Términos estratégicos de operación: acontecimiento y experiencia

Este texto es una versión preliminar leída el 27 de octubre de 2010, en el evento IV Encuentro nacional de la asociación latinoamericana de estudios del discurso (ALED) 2010.

José Francisco Barrón Tovar

Con razón se ha dicho: “Donde está vuestro teso­ro, allí está vuestro corazón” […] En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias», –¿quién de nosotros tiene si­quiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás hemos prestado bien atención “al asunto”: ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón –¡y ni siquiera nuestro oído!

Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral

Hay en la práctica del pensamiento del día de hoy un debate sobre la manera de poner en operación el concepto de experiencia de acuerdo a las actuales condiciones políticas, tecnológicas, económicas, subjetivas, etcétera. Los componentes especulativos como el de la sensación en sentido cognitivo, el de la costumbre, el de presenciar, el de lo aprendido mediante la repetición, el de la facultad de conocer, el del cúmulo de aprendizajes, el de la experimentación y otros, parecen haberse vuelto inservibles para los campos problemáticos que articulan el día de hoy. Tal estado de las cosas se evidencia por los múltiples esfuerzos especulativos realizados por los más diversos pensadores desde finales del siglo XIX para reelaborar la palabra y el concepto y hacerlos funcionales.

Así, por ejemplo, y allegado a nuestra vida presente, en un texto periodístico llamado “El consumo a la luz de la tele”, el poeta Javier Sicilia ha tratado, de cándida manera, de caracterizar nuestra experiencia contemporánea en relación con una reutilización de los conceptos de alienación e ideología. De este modo escribe:

“Delante de la televisión se nos amputa de la experiencia real. […] Hay así, en nuestra sencilla experiencia de mirar la ‘tele’, una pérdida de libertad que –en la posesión del control del aparato que nos genera una sensación de poder y de omnisciencia virtual– no se manifiesta como tal y permite, sin que nos demos cuenta, que profundos núcleos ideológicos nos devoren. Sometidos a imágenes aisladas y descontextualizadas, a discursos que no podemos responder, a eslóganes que prometen paraísos, se nos amputa de una representación coherente de una situación, convirtiéndonos en consumidores de expectativas de disfrute. […] Sometidos a la espontaneidad mediática, inducidos a ir a las urnas para votar por ellos, nos hacen creer que participamos, al mismo tiempo que nos amputan del trabajo real de la experiencia de la vida política.”[1]

Lejos de este miedo a la técnica y separación entre una experiencia real (donde la libertad política y el ejercicio de las facultades vitales se daría) y una experiencia mediático-capitalista, los ataques y reelaboraciones críticos a los conceptos habituales de experiencia parecen articularse sobre un uso cosificante de la referencia que impide determinados empleos culturales, políticos y estéticos del concepto. Y es que los diagnósticos críticos se centran en el problema de un concepto y ejercicio de la experiencia que requiere una evidencia, una referencia, un objeto, una cosa o un hecho. Se podrían citar dos importantes autores que, aunque alejados en muchos sentidos, al dirigir sus prácticas especulativas hacia el uso de la palabra y el concepto experiencia han diagnosticado el mismo problema. Por una parte, es conocida la diatriba de Walter Benjamin contra la manera –capitalista y autoritaria– de llevar a cabo las condiciones culturales y tecnológicas de la modernidad, puesto que, según él, tal puesta en operación implica y produce una “experiencia reducida al punto cero, a un mínimo significado [...] cuyo valor propio se aproxima a cero y que sólo podría alcanzar [...] un triste significado”.[2] Benjamin asegura que la experiencia tal como se la entiende y se la produce en la modernidad es de “rango inferior, quizás de rango ínfimo”;[3] es decir, se trataría una experiencia en la que se degrada la riqueza histórica, tradicional, a puro shock,[4] a sólo golpes sensoriales. Por su parte, Martin Heidegger, haciendo una genealogía del concepto de experiencia, en los textos reunidos con el nombre de Aportes a la filosofía, en su parte 77 llamada “expiriri —experiencia —experimentum— ‘experimento’ —empeiria—experiencia—intento”, afirma que el ejercicio de la experiencia que se articula con nuestra época maquinista, en la que somos indigentes al “experienciar” el acontecimiento de la verdad y preferimos la vivencia (Erlebnis), es la que se ejerce como una “ingenua descripción inmediata”[5] que debe “describir y asumir y constatar” “el subsistir de una referencia”.[6]

Unos años antes de los trabajos de tales autores, Friedrich Nietzsche había diagnosticado en los individuos modernos un cierto “empirismo burdo” al relacionarse con sus pasiones corporales y con el lenguaje. De tal ejercicio de la experiencia que estos individuos modernos podían ejercitar, Nietzsche afirmaba que se debía a una empirización, y afirmaba sobre esto: en “los sentidos es de donde procede toda credibilidad, toda buena conciencia, toda evidencia de la verdad”.[7]

Ya más allegados a nosotros, otros autores han seguido estas críticas. Así, Paul de Man, en relación con sus trabajos de retórica, ha sostenido que nuestros usos contemporáneos del lenguaje emplean una “ideología estética”[8] que implica una “degradación de la metáfora”[9] al requerir un “residuo de sentido”.[10] Por su parte Joan W. Scott, en su artículo llamado “Experiencia” que reabre la discusión, ha atacado la “noción referencial de la evidencia”[11] en relación con la importancia del papel que juega el lenguaje en la constitución de sujetos. Así, si, por un lado, afirma que “No son los individuos los que tienen la experiencia, sino los sujetos los que son constituidos por medio de la experiencia”,[12] por otro, defiende que “Los sujetos son constituidos discursivamente, la experiencia es un evento lingüístico […]. La experiencia es la historia de un sujeto. El lenguaje es el sitio donde se representa la historia.”[13] En controversia con esta postura de Scott, Dominick LaCapra en su texto “Experiencia e identidad” trata de reelaborar el concepto usando el arsenal psicoanalítico, y lo postula como un “residuo indefinido”.[14] Según LaCapra la experiencia debería entenderse como “respuesta a los acontecimientos traumáticos”,[15] como “respuesta afectiva” para el “pasar por algo”.[16] Lo interesante de la propuesta de LaCapra es que trata de poner en operación el concepto de experiencia en relación con una “política de la memoria” para los casos de “transmisión intergeneracional del trauma”;[17] es decir, de los casos en que decir el sufrimiento implica poder hacer una cierta justicia.

