Contra la Historia del pensamiento filosófico en México

José Francisco Barrón Tovar

Sin problema podría afirmarse el día de hoy que en México se encuentran públicamente bien afianzados los discursos institucionalizados de legitimación o justificación de la función social de la filosofía. Discursos que conciben de determinada manera el ejercicio de lo filosófico. Igualmente firmes se encuentran los discursos de la función pedagógica de la filosofía y de su lugar en la escuela. Ambos tipos de discursos —los de la función social y los de la función pedagógica— las más de las veces se confunden. Tan consolidados que nos resultan obvios esos discursos. Con esa obviedad que aceptamos de lo cargado de historia. Lo cierto es que esa obviedad es problemática. Lo cierto es que se trata solamente de un relato de lo que ha pasado. Pero, ¿cómo aceptar un relato como evidencia? ¿Cómo tomar una evidencia como hecho histórico?

La cuestión aquí es que en esos discursos se asume sin chistar un viejo proyecto —una cierta versión de la Ilustración europea—, se asume que ese proyecto se ha hecho nuestra vida político-social y se busca llevarlo a cabo como si en más de un siglo no hubiera pasado nada. Como si realmente ese proyecto político-cultura alguna vez hubiera sido llevado a cabo. Todo pasa aquí como si los grandes relatos de las grandes personalidades filosófico-políticas del pasado fueran hechos determinantes. Una historia y sus supuestos hechos son usados para mostrarnos que sólo nos queda seguir esos relatos y a esas personalidades. Cuando se llega a evaluar los alcances de la eficacia de ese proyecto y esos discursos, vueltos ineludibles, sólo se les encuentra aún no realizados y uno debe prepararse para defenderlos, para realizarlos.

Pero a lo que nos da en llamar “comunidad filosófica mexicana” quizás nos valdría reevaluar ese proyecto que tiene más de un siglo y que hemos heredado, en el que nos hemos formado y por el que nos hemos nutrido. Pero en las maneras acostumbradas en que se historiza las formas de la práctica del pensamiento filosófico en nuestro país se deja fuera siempre aquello que constituye el ejercicio mismo. Casi siempre se prefiere hacer recuento de lo que grandes figuras han dicho y en qué condiciones histórico-políticas se han dicho. No se historiza sus prácticas, los hábitos, las estrategias, las alianzas político-institucionales, las técnicas con las que se ha transmitido la filosofía y que le ha permitido a la “comunidad filosófica mexicana” prosperar o mantenerse viva estos siglos, incluso profesionalizarse. Es más, difícilmente se pone en cuestión el discurso del proyecto con el que se inició la filosofía en México. Se asume y repite… Se defiende. Se desarrolla. Es más, si alguien ejercita la filosofía en México debe buscar que su práctica entre en los tópicos, las maneras gremiales, las formas de ejercer la filosofía legadas de ese proyecto.

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Participaciones en el Museo de la Mujer

En defensa de los derechos sexuales y reproductivos

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Taller sobre derechos humanos y género

Primera parte

Segunda parte

Presentación de libro

“Alteridad y exclusiones. Vocabulario para el debate social y político”

Taller “Cuerpo, Género y Tecnología”

Sesión Francisco Salinas 

Taller “Perspectivas críticas sobre ciudadanía, género, derechos humanos y desarrollo sustentable”

Sesión Francisco Barrón

Sesión Lourdes Enríquez

Sesión Ana María Martínez de la Escalera

Sesión Elena León

 

¿Hay un objeto de la retórica? La fuerza del discurso y la nueva retórica

Ana María Martínez de la Escalera

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Presionada por el modelo hegemónico de las ciencias de la vida y la naturaleza que gobierna las actividades del conocimiento y la investigación, la retórica contemporánea cede. Pretende ser un saber académico y universitario. Para subsistir en ese espacio de la investigación intenta precisar su objeto a partir del paradigma científico e insiste en unificar, formalizar y generalizar su proceder analítico y epistémico. Pero abandona su proceder crítico de interpretación y proposición, incluso al respecto de su misma condición. Lo que gana en prestigio académico, becas y recursos para la investigación, la separa de un campo de experiencia donde lo retórico no tiene dueño ni autor. La cosa retórica o, con más precisión, la experiencia retórica, no se deja reducir por procesos de apropiación académica. Esta experiencia figural, tropológica y argumental es sobre todo posesión de las acciones anónimas de los hablantes. Con estas acciones, ellos ordenan discursivamente el mundo a su alrededor, dan sentido a la relación entre las cosas y los seres mediante ciertos usos del discurso, y ofrecen narrativas y modos de argumentación nuevos y otros. Se trata efectivamente de una experiencia a través de la cual se nombra la relación de los hablantes con ellos mismos, base de procesos de identificación abiertos al cambio. Es en el marco de esa experiencia retórica donde tiene lugar “la destrucción o deconstrucción del mito de la correspondencia entre el signo y la referencia… circunstancialmente instancias de entrecruzamiento de problemas filosóficos, lingüísticos y estéticos” (Martínez, De la elocuencia 125).

