que llegara jamás a ponerla en cuestión a través de lo radical de su duda metódica. Todavía en la actualidad la enseñanza del francés como segunda lengua va acompañada de la creencia infundada y excluyente de que es el idioma mismo de la razón. ¿Cómo explicar sin ambigüedad que la razón universal tenga por lengua lo que es un mero producto singular de la historia, esto es, el francés? ¿Cómo puede depender la universalidad del sujeto de la razón de la particularidad histórica y contingente de una de las lenguas romances? Como quiera que la tradición racionalista hubiera dado respuesta a estas interrogantes, cierta sospecha de ambigüedad continúa aguijoneando nuestra imaginación moderna.
Ahora bien, de la exigencia, dirigida al sujeto del enunciado, a comenzar el proceso de la enunciación y la construcción del sentido, se desprende que además de comportarse como un principio de identidad o de acción, como el origen de una función o de un funcionamiento, el sujeto porta una determinada eficacia, una fuerza de realización y de puesta en marcha de algo; un señorío, una forma de dominación. ¿Se trataría acaso de una especie de sujeto de la acción trabajando dentro de cada sujeto de la oración? Es posible suponer que el uso prolongado de esta última función sintáctica fundida con la exigencia de eficacia agregaría a la certeza sobre su fuerza de dominio de la situación el convencimiento de que en él radican, además de fuerzas, privilegios. Privilegios más allá de lo meramente sintáctico o semántico. Privilegios exhibidos al regir la cosa discursiva o los estados de cosas sobre los que se preside, ya sea a nivel de la oración, del sentido o de la acción referida. Señorío que, teniendo lugar en el interior de la frase, el hábito del hablante extiende, por la operación de la metáfora, a otros lugares sociales: a la historia, a la política, a la moral y al conocimiento. El hábito naturaliza la necesidad de un privilegio y de una jerarquía que en sí mismos, en su funcionamiento gramatical cuando menos, no acarrean ninguna obligatoriedad, autoridad o legitimidad, sino que sólo muestran una contingencia lingüística y retórica.
Mientras no desarrollemos una crítica específica al efecto-sujeto como tal, es decir, como el síntoma de un hábito discursivo, seguiremos reproduciendo la convicción de su necesidad. Lo cual no significa que busquemos deshacernos de la categoría sino de poner en cuestión su necesidad universal. En este sentido, puede decirse que parece que el pensamiento europeo volvió necesario lo que sólo fue contingente: así se presupuso un sujeto del derecho y de la historia, de la política o un sujeto de conocimiento.
Por otro lado, se iba construyendo desde los cuerpos vivientes otra certeza. De la evidencia de la interpelación religiosa o policial, el individuo que participa en esa práctica como un elemento sustantivo deriva la convicción de que él responde a una demanda anterior, de dios o de las fuerzas policiales. “¡Tú, hombre!” “¡Eh, tú, detente!” Son órdenes que te colocan, inmediatamente al detenerte y prestar atención, en la función de sujeto, y tras ciertas indagatorias te confirma, antes que la voz lo admita mediante el “¡Sí, soy yo!”, como sujeto de interés para las prácticas policiales, presunto responsable y perpetrador, o creyente (Althusser, 2003).
Un breve aparte: la figura del sujeto dice, sin explicarlo, autoridad, agencia, principio de significación y de sentido. Empero en castellano, la voz sujeto también denota una pasividad —estar sujeto a una afección, por ejemplo— más que una actividad o su gobierno, ambos connotados culturalmente. Una pasividad valorada negativamente es ontológicamente negativa, puesto que creemos ser, según la misma cultura, seres que hacemos la historia y nuestro destino.