Empero, sería conveniente seguir un tanteo que Nietzsche hizo en relación con la experiencia. Es ya un lugar común que Nietzsche aborda el concepto de experiencia de acuerdo a una descripción de de las condiciones culturales para la salud de los individuos, de los pueblos y de las culturas”,[18] o lo que en otra parte llama las “condiciones de producción de hombres”.[19] Pero ello no implica que para Nietzsche la experiencia se reduzca al sentido de los procesos de individuación. Estos sólo son usados por Nietzsche como indicios de otra cosa. Por ejemplo, las formas de estructuración de las fuerzas de los cuerpos individuales indica para Nietzsche la estructuración del sentido de una experiencia determinada. Así escribe en Ecce homo: “yo no ataco jamás a personas, me sirvo de la persona tan sólo como de una poderosa lente de aumento con la cual puede hacerse visible una situación de peligro general, pero que se escapa, que resulta poco aprehensible.”[20] Y Nietzsche hace tal cosa porque tratra de pensar la experiencia como la invención, producción y alteración de ámbitos de sensibilidades, de prácticas, de relaciones, de procesos de subjetivación, de condiciones de enunciación y de discurso. Así una experiencia implica “hacer nuevas experiencias”, “aprender a sentir de modo diferente”,[21]crear nuevas costumbres”.[22] O como afirmaría Nietzsche una “experiencia superior”:[23]Se ha de aprender a ver, se ha de aprender a pensar, y se ha de aprender a hablar y a escribir […], no responder inmediatamente a un estímulo”.[24]

Y es sobre este tanteo nietzscheano que Gilles Deleuze ha trabajado el concepto de acontecimiento. Pues el ejercicio del concepto acontecimiento sólo puede entenderse como respuesta al campo problemático actual de la experiencia. Lejos de toda necesidad de referencia o evidencia empírica, un acontecimiento puede concebirse como la insistencia de una disposición determinada en la que se conjuntan, articulan y funcionan en un sentido contingente y paradójico múltiples y heterogéneos mecanismos azarosos, singulares y productivos de otros acontecimientos. Pueden articular un acontecimiento cuerpos, fuerzas políticas y sociales, maneras de vivir, colectividades, prácticas, formas de sensibilidad, especies animales, vegetales y minerales, ficciones, etcétera. En otras palabras, la experiencia debe tratarse como sentido.


[1]Sicilia, Javier. “El consumo a la luz de la tele” en Proceso 1704, 28 de junio de 2009, pp. 64-65

[2] Walter Benjamin, Sobre el programa de la filosofía futura, en Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos. Trad. de Roberto J. Vernengo. México, Origen-Planeta, 1986, p. 8.

[3] Ibid., p. 7.

[4] Cf. W. Benjamin, “Sobre algunos temas en Baudelaire”, en Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos, pp. 89-124.

[5] Martin Heidegger, Aportes a la filosofía. Acerca del evento. Trad. de Diana V. Picotti C. Buenos Aires, Biblos, 2006, p. 142.

[6]Ibid., p. 141.

[7] Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal. Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Barcelona, Folio, 2002, § 134.

[8]Cf. Paul de Man, La ideología estética. Trad. de Manuel Asensi y Mabel Richard. Madrid, Cátedra, 1998.

[9] P. de Man, “Génesis y genealogía”, en Alegorías de la lectura. Lenguaje figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust. Trad. de Enrique Lynch, Barcelona, Lumen, 1990, p. 134.

[10] P. de Man, “Retórica de tropos”, en ibid., p. 121.

[11] Joan W. Scott, “Experiencia”, [en línea] en 148.202.18.157/sitios/publicacionesite/pperiod/laventan/…/ventana13-2.pdf [Consulta: 22 de junio, 2010]

[12] Ibid.

[13] Ibid.

[14] Dominick LaCapra, “Experiencia e identidad”, en Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica. Trad. de Teresa Arijón. Buenos Aires, FCE, 2006, p.64.

[15] Ibid., p. 60.

[16] Ibid., p. 68.

[17] Ibid., p. 67.

[18] F. Nietzsche, II Intempestiva. Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. Trad. de Germán Cano. Madrid, Biblioteca nueva, 1999, p.

[19] F. Nietzsche, Humano, demasiado humano. Trad. de Carlos Vergara. Madrid, Edaf, 1984, § 24.

[20] F. Nietzsche, Ecce homo. Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Madrid, Alianza, 2005, 1, § 7.

[21] F. Nietzsche, Aurora. Trad. de Germán Cano. Madrid, Biblioteca nueva, 2000, § 7.

[22] Ibid., § 9. Allí afirma:

Las costumbres representan las experiencias adquiridas por los hombres anteriores con respecto a lo que consideraban útil o nocivo -pero el sentimiento con respecto a las costumbres (la moralidad) no hace referencia ya a estas experiencias como tales, sino a la antigüedad, santidad y al carácter incuestionable de las costumbres. Por ello, la moral se opone a que se realicen nuevas experiencias, y a corregir las costumbres, esto es, se opone a la formación de nuevas y mejores costumbres, es decir, embrutece. (Ibid., § 19)

[23] F. Nietzsche, II Intempestiva, § VI, pp. 93 y 94 respectivamente.

[24] F. Nietzsche, El ocaso de los ídolos. Trad. de Roberto Echavarren. Barcelona, Tusquets, 2003, p. 94.

Genealogía del vocabulario de la trata

Este texto es una versión preliminar leída el 23 de septiembre de 2010, en el evento 2º Congreso latinoamericano sobre trata y tráfico, migración, género y derechos humanos de personas.