Pensar la retórica y su objeto hoy implica no abandonar la interrogación crítica que permite estar en contacto con un campo de experiencia histórico-social en el cual las relaciones entre los hablantes determinan y a la vez son determinadas por vocabularios y acciones

La retoricidad de la experiencia y la experiencia retórica

La retoricidad del mundo de la experiencia es la condición de una fuerza realizativa (Austin 5) y material que posiciona todo sentido en un mundo de vínculos. Ubica también las funciones del discurso como obligar, interrogar, intimidar, etc. Además de la instancia de lo asignificante, que se refiere a una producción semiótica con implicaciones sociales no fundada en el signo (Guattari y Deleuze 67). Dicha retoricidad es la condición de emergencia de los decires-haceres colectivos y de la gente a los que el modelo proposicional de las ciencias del lenguaje les parece dogmático y limitante porque deja fuera las implicaciones sociales, por ejem- plo: las relaciones de dominación. Les parece tan dogmático como los vocabularios técnicos de la sociología, la antropología y el pensamiento filosófico, los cuales responden a las interpelaciones académicas de las ciencias del lenguaje. Por ello, al discurso de los movimientos sociales, basado en experiencias discursivas vin- culantes, le cuesta conversar con la academia que le quiere dictar vocabularios con los que describir sus experiencias (u ocultarlas). En ese mundo de la academia se interpela a los hablantes desde un vocabulario privilegiado que dificulta, muchas veces, la toma de la palabra de los no universitarios, así como se erigen jerarquías o se desmoronan, se excluye y se es excluido desde una instancia conceptual muy determinada y muy diferente a la conversación vernácula (Illich 92-100). Por el contrario, en la conversación vernácula, la retoricidad es el hacer de la palabra más allá de la ley del lenguaje, de su profesionalización mediante la cual se proscribe el habla de la gente y se prescribe un universo perfectamente encuadrado del sentido.

En el intento por profesionalizar la retórica desde paradigmas de las ciencias algo es dejado de lado, dada la dificultad de su sistematización o generalización sin condicionantes.

Es posible interrogarnos si junto a “una teoría semántica de la interpretación de las frases” (Grupo M 62) y “una teoría pragmática de los actos del lenguaje” (Austin 5), ¿no sería igualmente necesario un análisis de la referencia y de sus modalidades, una teoría de los efectos de la situación y del contexto sobre las relaciones entre los hablantes en la emergencia del sentido (producción y reactivación)? ¿No necesitaríamos introducir al pensamiento académico del discurso la pregunta por su “materialidad de cosa dicha y hecha” (Foucault 10-11) que las dos primeras teorías desconocen? Vale agregar que las virtudes descriptivas de la retórica del Grupo M y la pragmática de Austin son indudables pero a ambas les falta la crítica de la fuerza del discurso. Esta fuerza fue pensada por la antigua retórica sin darle un nombre, concepto o categoría puntual desde los cuales iniciar la lectura crítica. Bajo diversos títulos, la fuerza retórica persistió en aparecer en los textos más favorecidos por la tradición, pese a la ausencia de conceptualización.

Una persistencia

Tanto en su aparato taxonómico, hecho de figuras y tropos de asombrosa plurali- dad inventiva, como en su formateo (Rossetti 46) del lenguaje y de la experiencia a él asociada, la fuerza retórica mostró su persistencia y su resistencia a ser minimizada por la formalización. “El mundo —sin duda— está hecho de retórica an- tigua”, según expresó Roland Barthes en su Prontuario tras haberse encontrado con ella en la práctica jurídica, el juego, la política y la literatura, sin olvidar la intimidad de las afecciones del cuerpo. Esta retórica antigua era la retórica de la fuerza de la palabra a través de sus operaciones principales. La figuralidad aparecía en todas partes volviendo poco productiva la pregunta por la esencia de la retórica, y sí, mucho más útil la determinación de sus empleos y efectos no intencionales a través de una suerte de continuidad paradójica o tensional, plagada de mutaciones y reactivaciones del sentido. La fuerza social operada por la figuralidad del lenguaje, aunque acompaña la reactivación del sentido, suele tomarle la delantera. En efecto, la persistencia de la retoricidad propia de las figuras (ni verdaderas ni falsas, sino sólo interpelantes) se revela a la manera de un conatus spinoziano en las historias de las lenguas, de las imágenes, de las edificaciones, de los juegos, las ceremonias fúnebres, las prácticas culinarias, las modas, las tecnologías. Una de estas últimas destaca sobre los empleos mencionados: la propia retórica como saber práctico del orden del mundo, de las cosas y los seres, y su implementación para renovar y reactivar sus relaciones.