Pero, en cualquiera de los dos usos, pasivo o activo, la figura del sujeto posee la apariencia de una unidad de intención o de significación caracterizada como anterior y exterior al acto mismo de enunciación y de sentido —histórico, ético o político, o incluso pedagógico—. Sin embargo, basta el examen detallado del acto de enunciación para darnos cuenta de que el sujeto, al menos en las instancias apuntadas antes, todas ellas con predominio discursivo, o para las cuales la dimensión comunicativa resulta decisiva, son un efecto de estructura (lingüística) o histórico-social, como en el caso de la interpelación policial, o ambos a la vez, como en el discurso-objeto psicoanalítico. En tanto efecto, la disputada unidad y homogeneidad del sujeto devienen también en talantes contingentes.1 Éstas fueron puestas en cuestión por David Hume en función de su indagatoria sobre el conocimiento, en el que “todo el poder creativo de la mente (actividad o sujeto) no viene a ser más que la facultad de mezclar (sin garantía), trasponer, aumentar o disminuir los materiales entregados por los sentidos y la experiencia” (Hume, 1994).
El sujeto es facultad combinatoria, lo que la retórica antigua llamó inventio, y su dignidad deriva de tratados publicados durante dos mil años, en los cuales se discutía si el gobierno de la combinación era anterior y exterior al acto de combinar o una función prefigurada por las reglas combinatorias, si la unidad entre la sensación y la experiencia era o no materia de experiencia o de sensación, o sólo el discurso del sentimiento o el gusto nacional, o bien se postulaba la sinestesia en lugar de la homogeneidad de las percepciones y las experiencias. Su cualidad de efecto, producido por el trabajo sobre el sentido al interior de cada cultura, habíase disputado mucho antes, por las artes retóricas antiguas y sofísticas.
La disciplina retórica y su lectura pragmática nos advierte que el sujeto es, en cualquier circunstancia discursiva, un efecto de sentido contingente antes que un suceso trascendente, anterior según el orden lógico y epistemológico clásico (siglos XVII-XVIII), que le confería el honor de ser quien otorgara sentido al objeto y al mundo en general. Incluso en la estructura del enunciado gramaticalmente correcto, el sujeto es quien realiza la acción representada por el verbo, lo que lo atrapa en una estructura de acciones y significación que es anterior y que viene dictada por la estructura de cada lengua particular. Como efecto y no como punto de partida del acto de conocimiento, ostenta asimismo una condición particular: fundamento del conocimiento como es, carece, sin embargo, de competencia abstracta; su generalidad, por tanto, debe ser argumentada o demostrada cada vez que se presente una afirmación axiomática del tipo “No hay teoría política sin sujeto de lo político”.
La ciencia política ortodoxa y su teoría general de los sujetos políticos —aquella cuyo uso de los procedimientos racionales se activa dogmáticamente; es decir, sin recurrir a la crítica, según Kant advirtiera en el siglo XVIII— distinguen el sujeto político del sujeto social, y ambos del sujeto jurídico. El primero nombra a los actores que dirigen las elecciones políticas en relación con las acciones sociales; el sujeto social es el nombre reservado para los movimientos sociales no organizados para instituir lo social sino para actuar de manera contingente y relativa, y el sujeto jurídico es el que da forma a la decisión vinculante mediante las instituciones para ese efecto. Ésta es una distinción formal y general, y no admite discusión al respecto. En este sentido, no habría política más que en presencia del sujeto de lo político, que es, junto con el territorio y la soberanía del pueblo, uno de los elementos constitutivos del Estado nacional moderno. El sujeto nombra “el papel primario y fundamental desarrollado por los individuos, que, por lo demás, estructuran los niveles de la actividad social y político-jurídica como productores, como ciudadanos, como militantes, como electores, como electos y como funcionarios públicos” (Cerroni, 2010, p. 97). Este papel estaría en la base de la “integración selectiva de la voluntad política” (Cerroni, 2010, p. 99), pues sólo los individuos poseen algo como una voluntad propia que refleja el interés particular, el cual debe ser defendido en la contienda o competencia por la que todos los intereses reciben su lugar político mediante el consenso político general. En este sentido, el consenso aparece como una finalidad y no como un instrumento, capaz a su vez de infligir violencias. El consenso no sólo niega la pluralidad por considerarla inoperante en la esfera política, sino que significa además que las diferencias deben postergarse en nombre de la mayoría. Aquí el problema es que las diferencias no son la expresión de intereses individuales o de grupo; por el contrario, son operaciones de distanciamiento. Operaciones de sentido que tienen lugar más allá de la voluntad de los hablantes como efecto contingente del encuentro de situaciones de comunicación y fuerzas interpretativas.