Francisco Barrón
Francisco Salinas

“Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. […] mi papá las corrió a las dos […] les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas.”
Juan Rulfo. “Es que somos muy pobres”

Son ilustrativas las diatribas que las organizaciones no gubernamentales lanzan contra las leyes e instituciones alentadas por el Estado-nación para “mitigar”, “desalentar” y “combatir” aquello que nos empeñamos por nombrar con el sintagma “trata de personas”. Imputaciones de vacíos legales, insuficiencia de políticas públicas, desatención psicológica, jurídica y económica hacia las víctimas, son razonablemente esgrimidas. Estas acusaciones aparecen en relación y como respuesta a la reciente articulación del término “trata” con el de “tráfico” –lo que permite el sintagma “tráfico de personas” y supone un salto al ámbito internacional en su tratamiento político-jurídico–, y van acompañadas por la exigencia de que “es necesario aplicar un enfoque amplio que ampare los derechos humanos internacionalmente reconocidos de las víctimas”.
Tales atribuciones hacen visibles al menos tres cuestiones: 1) que al promulgar tratados y leyes contra lo que se llama “el fenómeno de la trata”, las instituciones y mecanismos del Estado-nación se hallan más interesados en defender sus prerrogativas de soberanía sobre individuos y fronteras contra poderes rivales y emergentes, como otros Estados-nación o el narco; 2) que las acusaciones se hayan desencaminadas allí donde se articulan con los mecanismos de los Estados-nación –sobre todo porque sólo responden a lo que el Estado-nación lleva a cabo, sobre todo porque exigen en términos legales internacionales; y 3) que tal estado de las cosas desatiende, sin proponérselo y por la perspectiva estético-política que lo produce, aquellas prácticas, discursos, cuerpos y pasiones que conforman eso contra lo que intentan administrar tratamientos legales, psicológicos o estatales. Se descuida todo el ámbito micropolítico, estético-político, de la experimentación de mecanismos cotidianos de la crueldad a la que se somete a los cuerpos en lo que llamamos “trata”.
Walter Benjamin, Gilles Deleuze y Félix Guattari, nos recomiendan que frente aquello que nos da rabia o vergüenza lo mejor es pensar. En este sentido cabría preguntar, a la vez que se actúa, ¿cuáles son los conglomerados de fuerzas (políticas, sociales, tradicionales, criminales, etcétera) que se articulan y que nos exigen usar los sintagmas “trata de personas”, “tráfico de personas”? ¿Son caracterizaciones que las instituciones legales o estatales usan para combatir o para construir los efectos que un acontecimiento produce? ¿Los sintagmas “trata de personas” y “tráfico de personas”, junto a las leyes, instituciones y organizaciones que los constituyen, avalan y tratan de combatir, describen un acontecimiento histórico? Y si es así, ¿se trata de un acontecimiento reciente o constituye ya desde hace tiempo nuestras vidas, modifica o mantiene nuestras prácticas, les da sentido a nuestra cotidianidad, dirige nuestros hábitos? Además ¿será el término “trata de personas” y “trafico de personas” la denominación del total del fenómeno que se quiere describir o será sólo la parte final de un entramado que no alcanza a evidenciar? ¿Tendrían alguna relación con las formas en que se ha ejercido la bio o la necropolítica en la modernidad? O quizás antes, ¿qué prácticas específicas conformarían ese acontecimiento, qué discursos lo dirían, cómo caracterizar los deseos que mueve, las pasiones que lo sostienen, los cuerpos que lo repiten?
Lo que parece innegable es que el conglomerado de fuerzas (estatales, legales, criminales, cotidianas, etcétera) que conforma la exigencia de usar el sintagma “tráfico de personas” produce múltiples y embrollados efectos valorativos y retóricos que los mecanismos legales, estatales y organizativos, en lucha contra el “fenómeno de la trata”, retoman, repiten y refuerzan sin más. Así sucede que valoraciones morales se confunden con afirmaciones políticas, el lenguaje dedicado a la circulación comercial se utiliza para determinar un fenómeno criminal, la “defensa de los derechos humanos” (que se refiere a un ámbito internacional) se articula con la estimación de usos y costumbres (que suceden en una ubicación específica), la contestación al capitalismo se embrolla con el vocabulario del tratamiento y de los procesos a los que se somete a alguien, la terminología de la prostitución se confunde con la de la esclavitud.
Quizás se requieran otros tratamientos para abordar, al menos, esos “sistemas de crueldades” en los que se busca someter, en la “trata”, a los cuerpos de los individuos. La crueldad se puede caracterizar como dispositivo sensible que funciona produciendo relaciones, costumbres, hábitos, normalidades, colectividades, cuerpos y procesos de subjetivación en los que la experiencia corporal del dolor se ejerce degradando el cuerpo, consumiendo a los individuos, reduciendo la vitalidad, empobreciendo la sensibilidad, asolando el deseo, enclaustrando la propia identidad. Y no es casual que los documentos internacionales sostengan “el carácter secreto de la trata” o lo caractericen como “crimen ‘subterráneo’”, y que una de las primeras constataciones que hacen los testimonios de las víctimas es que “nadie pone rostro a este flagelo”. Esa confesión y esa prueba exigen ciertas maneras de diagnosticar y pensar los mecanismos de crueldad que aún llamamos “trata”. Se podrían, para empezar, describir las máquinas vitales de experimentación de la domesticación de los individuos, de los mecanismos de goce y consumo de los cuerpos que se articulan como los sistemas de crueldad que aún llamamos “trata”. En alguna de ellas podrían aparecer los siguientes:
1) Mecanismos de analogía impensada: los organismos internacionales y las organizaciones asumen que lo que llaman “trata” es una “práctica análoga a la esclavitud”, postulando la analogía y desplazando los sentidos y valoraciones de un acontecimiento histórico a ciertas prácticas modernas. Así, evitan pensar y funcionan para confundir los sistemas de crueldad que constituyen la trata con los mecanismos históricos de la servidumbre involuntaria;
2) Mecanismos de vulnerabilidad: se utiliza la denominación “situación de vulnerabilidad” para determinar las condiciones de vida de los individuos antes de ser víctimas de “trata”. Así, se habla de que el Protocolo de Palermo busca “mitigar factores como la pobreza, el subdesarrollo y la falta de oportunidades equitativas que hacen a las personas, especialmente las mujeres y los niños, vulnerables a la trata.” Con lo que se hipernaturaliza una situación y las características de los individuos víctimas de los mecanismos de “trata”. Lo interesante en esta hipernaturalización es que lo que supuestamente pondría en “riesgo” de “trata” a un individuo es una pretendida “vulnerabilidad” que le hace “no tener más opción verdadera ni aceptable que someterse al abuso”; (dando una especie de normalidad a tal suceso);
3) Mecanismos del cuerpo deseable: así, la pregunta “cómo se identifica a las víctimas de la trata” sólo es contestada para naturalizar ciertas formas de subjetividades supuestamente “vulnerables”, olvidándose de que esos sistemas de crueldad funcionan mediante mecanismos pasionales que producen como deseables a ciertos cuerpos por sobre otros que se hallan en situaciones vitales-económicas similares. Las leyes y los mecanismos estatales-organizativos dejan de lado todo un ámbito del deseo que constituye las prácticas y hábitos cotidianos de la crueldad (descuidando el ámbito micropolítico y estético político);
4) Mecanismos económico-religiosos de la deuda infinita: muchos testimonios de víctimas hacen referencia a que la relación que se establece entre ellos y quienes los explotan es el de una “deuda” que nunca se termina de pagar puesto que se halla basada en la reproducción de la propia vida de la víctima. Así, se adeuda lo que han comido, la habitación en la que han dormido, la protección que se ha recibido, etcétera;
5) Mecanismos de la burocratización o de la banalidad del mal: por otro lado, quedan fuera también de las ataques del estado-nación y de las organizaciones no gubernamentales, los mecanismos de crueldad que reproducen el funcionamiento de los gobiernos burocráticos aparecidos en el siglo XX los totalitarismos, fascismos y en varias democracias. Así, Marcela Loaiza en su testimonio de su explotación por la mafia yakuza afirma que “es una cadena. Una red completa. Yo nunca supe quién es quién”;
6) Mecanismos de confusión cuerpo-mercancía: es por demás interesante el desplazamiento capitalista que el Protocolo de Palermo introduce al abordar lo que llama “trata”. Así, se solaza en desplazar el vocabulario de las mercancías al de los mecanismos a los que las víctimas son sometidas, y recomienda a los Estados-nación “desalentar la demanda que propicia cualquier forma de explotación conducente a la trata de personas, especialmente mujeres y niños” (sin poner en cuestión los mecanismos que la desmedida importancia que la mercantilización de la vida promueve)
7) Mecanismos de desarraigo: los testimonios enuncian el desarraigo, la extirpación del cuerpo de un individuo y la evitación de establecimiento relaciones en un lugar determinado, como un mecanismo de crueldad. Así, Marcela Loaiza testimonia que: “la mafia te vende dos o tres veces por cuatro o cinco millones de yenes. Trabajas y trabajas y te siguen vendiendo. Te cambian de sector, ciudad y zona para seguirte explotando”; y
8) Mecanismos de inversión víctima-victimario: por supuesto, las leyes e instituciones del estado o los esfuerzos de las organizaciones no gubernamentales no ha podido poner en operación mecanismos que modifiquen el dispositivo de la crueldad por excelencia, el que invierte la situación de la víctima y la hace responsable por lo que le pasó.