Siempre es conveniente distinguir la disciplina retórica de la retoricidad como condición principal del sentido y del lenguaje. La primera es un saber reglamentado y la segunda es una fuerza que parasita la comunicación. Lejos de ser un parásito dañino, aumenta la fuerza del decir-hacer del discurso colectivo.

La retoricidad

Esta retoricidad fue conceptualizada hiperbólicamente como operación metafórica por Nietzsche, en metáfora y metonimia por Jakobson y en figuralidad y tropología por muchos otros autores modernos (entre ellos Derrida y Paul de Man). Se les escapaba formular que esa condición del sentido abarcaba un mundo irreductible a la lingüística y al signo: por un lado, quizá porque la noción de signo es ella misma retórica, y en ese sentido deconstruible (Derrida 1989, 28); y, por otro, porque la reactivación o devenir del sentido, y no sólo su producción, tiene lugar primero como relación entre agentes sociales irreductibles a la academia. Estos pueden ser hablantes, pero pueden ser también máquinas de sentido para las cuales los seres humanos son efectos (de sentido) y no sujetos del mismo (como el inconsciente) (Deleuze 31). Una vez reintroducido el dominio de la materialidad de las relaciones de sentido al panorama de la retórica contemporánea, la problematicidad que alienta en estas páginas queda disuelta: de los objetos de la retórica, el discurso parece haber sido el principal, siempre y cuando no renunciemos a determinarlo en su contexto situacional y relacional. Nos referimos a reintroducción porque para permanecer en el ámbito de la academia universitaria, los estudios retóricos abandonaron el problema del contexto social, el cual en cierta forma siempre fue considerado marginal, aunque paradójicamente aparecía como supuesto acrítico en cualquier ejercicio de lectura. Así, cuanto más se aspiraba a lingüistizar la retórica al hacer de ella una ciencia de la significación, más se volvía al modelo reductivista de la proposición, es decir, al contenido formalizado y formalizable (Grupo M 62). El grupo M supo ver que la cuestión del objeto no es esencial para las tareas de la retórica. Esto es, la cuestión filosófica del objeto (Martínez, Una retórica 106) es desplazada por la cuestión retórica del campo jurisdiccional que extiende la disciplina hacia el estudio de “marcas del discurso anterior en las representaciones semánticas” (Grupo M 62). Así se va extendiendo el campo de experiencia de la retórica, que se llena de historia en lugar de reducirse a una cuestión reglamentaria de jurisdicción sobre los actos de sentido. Claro que ello significaba que, quizá, después de todo, la lingüística no gober- naba la experiencia semántica, como tampoco lo hacía la lógica pese a su reclamo (Grupo M 62).

La crítica

Debemos recordar que el discurso y su complejo de fuerzas de la significación y del sentido, de la comunicación y del hacer, más su paradigma relacional, que hacía necesaria la pragmática, la historia, la política y la crítica como saberes acompa- ñantes de la retórica, todo este mundo del discurso caía fuera de la lingüistización del campo. Situación bastante similar a la de la primera desaparición moderna de la disciplina retórica en el siglo XVII, cuando la filosofía ocupara el sitio de la retórica. Por el contrario, para nosotros en este artículo, el discurso no es formalizable: es un campo de experiencias entrecruzadas y relaciones a las cuales se accede de forma transdisciplinar. Los humanistas del Renacimiento lo sabían muy bien. Pero dos siglos después, el método conquistó la epistemología de las ciencias de la naturaleza y la imaginación espontánea del científico, e hizo desear a los rétores de la modernidad un objeto que fuese igualmente modelizable por un método unificado e indiscutible de formalización retórica.