Suele decirse que estos tres elementos heterogéneos —pueblo, territorio y soberanía— son constitutivos de la práctica política como lo es la figura del sujeto para su teoría. Su carácter fundacional tampoco se ha cuestionado, aunque ha sido puesto a prueba en numerosas ocasiones desde el activismo (el altermundismo, el movimiento de los sin-papeles, los indignados, etc.). Un elemento fundacional debe ser teórica o técnicamente anterior en términos cronológicos y exterior en términos lógicos y ontológicos de aquello que funda, y no debe ser él mismo producto de una fundación anterior, esto es, efecto o síntoma, debe ser in-fundado. En los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI ha sido indicado desde varios lugares de la actividad sociopolítica (feminismos, activismo de derechos humanos, activismo gay, etc.) y de la teoría (Foucault, 1977; 1986) que el sujeto parece ser, más bien, un efecto de la estructura de lo político —el cual se constituye mediante acatamiento o resistencia a una normatividad apoyada en instituciones sociales o nivel disciplinario, y a una modalidad discursiva que otorga sentido y valor a la conducta y deberes individuales a través de la práctica homogeneizadora de la llamada vida o dimensión política de lo social—, con lo que la fundamentación anterior y exterior se muestra a su vez fundada. Este proceso de desfundamentación del fundamento primero, detalladamente indicado por los estudios de Michel Foucault (2002), Cornelius Castoriadis (2004) y Judith Butler (2001) —esta última con base en el instrumental de la lectura retórica para interrogar la eficacia performativa del discurso político y no sobre la dimensión histórico-social, como en lo hacen Foucault y Castoriadis—, no obliga, como podría parecer, a abandonar la categoría, sino a analizar más y mejor los efectos de verdad y de autoridad (exclusión/inclusión) de su dimensión discursiva. Por dimensión discursiva me refiero a las operaciones que resultan de la afirmación acrítica —y autoritaria— de que no habrá teoría política sin la debida postulación previa de un sujeto de lo político, sea cual fuere.
La lectura de los autores citados antes sólo muestra una manera de examinar críticamente la afirmación del carácter fundante y constitutivo del sujeto de lo político para mostrar lo que, como acción de afirmación y como supuesto, produce en términos de la autoridad del discurso (Foucault, 2002).2 Hay, como decíamos, intentos por hacer del sujeto de lo político un fundamento contingente (McCarthy, 1992; Butler, 2001; Laclau, 2005; Mouffe, 1999). Sus efectos en la dimensión práctica son sustantivos, pues obligan al teórico a considerar con seriedad los movimientos sociales como sujetos contingentes de la política en la medida en que abren al análisis detallado una dimensión histórico-social3 (antes que una jurídico-política) proclive al cambio mediante prácticas que dan lugar a nuevas experiencias de lo humano. En esta circunstancia estarían los movimientos indígenas, de mujeres y de homosexuales.
Desde los teóricos anteriormente citados, pese a sus diferencias, se perfila una explicación del sujeto como un funcionamiento y no como una sustantividad. Hay, pues, un intento por historizar lo que hasta la fecha había sido pensado jurídicamente por una teoría del derecho y una filosofía cercana al derecho, que pretendía legitimar el poder y fijarlo mediante reglas y supuestos (el sujeto es uno de ellos). Al parecer, el vocabulario técnico del derecho oscurece la existencia de la dominación al interior mismo del poder, pensado como defensa de la soberanía y, por tanto, como defensa de la sociedad, imponiendo en nombre de la importancia de esa defensa el supuesto de la soberanía y la obligación legal de la obediencia; descritas estas últimas no en sus procedimientos duros, en su fuerza, sino a partir de una supuesta función de defensa intencional y voluntaria no criticable.