Literalidad. Un acercamiento a la cuestión del “poder de la palabra”

Literalidad
Un acercamiento a la cuestión del “poder de la palabra”

José Francisco Barrón Tovar

La similitud debe ser sustituida por la casualidad.
Friedrich Nietzsche. Fragmento de 1872

La metamorfosis es lo contrario de la metáfora.
Gilles Deleuze y Félix Guattari. Kafka. Por una literatura menor

A la pregunta sobre cuál es nuestra relación con el lenguaje, lo que el lenguaje hace con y sobre nosotros, los sofistas griegos respondían con el concepto de “improvisación”, de persuasión kairológica, nosotros modernos respondemos con la interpelación ideológica. Cuestión problemática es determinar aquello que hizo dable que el poder de persuasión kairológica del lenguaje decantara en lo ideológico. Puesto que la posibilidad de pensar el poder persuasivo del lenguaje en términos de interpelación es un efecto del empobrecimiento de las condiciones de padecer, de empobrecidas condiciones de la producción de la experiencia.
Nos suena a desafío eso que Filóstrato nos refiere sobre el sofista griego Gorgias:

“Parece que [Gorgias] fue el primero en hacer discursos improvisados. En efecto, en cierta ocasión fue al teatro de los atenienses y, con toda audacia, dijo: «Proponed un tema»; y por primera vez realizó la ardua hazaña de pronunciar un discurso en estas condiciones, demostrando […] que podría hablar sobre cualquier cuestión confiándose en la ocurrencia del instante.”