Hoy en día, la lucha por la unificación de la retórica es una constante (lucha por partida doble: frente al mundo académico de las ciencias que gobiernan toda epistemología y frente a los estudiosos de las retóricas extendidas). Hoy hay gramato- logías a la manera de Prandi, retóricas sistemáticas como la del Grupo M y neorretóricas al modo de Perelman, quien reduce la práctica disciplinar a la argumentación, en oposición a las retóricas de la imagen, de la cartografía, de teatro, etc., profesionalmente disgregadoras, cuya función es proponer límites autogobernables, es decir autónomos y diferenciales.

Como en siglos anteriores (s. XVII), lo que se perdía como pensamiento crítico del sentido aseguraba un lugar en los saberes formales. Es sabido que: “El valor o uso crítico de este tipo de lectura compleja está dado por la atención tanto a la retórica como a la performatividad y a la genealogía de las palabras” (Martínez, Procedimientos 59). Lamentablemente, la crítica que rehistoriza, es decir, vuelve a su dimensión histórica la producción del sentido y a sus interlocutores y a sus conversadores, es excluida por la formalización. Por otro lado, la introducción al pensamiento retórico del campo de experiencia muestra a los estudiosos y estudiosas de la retórica que la conversación puede ser un paradigma más participativo que excluyente. Y debe decirse que desde hace unos cuantos años, esa parte excluida de los estudios retóricos hegemónicos regresa aspirando a convertirse en la crítica de la condición retórica del discurso en nuevos campos de la experiencia (la política, los movimientos sociales, el testimonio de las víctimas de la injusticia social, la acción directa y las prácticas artísticas más contemporáneas). En efecto, la crítica aborda las realidades que lo contemporáneo introduce conmocionando lo que considerábamos pertinente, analizable y transmisible, es decir, digno de un análisis retórico.

Puntualicemos: la crítica es la tarea sin coartada de la retórica porque se aplica sobre sí misma como disciplina. Es un continuo poner en cuestión el proceso mismo del sentido y los haceres del sentido, es decir, su performatividad. Por ejemplo, cuando el discurso nombra al otro y, al hacerlo, lo descalifica, como en el caso del discurso colonial sobre el indio.

Además, se aplica sobre la condición de retoricidad de los discursos dichos, es decir, en su materialidad, y analiza las fuerzas para establecer relaciones (horizontales o jerárquicas, etc.) entre los hablantes. Alguna de estas fuerzas, como el énfasis que procura fortalecer cualquier figura o tropo contribuyendo a su dimensión perlocutiva (Austin), son su objeto de investigación crítica a la vez que funcionan como su caja de herramientas wittgensteiniana. Objeto y recurso de la crítica e instrumento contingente del sermo communis. La conversación vernácula con la cual y en medio de la que, como hablantes, hacemos al decir y decimos al hacer.

Preferimos la noción de sermo para nombrar la actuación colectiva donde los hablantes descubren, más allá de intenciones y motivos egoístas como el protagonista de von Kleist,3 la cualidad colectiva del sentido, sentido vivido como experiencia de escucha (Martínez, Algo propio 101-111).

Por otro lado, y junto a la importancia del recurso a la caja de herramientas, recurso antisistemático, habría que reconocer la ductilidad del efecto de bricollaje de Levi-Strauss para pensar la fuerza de la figuralidad y de la tropología sobre escenarios sociales, tanto como la de la argumentación. Merece reconocimiento sin duda la extraordinaria capacidad de transformar ad hoc elementos conceptuales y categoriales en otros, de desechar por inservible e innecesario una herramienta para abrir el camino a la búsqueda de cualquier otra que convierta los haceres del sentido en mundos de experimentación de las relaciones entre los hablantes. Si aceptamos lo anterior, podríamos formular que considerada según las fuerzas que animan al discurso, entre ellas la figuralidad, la tropología y el énfasis, la retórica pasa a ser ella misma un saber sobre la experiencia transmitida de los seres humanos.

En efecto, no es únicamente el sentido y la significación los enriquecidos por el trabajo de bricollage sobre la figuralidad y las operaciones. De manera muy determinada, las relaciones y vínculos entre los usuarios de la lengua y sus códigos de signos son sus objetivos críticos. Ahí reside un modo de la invención poco visible o, más bien, escasamente trabajada. Se trata de los vínculos donde los afectos y afecciones entre los cuerpos individuales y colectivos son pensados más allá de un modelo intencional del decir-hacer. La invención no es necesariamente voluntaria o intencional: pertenece a los efectos perlocutivos. Por intención me refiero a una entidad prexistente al acto de comunicación o acto verbal. Lo cual no significa que los hablantes no posean algún propósito que los guíe a través del acto verbal sino que la realización de este último posee la fuerza de modificar el sentido del acto. Resulta conveniente en este sentido precisar que los efectos del hacer social del sentido sobre la interlocución y sus figuras —el orador y su público— pueden no responder a la voluntad de decir como su clave de inteligibilidad. Esta última emerge de situaciones contingentes de lectura, no calculables de antemano según lo trabajado en La tarjeta postal (Derrida 18). O emerge de acontecimientos singulares, no necesariamente repetibles pero sí propensos al gozo compartido a la manera de una carnavalización (transvaloración) del sentido y del decir-hacer. Hay una profunda relación entre las operaciones retóricas y las operaciones sobre los seres humanos. Lo mismo diremos sobre las modalidades de argumentación con las cuales nos resignificamos a nosotros mismos y nos vinculamos a hazañas de gran envergadura social y política.