Por otro lado, el sujeto visto desde lo histórico-social aparece en su dimensión disciplinaria y de control como lo constituido en el tiempo y en el espacio. Allí, las acciones políticas descritas no serán entendidas como libres, intencionales, voluntarias o individuales, sino como efectos del encuentro entre fuerzas. No basta colectivizar al sujeto, como han hecho algunos autores, o volverlo el lugar político-jurídico de un perpetuo ejercicio de refundación que se actualizaría según las demandas de la actualidad de la teoría (Negri); se trata, en cambio, de explicarlo como un constructo, un supuesto, un elemento de la convicción occidental de la primacía del hombre sobre los vivientes. Primacía transmitida por medio de los significados de razón, voluntad, intencionalidad, que nos distinguen como especie, según una ley natural sobre la que reposa el ámbito jurídico y según la tradición bíblica. Recordemos que, según las traducciones a nuestro alcance, Dios somete su creación al señorío del hombre, hecho a su imagen y semejanza, o bien se la ofrece a Adán (Eva excluida) para que él pueda nombrarla y, por lo tanto, darle sentido y valor. En ambos casos, dominación o sentido, parece evidente que el privilegio es un supuesto determinante que se hereda a través del supuesto del sujeto como principio intencional de orden. Por otra parte, no se trata simplemente de quitarlo de la teoría política, según externábamos antes, lo que sería un absurdo desconocimiento histórico del devenir de la teoría; sólo insistimos en la necesidad histórico-social o genealógica de una lectura crítica del funcionamiento del sujeto (y, por ende, del sujeto como un procedimiento discursivo) en el discurso de lo político.4 ¿Qué poderes discursivos ejerce? ¿Qué dimensiones históricas-prácticas excluye? ¿Cómo evitar la autoridad de su enunciación y sus efectos excluyentes?
Quizá sólo resta agregar que desde la preocupación por lo histórico-genealógico el sujeto no aparece ni como necesario ni como prescindible sino como un claro instrumento de poder académico, en un espacio contemporáneo donde la academia está cuestionando (y es cuestionada por activismos y movimientos sociales) cada vez más el tipo de relación que sostiene con lo social que la antecede y la convoca. El sujeto es hoy, más que nunca en este escenario, un asunto de justicia social. Un solo ejemplo bastará para mostrar la relación práctica entre el término sujeto y la justicia histórica. El siglo XXI llegó en Latinoamérica acompañado de cambios políticos y de la emergencia de procesos alternos. En particular en América del Sur, esos procesos van del distanciamiento del neoliberalismo político hasta propuestas de cambio civilizatorio.5 Sin ir más allá en el análisis de nociones como civilización, política, etc., estos últimos procesos participativos se han reunido bajo el apelativo de buen vivir (Sumak Kawsay). En ellos el pueblo quiere aparecer como actor y objetivo de las resignificaciones conceptuales en curso, partiendo del propio concepto de democracia.6 Una de las demandas que encabeza la resignificación, en Bolivia y Ecuador, del vocabulario para el ejercicio del poder de disputar contra los poderes fácticos del capital trasnacional es la toma o apropiación de una dignidad negada durante los quinientos años de colonia española, en los que fueron tratados como el Otro. La dignidad de las comunidades indígenas, a las que se les negó su propia voz, y el relato de una historia de conquista y colonización narrado en sus propias lenguas y con sus propios parámetros histórico-culturales; el goce de su propia dignidad histórico-social, esto es, la realización de los actos de justicia que estos pueblos reclaman a los gobiernos posindependentistas, recaen en la figura de un sujeto, de un actor, que hasta este cambio de siglo no se apropiaba del espacio público para dirigirse al aparato de poder nacional e internacional. Sujeto da nombre, entonces, no a un punto de partida de la justicia, sino a un punto de llegada que se va constituyendo sobre la marcha, es decir, en el devenir de los procesos participativos a los que no es posible predecir completamente una única finalidad. Su éxito o ausencia depende de la función que le sea predispuesta a esta modificación de lo social y que habrá de servir como criterio para la evaluación. Pero la función, o sea, la expectativa de justicia social, es amplia y compleja, difícilmente de orden mecanicista; además, se arma mediante la participación colectiva sobre la dimensión del género, la ecología y lo sustentable en las maneras ancestrales de disposición de la naturaleza, las lenguas y demás prácticas colectivistas. Así, la interpretación que se da de los espacios ganados para la participación es provisional. Este sujeto colectivo comparte esa misma cualidad o condición de provisionalidad; puede ser visto en numerosos lugares, realizando a su provisional manera la justicia cotidiana.