Lo que nos interesa en lo referido se halla en que con su capacidad de hacer discursos según lo que acontece, ese inventor de prosbolei que presumía dominio sobre sí mismo y llevar una vida digna de ser vivida, le ha lanzado un reto a la concepción moderna de nuestra relación con el lenguaje. Pues su capacidad para llevar a cabo un epi kairou legein, según consigna el texto griego, somete toda palabra a la exigencia de la respuesta conveniente a lo que acontece –lo que Baltasar Gracián llamaba “la urgencia de lo conceptuoso”. Y eso es lo que nos suena raro: que un discurso pueda llevarse a cabo confiándose a la ocurrencia de lo que pasa, uno capaz “[...] de, según la fórmula de Jacqueline de Romilly, dominar la ocasión y [...] plegarse a la oportunidad (lo que los griegos llaman el kairos).” Y es que esa capacidad de proferir discursos entregándose a lo que acontece era lo que Gorgias llamaba en su Elogio de Helena “el poder de la palabra”.
Lo que nos suena extraño, lo interesante para nosotros, es la especificidad técnico-lingüística del valor kairós que el sofista de Sicilia pone en operación. Herederos del historicismo tenemos el hábito de leer el kairós en sus términos, como coyuntura o circunstancia, aún como crisis. Y las maneras en que podemos traducir la palabra griega kairós no vierten el sentido de lo que hace Gorgias. Así kairoV puede ser entendida por nosotros como la medida conveniente o la justa medida; el momento oportuno, el tiempo favorable, o la ocasión; la oportunidad o la conveniencia; la ventaja o la utilidad; el tiempo presente o el lugar conveniente. Lo que queda fuera de reflexión sobre el kairoV en ese hábito y en esa disciplina filológica nuestros es el sentido y el valor técnicos de su uso, aquello que según Jean-Pierre Vernant los sofistas buscaron: “[...] la elaboración de una especie de filosofía técnica, de una teoría general de la tecne humana, de su éxito, de su poder.” Lo que queda fuera es que ese funcionamiento poético-técnico del lenguaje producía efectos estético-políticos sometidos al kairós, eso es lo que los sofistas griegos llamaban piqanon o persuasión.
En la antigüedad griega el valor kairós funcionaba como un sensus communis para las técnicas del pensamiento y del lenguaje. Varios autores pueden venir en nuestra ayuda para mostrar su carácter convencional. Pueden testimoniar de ello incluso aquellos filósofos reticentes a darle al kairoV su lugar central en el pensamiento y cuya tarea era estropear y desgastar su uso, así como reformular en términos pedagógico-políticos lo piqanon. Por ejemplo, para Platón, quien sigue en esto a toda la tradición griega, la tecnh consiste en utilizar ciertas fuerzas (dunames) en un tiempo favorable (kairw) y como conviene (en ti deonti). Así, en República afirma que “[...] cuando al hacer una tarea se ha dejado pasar el buen momento [kairon], para […el trabajador] todo está perdido.” De allí que en el Fedro afirme que para dominar la técnica de la psicagogía, además del conocimiento de los tipos de alma de los hombres, se debe poseer el conocimiento del “[...] tiempo de hablar y el de abstenerse de hacerlo y discernir la oportunidad de un discurso [...]”. Otro ejemplo. Aristóteles en la Ética a Nicómaco escribe que “Menester es que quienes han de actuar atiendan siempre la oportunidad del momento [kairon] como se hace en la medicina y el pilotaje”. Por ello en su Retórica define la técnica retórica como “[...] la facultad de teorizar lo que es adecuado en cada caso para convencer.” Y según él, en esta capacidad de pensar y hacer uso del valor del caso, “[...] la retórica se reviste con la forma de la política [...].” Las filosofías de Platón y Aristóteles se elaboraron en contra los valores de la retórica, pero enuncian adecuadamente ese entramado sofístico entre política-lenguaje-técnica que tanto perturba nuestros hábitos modernos.
Pero la especificidad de la productividad kairológica del discurso gorgiano se nos hurta aún. Quizás indagando un poco más el sentido de kairoV podamos pensar lo que Gorgias concibe como poder del lenguaje. Jean-François Lyotard, en la serie de conferencias sobre Nietzsche y los sofistas llamada La lógica que nos urge, ha caracterizado el kairoV como “[...] el momento sobre el cual es preciso saltar si se quiere ganar.” Por su parte, Marcel Detienne afirma que el “orden del kairos” es “[…] el tiempo de la acción humana posible, el tiempo de la contingencia y la ambigüedad.” Y Vernant dice que es “[...] ese momento en el que la acción humana acaba [por…] encontrar un proceso natural que se desarrolla al ritmo de su propia duración.” Y aquí, en este entramado de lenguaje-acción-tiempo, es donde nuestros hábitos historicistas empiezan a funcionar y les ganan incluso a aquellos pensadores más duchos en lo griego. Pues cuando tratamos de concebir un kairoV discursivo nos imaginamos un curso temporal al que debemos amoldar nuestras acciones discursivas. Por un lado el proceso real que se da automáticamente y por otro el lenguaje que debe decirlo. Nada más alejado a lo que Nietzsche llama “la adoración divina de lo dado” o lo que Althusser llamó “mito religioso de la lectura”, que el proceder kairológico gorgiano. Y es que para el sofista lo piqanon señala la relación kairológica del hombre con el lenguaje, señala nuestra potencia de improvisación.
En la modernidad es Nietzsche quien reformula más enfáticamente para el pensamiento y las prácticas esos valores kairológicos de la sofística griega. Así escribe: “Para hablar correctamente hay que tener presente […] lo conveniente [y...] los siguientes criterios: a quien y ante quien se habla, en qué momento, en qué lugar, con qué ocasión.” Pero esta reformulación la lleva a cabo contra ese habitual desprecio que nosotros los modernos dirigimos hacia el carácter artificial del lenguaje y contra nuestra preferencia por un “empirismo burdo” en su uso. Puesto que si Nietzsche afirma que “[…] el lenguaje en cuanto tal es el resultado de artes puramente retóricas”, es porque nos alerta sobre esa creencia moderna de “[…] que manejamos la lengua de un modo burdamente empírico […]”. Pero esta creencia se hunde más profundamente de lo que podríamos aceptar en nuestras prácticas lingüísticas. Ese uso empirizante se nos vuelve peligroso cuando se extiende hasta nuestras tentativas de hacer usos teóricos y políticos de la retórica al pensar la supuesta configuración del individuo en sujeto por el lenguaje. La posibilidad moderna de entender el poder persuasivo del lenguaje en términos de ideología lo prueba.
Nos refiere Diógenes Laercio que para los estoicos lo “Pithanon es un axioma que arrastra al asentimiento [sugkataqesin] [...].” En su trabajo de reformulación de las prácticas especulativas y políticas marxistas, Althusser trató esa “empresa de convicción-persuasión” del asentimiento por obra de lo piqanon como fuerza ideológica del lenguaje, situando a la operación de la interpelación como su mecanismo político principal. Althusser trata el mecanismo de la interpelación como potencia que induce-produce las “verdades” políticas sobre las que los individuos pensarán, dirán y vivirán sus prácticas. La interpelación ideológica es “[…] la producción de lo que nos parece la evidencia misma”: la conformación de la experiencia vivida de nosotros mismos como sujetos políticos. A partir de que Althusser leyó lo piqanon en términos de un supuesto poder “eficaz absoluto” del lenguaje, la cuestión de “[…] lo que el texto realmente hace con nosotros”, según la formulación de Paul De Man, ha estado a discusión.
Siguiendo las hipótesis nietzscheanas de la naturaleza retórica del lenguaje, De Man afirma que el lenguaje debe tratarse como un “poder posicional” o “figurativo” que se confunde con un funcionamiento tropológico…

Feminicidio:algunas anotaciones críticas

Ana María Martínez de la Escalera

Deseo señalar la importancia decisiva que en los últimos tiempos ha cobrado el análisis de la eficacia del discurso, sin duda derivada del debate ocurrido entre los numerosos activismos de género, y también del trabajo de reelaboración teórica del feminismo cuyo fin ha sido dotar a esos debates de un vocabulario común, claro, suficiente y político. El análisis del vocabulario del feminicidio se consagra a esa dimensión o fuerza eficaz ─operativa y performativa─ del discurso con perspectiva de género. Eficacia no es, por cierto, eficiencia. [1]
Esta eficacia operativa se evalúa únicamente en función de la oportunidad –kairós- de un uso; por lo que siempre exige una toma de decisión entre posibles y diferentes estrategias.
Apuntaremos que en el caso del vocabulario del feminicidio las estrategias de las que hablamos re-politizan el debate entre las diversas perspectivas de género más allá de la mera competencia jurídica de la noción. Esta re-politización sucede cuando se introduce la dimensión histórica al análisis de la división sexual del trabajo con el resultado de que se desnaturaliza la noción de género. Re-politizar es explicar cómo se produce la división sexual del trabajo y cómo se han establecido relaciones históricas entre ella y la división del trabajo capitalista. El vocabulario del feminicidio propone que la violencia de género, presente en las prácticas de división sexual del trabajo, no es provocada por circunstancias aleatorias (subjetivas o sociales) sino por prácticas estructurales y complejas de dominación. La complejidad explica como se yuxtaponen o sobredeterminan las formas de dominación económicas a otras relaciones de poder.
Se descubre la eficacia del vocabulario del feminicidio para el debate con perspectiva de género entre feministas, activistas o científicos sociales cuando se pone de manifiesto que procedimientos histórico-políticos son utilizados para naturalizar lo que en realidad –desde la perspectiva de género- es una producción histórica. Ambos discursos: el que ostenta una perspectiva de género y el ortodoxo, toman postura respecto a la división sexual del trabajo. Esta postura puede ser entendida como el uso de procedimientos de apropiación y expropiación de vocabularios para el análisis y sus efectos de poder y de verdad. Mediante procedimientos determinados se interviene lo que se describe, se impone una dirección a la interpretación y se muestra que en este campo de problemas, siempre se describe una perspectiva[2] (ortodoxa, sometida, subalterna, etcétera).
Podremos decir que algo sucede cuando se afirma el carácter local de la crítica implementada por el vocabulario. Ese acontecimiento se presenta como una “insurrección de los saberes sometidos” que mezcla los conocimientos eruditos (reconstrucción) con las memorias de la lucha local de los activismos de género en y fuera de la academia. El resultado es un saber crítico (contra los efectos de poder centralizadores de las instituciones académicas y el funcionamiento de un discurso científico o jurídico organizado por una sociedad como la nuestra), y por ende es insurrecto, político, histórico y genealógico; por lo mismo es provisional en función del sentido o dirección de las luchas dentro y fuera de las disciplinas.

La denuncia es el segundo modo de eficacia que estudiamos. Esta tiene lugar en la constitución del espacio público y en el papel que en ella toman los medios de comunicación. La denuncia detenta una fuerza de oportunidad muy singular. Más que ser insurrecta o llamar a la insurrección la denuncia torna el espacio público en un espacio democrático de discusión. Vuelve activo lo que suele ser pasivo en la administración de la información. Vuelve plural lo que suele ser, además, ortodoxo, vertical, medido por la actualidad, etcétera. La denuncia también desarticula efectos de poder institucionales y falocéntricos específicos. Descalifica a aquellos que defienden su carácter natural, intemporal e incambiable. Esta segunda forma que toma la eficacia sería genealógica pues, a partir de las discursividades locales (¿sometidas o subalternas?), introduce al espacio público (más allá del input de las instituciones como los medios de comunicación y la escuela) los saberes y los vocabularios de las partes, liberados de la sujeción institucional, y facilita el debate emancipador y transdisciplinario. Este debate liberador (es decir que admite el libre examen de las decisiones) sólo será posible si permanece a la escucha de lo otro (sin apropiaciones o reducciones de su discurso) sin tratar de ocupar el lugar del discurso académico disciplinar y sus controles.
No habrá mejor eficacia operativa que aquella por la cual, el vocabulario del feminicidio, genere un debate incondicional, más allá de coyunturas específicas, debate cuyo principal poder sea el de producir precisamente el intercambio libre de saberes, tácticas de intervención discursiva y genealogías. El vocabulario se presentará entonces como una “redescripción” puesto que sustituirá la descripción mediática (“muertas de Juárez”), la terminología jurídica, sociológica o su ausencia, por una descripción cuyo valor se politiza al introducir mediaciones –perspectiva de género- entre la palabra y lo que nombra. Estas mediaciones pueden proceder de los discursos sometidos o subalternos identitarios, de procedimientos críticos sin sujeto o de narraciones testimoniales por ejemplo.
Una vez establecida la pertinencia de la perspectiva de género, el feminicidio no nombra la generalidad de la violencia de género sino únicamente a aquellos de sus fenómenos con una dimensión necropolítica. (Mbembe) Es decir que feminicidio no equivale ni puede reducirse a “violencia de género”. Más bien introduce en el análisis una mediación explicativa: la descripción de las maneras de instrumentar la política de la muerte, dirigida hacia una parte de la población por otra parte de la población que hace uso de la impunidad. La impunidad no es la de los culpables, a la que se refiere largamente Rita Laura Segato como consustancial a nuestro régimen de justicia; sino a la manera en que se produce la “normalización” de la violencia de género y su régimen de exclusiones, que ya no asombran a nadie. Se trata en este caso de una normalización sistémica, estructural y compleja en la medida en que identifica el fenómeno sólo cuando se lo aísla de los dispositivos sociales que lo producen -como efecto biopolítico-, para concentrarse en su carácter criminal, producto de una subjetividad enferma o de la perversión de lo social, como por ejemplo la explicación por el narcotráfico. La noción de crimen presupone un marco ético para el cual matar es una desviación de la norma natural. Esta presuposición, que jamás es sometida a un examen, acompaña el recurso a la singularidad extrema o a la generalización más superficial del análisis del crimen de género (como sostuvo Erika Lindig) y agrega a los dos excesos señalados otro abuso: tratar el marco ético de lo jurídico (p.e., el valor absoluto del “no matarás”) como un marco natural y no histórico. Por su parte la fuerza hiperbólica del feminicidio es precisamente la de identificar el carácter general o sistémico (prosopopéyico) frente al circunstancial que acompaña la noción jurídica de crimen.
Otra fuerza operativa, abundantemente trabajada por quien introdujo el término, es la visibilización de la dominación de género. Creo que podemos estar de acuerdo con lo anterior siempre y cuando visibilizar, que implica volver evidente un fenómeno, no se entienda como la intención de llegar a la transparencia misma de lo que sucede, o a la transparencia entre palabra y hecho, sino, como sabemos gracias a la crítica de género, implique más bien una denuncia del dispositivo dominante de ejercicio de la violencia de género que naturaliza la diferencia. Pero aquí la eficacia –el convencimiento, la persuasión-es conseguida gracias a la fuerza del discurso testimonial.[3] La visibilización no vuelve la dominación evidente sino para quien se apropia de la perspectiva de género y de su vocabulario antiesencialista y antibiologicista (no antibiológico). Las preguntas generadas por el debate, ─por ejemplo: ¿Es aplicable el término en español? ¿En qué circunstancias? ¿Posee espíritu jurídico general?─ que apuntan al estatuto epistemológico y jurídico del término, y a su verdad, no deben separarse del aspecto retórico –persuasión, convencimiento, conmoción, etcétera-, o del aspecto político de su enunciación –su hegemonía en el debate feminista o entre el discurso de izquierda- que somete las cuestiones a una nueva voluntad no sometida, las hace participar en un juego de interpretaciones distinto (al disciplinar vigente), y se reapropia nuevas reglas de enunciación (las que rigen la memoria de la experiencia de los oprimidos). El vocabulario del feminicidio es un saber beligerante cuyo interlocutor es el debate mismo y su circunstancia es la lucha contra los aparatos de Estado. Esto es: el vocabulario no se dirige primariamente al estado para exigirle en tanto interlocutor privilegiado el cese de la violencia contra las mujeres. Es otra eficacia la que aquí se apunta, fuera de la lógica autoritaria emisor/destinatario. Esta otra retórica constituye espacios de democratización del discurso, de toma de la palabra y de expropiación de instrumentos de análisis. Es en este sentido, un verdadero ejercicio de política del discurso plural.
En este sentido, al interrogar la eficacia retórica del uso del vocabulario del feminicidio, nos desplazamos de la práctica jurídica (cuya acción es macropolítica es decir limitada por la vigencia de un marco moral abstracto), hacia una repolitización[4] del vocabulario del discurso con perspectiva de género que suspende la (macro)ética en función de un ejercicio democrático estratégico. Este ejercicio de otra política problematiza las premisas que se establecen por anticipado en cualquier teoría de la política que suponen la existencia de un sujeto de lo político, suponen la referencialidad inmediata del lenguaje -(lenguaje y mundo, y no su performatividad- y la integridad u homogeneidad de las descripciones institucionales o macropolíticas que proporciona. Afirmar que la política requiere un sujeto estable es afirmar, al mismo tiempo, que no puede haber una oposición política a esa afirmación. (Butler 1992, 9) La afirmación o el acto de afirmar no es solamente lingüístico sino performativo, produce actos o acontecimientos: en este caso, desacredita como no político, lo que es un acto reflexivo de puesta en cuestión y con ello a quienes lo llevan a cabo. En este caso la crítica feminista antiesencialista es desacreditada como potencial interlocutor político. La afirmación funciona entonces desde un dispositivo de poder u orden del discurso que dispone que es político y qué no lo es, quien puede o no ser interlocutor. Funciona excluyendo y a la vez promoviendo un tipo de discurso desde ciertos criterios de regularidad. Estos tres criterios funcionan como un marco del acto de interlocución y descansan, a su vez, en una exigencia o petición de principios: la de la identidad (del sujeto político, del lenguaje en su relación con el mundo y de las descripciones institucionales –por ejemplo ciudadanía, derechos, género, diferencia sexual, etc.)…