BIBLIOGRAFÍA
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Althusser, L., “Ideología y aparatos ideológicos de Estado”, en S. Žižek (comp.), Ideología. Un mapa de la cuestión, FCE, Buenos Aires, 2003.
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Castoriadis, C., La institución imaginaria de la sociedad, Seuil, París, 1975.
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Mouffe, C., El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical, Paidós, Barcelona, 1999.
1 La disparidad entre experiencia y sensación pasa por el lenguaje, ya que toda representación es marcada por las formas sintácticas y, por lo tanto, por un orden que no es el de la vivencia sino el del lenguaje. Pero la heterogeneidad no se da entre proposiciones sino entre lo que marca al sujeto desde la cultura, desde el lenguaje, desde el inconsciente y desde la contingencia introducida por la dimensión de las acciones contingentes. La unidad de lo heterogéneo tiene lugar como acto de interpretación (Adorno) o como constelación de sentido (Benjamin).
2 En este sentido, la autoridad del discurso se refiere a la modalidad de certeza que instaura, a la que podemos acercarnos a través de la dimensión pragmática o retórica del discurso; el autoritarismo del discurso se refiere a la instauración de una modalidad académica o institucional mediante la cual se excluye el discurso que no acepta los supuestos del ejercicio discursivo primero. Por ejemplo, bajo la forma que afirma que no puede haber teoría política sin el supuesto del sujeto de lo político; supuesto que no debe ponerse en cuestión, de lo contrario se excluye ese pensamiento crítico de la esfera de la teoría ortodoxa. Se trata de un ejercicio típico del poder/saber, pues éste sólo existe como relación de fuerza en acto.
3 Esta dimensión se instaló no sin dificultades en los análisis de la teoría crítica, en particular en Adorno (1991) y en Benjamin (2005). Luego en Foucault, en sus textos ya citados, y en Castoriadis (1975). En ese ámbito se le determina como autodespliegue de lo imaginario radical como sociedad y como historia, mediante lo instituyente y lo instituido.
4 Genealogía significaría “el acoplamiento de los conocimientos eruditos y las memorias locales, lo que permite la constitución de un saber histórico de las luchas y el uso de ese saber en las tácticas actuales” (Foucalt, 2002, p. 22). La genealogía es un práctica crítica, desujetante e insurgente.
5 Citaré un pequeño libro escrito por Aníbal Quijano, Ana Esther Ceceña, Naomi Klein, Edgardo Lander, René Ramírez, Boaventura de Sousa Santos, Magdalena León, Alberto Acosta e Irene León, coordinado por esta última, en el que se resume de manera clara la plataforma del buen vivir: Sumak Kawsay/Buen vivir y cambios civilizatorios (2010).
6 Esta noción de buen vivir ha sido usada en los últimos tiempos de manera descuidada; sin embargo aquí puede referirse a un uso de la lengua a través del cual el vocabulario de lo político, o de lo social y cultural es analizado a partir de la no correspondencia, necesariamente, de sus efectos de sentido y valor con el significado o la función explícita asignados por las instituciones cuyas prácticas y normas controlan la producción de sentido. Tras el análisis, y a causa de él, la palabra es reapropiada y puesta en circulación nuevamente, determinando a través de contextos colectivos de debate y discusión nuevos significados que hacen emerger un nuevo acontecimiento del decir de dicho debate. El nuevo significado es expropiado en el análisis y reapropiado, completando un proceso de ex-apropiación o resignificación. El primero en interesarse en describir esta resignificación fue Nietzsche (2011, p. 88); mucho después, Jacques Derrida también lo hizo con su demostración de los procedimientos incluidos en su noción de técnica de deconstrucción (1971).