Discurso y violencia. Elementos para pensar el feminicidio

Erika Lindig Cisnero

Pese a la notoriedad mediática que por momentos ha alcanzado el problema del feminicidio en México, particularmente en Ciudad Juárez, se ha logrado poco o nada en cuanto a su investigación y prevención. Cientos de casos de mujeres jóvenes y de origen humilde, que han sido secuestradas, mantenidas en cautiverio y sujetas a prácticas de extrema violencia antes de ser asesinadas y dejadas en lotes abandonados, han sido documentados desde el año de 1993 en esa ciudad. Entre enero y mayo de este año, de acuerdo con cifras de “Nuestras hijas de regreso a casa” y de “Casa amiga”, ha habido por lo menos 17 asesinadas y 30 desaparecidas. Y este es el aspecto más visible del problema en nuestro país. Amnistía Internacional registró otros casos muy graves de feminicidio en por lo menos 10 estados de la república, Morelos entre ellos, como lo muestra también el trabajo de Armando Villegas. Estos datos nos obligan a reflexionar en torno a dos problemas relacionados entre sí. El primero se refiere a la visibilidad del la violencia de género. El segundo, a sus condiciones de posibilidad. Aquí trato de aportar algunos elementos para esta doble reflexión que me parece urgente.

El feminicidio ha sido caracterizado por el pensamiento feminista contemporáneo como el grado más extremo de violencia de género y de otras formas de violencia que laacompañan; y definido por Diana E. Russell como: “el asesinato de mujeres por hombres por ser mujeres”, es decir, por el mero hecho de serlo.Recientemente el término ha sido incorporado al discurso jurídico mexicano. Las investigaciones de Russel y otras pensadoras han servido en nuestro país, sobre todo, para tratar de explicarlos asesinatos de mujeres que han tenido lugar en Ciudad Juárez desde hace por lo menos 15 años. El fenómeno de Juárez se ha convertido en el paradigma del feminicidio en México, al mismo tiempo que ha dado visibilidad a la violencia de género que prevalece en nuestro país. Esta visibilidad, sin embargo, puede presentarse de distintas maneras, algunas poco deseables en términos políticos.

Para explicar las distintas formas de visibilidad, conviene recurrir al diagnóstico que Jacques Ranciere hace de nuestras democracias liberales. De acuerdo con él, vivimos en regimenes policiacos, gobernados por una ley a la que llama distribución de lo sensible. Una “ley implícita que gobierna el orden de lo sensible, que delimita lugares y formas de participación en un mundo común, estableciendo primero los modos de percepción en los cuales estos se inscriben”. Este régimen produce tanto a los actores políticos como a sus formas, tiempos y espacios de acción, determina “los procesos mediante los cuales se efectúan la agregación y el asentamiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución”.Esta distribución de lo público siempre se funda en una aporía: por un lado, la suposición de la igualdad de todas aquellas partes que pertenecen a la colectividad, por ejemplo, como ciudadanos; y por otro, la distribución desigual de las formas de pertenencia a esa colectividad. Por eso la distribución de lo sensible implica formas de inclusión y de exclusión. Siempre hay partes de la colectividad que, aun perteneciendo a ella, no toman parte en lo público. Las mujeres históricamente han sido una de esas partes. En el caso específico de los asesinatos de Juárez, Marisela Ortiz (miembro de la organización “Nuestras hijas de regreso a casa”) explica la exclusión de las víctimas de una forma muy elocuente:

La muerte o asesinato de una mujer no tiene gran significado, incluso para la industria maquiladorapues muchas de las mujeres que han sido asesinadas fueron trabajadoras de ahí. La mujer representa un papel mecánico, desechable, en una maquiladora desaparece una mujer y no se hace nada, no hay pronunciamiento ni acciones por parte de los empresarios y al día siguiente otra persona ocupa su lugar y aquí no pasó nada.

Justamente lo que hay que analizar es esa carencia de significado del asesinato de una mujer. Las víctimas, como mujeres pobres, migrantes, sujetas a condiciones de alta explotación, están en una situación de extrema precariedad. Lo que hay que subrayar es que la existencia de estos sectores vulnerables, y de individuos prescindibles desde el punto de vista social, político y económico, no es excepcional, sino constitutiva del orden de lo sensible. Un orden que produce exclusiones y que sienta así las condiciones de posibilidad para que el ejercicio de la violencia se siga reproduciendo impunemente (impunidad sistémica, en palabras de Martínez de la Escalera).

Paradójicamente, los asesinatos de Juárez, decíamos, han cobrado visibilidad en distintos momentos durante los últimos 15 años, hasta convertirse en paradigma, o símbolo del feminicidio en México. Pero se trata de una visibilidad sin consecuencias. Sin duda, las cifras han contribuido a que los feminicidios de Juárez se hayan difundido en los medios de comunicación. Pero estos, salvo por notables excepciones (como el noticiero de Carmen Aristegui, recientemente censurado), responden a los criterios de inteligibilidad, de brevedad y de novedad de las noticias. Estos tres criterios hacen de la “noticia” algo que queda al margen de la experiencia de quien la recibe, de distintas maneras, entre las cuales destaco las siguientes:

  • la simplifican para hacerla breve y comprensible (criterios de brevedad y de inteligibilidad), por ejemplo, hablan de cifras y no dejan lugar para el relato de cada feminicidio singular;
  • la interpretan desde el sentido común (criterio de inteligibilidad), por ejemplo, diciendo que un feminicidio es un “crimen pasional”, remitiéndolo con ello al ámbito de lo privado y excluyéndolo del análisis socio-político (En el periódico El Universal, el 10 de Junio de 2004, aparece la siguiente noticia: los centenares de asesinatos registrados a lo largo de una década en la frontera norte de México, conocido como el caso de las muertas de Juárez, es doloroso y debe ser solucionado, dijo el presidente mexicano Vicente Fox[…] Según datos oficiales, más de 300 mujeres han sido asesinadas en la norteña ciudad sin que se hayan aclarado la mayoría de ellos. Algunos informes policiales señalan la existencia de asesinos seriales y criminales pasionales involucrados en el asunto, pero no existen denuncias de corrupción e investigación deficiente por parte de los cuerpos policiales); o
  • lo tratan como un fenómeno absolutamente excepcional (criterio de novedad), dependiente, por ejemplo, de las circunstancias absolutamente específicas de una región (el narcotráfico y otras formas del llamado “crimen organizado”, la industria maquiladora, la frontera, en el caso de Ciudad Juárez. O también lo tratan como un fenómeno excepcional en el sentido en que sólo ahí confluyen los factores necesarios para que eso suceda. En el Universal del 13 de abril de 2008, aparece una cita del libro de los periodistas franceses Marcos Fernández y Jean-Christophe Rampal, autores de La ciudad de las muertas, que dice “Ciudad Juárez es el laboratorio salvaje de la globalización: allí confluyen todos los factores del lado oscuro de este fenómeno y por eso es allí, y no en otro lugar, donde ha sido posible el tristemente famoso caso de Las Muertas de Juárez”, que comenzó en 1993 con el descubrimiento del primer cadáver y que dura ya 15 años). El tratamiento de la “excepción” produce al menos dos efectos: en primer lugar, oculta las condiciones socio-políticas generales que permiten que la violencia se reproduzca, y en segundo, distancia a los espectadores o lectores de la noticia del problema. No quiero decir, desde luego, que las circunstancias específicas de cada región no sean importantes, sino que no hay que perder de vista que existe un contexto social, político y económico que produce y reproduce la violencia.

Esta visibilización mediática de la noticia hace que el feminicidio se incorpore al orden de lo sensible sin ponerlo nunca en cuestión.Los medios, además de servirse del sentido común, lo producen.

El sentido común es el conjunto de sentidos y valoraciones compartidos por la comunidad. Pienso que éste, dentro y fuera de los medios de comunicación, ocupa un lugar central en la configuración de los regímenes policíacos. Aquí nos servirán algunas nociones propuestas por M. Bajtín para el análisis del discurso. Una de ellas es la de la palabra ajena. La palabra ajena es el material con el cual se forman las conciencias individuales y por lo tanto el material de los procesos de subjetivación. Es decir que la palabra ajena, que se presenta en múltiples discursos socio-.ideológicos, nos dice quiénes somos y nos asigna los tiempos, espacios y actividades específicas, al mismo tiempo que nos excluye de otros. En eso que Bajtín llama el “proceso de formación ideológica del hombre”, la palabra ajena toma dos formas: puede ser palabra autoritaria o bien palabra intrínsecamente convincente. Nos interesa la palabra autoritaria. Se trata de una palabra preexistente, que está vinculada a la autoridad ya ha sido previamente sancionada, su estructura semántica está cerrada. Esta clase de palabra da lugar al autoritarismo, al tradicionalismo, al universalismo, a lo oficial, al poder político e institucional. El discurso del sentido común es una forma de la palabra autoritaria. Portador de eso que llamamos tradición, nos habla desde la autoridad anónima de lo que ha sido preservado en la historia y que ha adquirido la naturalidad del “se dice” e incluso del “todo el mundo dice”, a menudo pasa desapercibido y es sumamente difícil de cuestionar. Es uno de los mecanismos más importantes de reproducción de las diversas formas de exclusión que constituyen nuestras sociedades y que confirman los espacios, tiempos y actividades que se nos asignan como sujetos singulares. Volviendo a los feminicidios de Juárez,lo que Marisela Ortiz llama el discurso oficial o de Estado que culpa a las propias víctimas o a sus familiares de los asesinatos, y que se dice en frases como “seguramente era prostituta” o “era una niña desatendida”, sólo por mencionar algunas, es precisamente una muestra del funcionamiento de esa palabra autoritaria que se llama sentido común…