Así pues, la disciplina retórica ha sido a lo largo de muchos siglos un estudio del accionar de la palabra y el discurso, aunque quizá no todos los rétores lo formularan explícitamente. Esta condición práctica o pragmática quizás sea más interesante aún que la sistematización de un objeto anterior y exterior a la disciplina. Hace intervenir la crítica al recordar al especialista que su objeto lo produce su propia relación con los hablantes, y que esta relación debe ser explícita en la investigación. Su objeto no es un paradigma cerrado y fijo del discurso sino el sermo communis (Martínez), la conversación que está abierta a la emergencia de nuevos sentidos singulares cada vez que un hablante se introduce a la conversación.

El campo de experiencia de la retórica como disciplina y lo retórico como condición de la conversación —distinguible de una condición estrictamente del lenguaje (Nietzsche)—, es siempre plural y su virtud se encuentra en el cambio de sentido que introduce y que no se reduce a reglamento alguno. Hoy, por ejemplo, las humanidades digitales están modificando la argumentación, la persuasión y el convencimiento y la relación de los hablantes entre sí y con ellos mismos. No basta hablar de tecnologías de la información y de la comunicación hasta que no hayamos pensado cuidadosamente el carácter tecnológico de la propia retórica fuera de la lógica reductivista del privilegio de lo inteligible sobre lo derivado y secundario donde la metafísica había ubicado a la parte instrumental y técnica del sentido.

El campo de experiencia y su importancia

En otro sentido, el no prestar atención al concepto de campo de experiencia —donde el carácter instrumental de la figuralidad, la argumentación y la tropología se pone en uso— reduce la invención del sentido concentrándola en grandes autores y libros. Haciendo de estos últimos la fuente y el modelo de la producción de sentido, se excluye a los colectivos de sus instrumentos de invención de la cultura, volviéndolos invisibles. Este ha sido el caso del historiador de conceptos Koselleck, autor junto con un grupo selecto de alumnos de una magna Historia de Conceptos. Un debate entre él y sus propios seguidores muestra a la perfección la operación excluyente en el marco de la experiencia cultural. Para Koselleck, el lenguaje y sus operaciones es constitutivo de la historia de los individuos; “Sólo una cosa no será posible: prescindir completamente de los conceptos al trasladar experiencias y juicios al lenguaje”. Estos conceptos están ligados a su contexto de emergencia y uso y viven gracias a las relaciones que establecen con sus contraconceptos y conceptos laterales (Koselleck 297). Todos los conceptos mediante los cuales, sugiere el autor, se intercambian experiencias y se discuten de envergadura son, sin embargo, asunto de autoría individual. Pese a ello, la marca del contexto sigue siendo imprescindible para explicar y describir textos consagrados por la tradición. Pero estas marcas contextuales son secundarizadas; son privadas de fuerza explicativa. Así en lugar de interrogar el concepto de pueblo en su uso por el movimiento proletario del siglo XIX en Alemania y su diferencia con el del pueblo francés o inglés, Koselleck delibera- damente reduce el campo a la literatura socialista. Por ejemplo, trabaja sobre los textos de Marx reduciendo la experiencia de manera dramática a la experiencia de élite. Al preferir a Marx en lugar de estudiar las conversaciones, debates, canciones, lemas y demás inventos del movimiento obrero, vuelve a la usanza de privilegiar autores individuales sobre la invención colectiva y su fuerza de debate. Es en los intercambios de sentido entre los obreros, en su emergencia, en su reinvención, en su resignificación donde la vida del sermo y de sus hablantes tiene lugar.

En su momento, Mijail Bajtin defendió la producción popular del sentido sobre el registro de élite del mismo, insistiendo con ejemplos contundentes de lectura cuidadosa que, pese a la ausencia de documentos directos de la oralidad sobre los qué basarse, es posible acudir a estudios secundarios donde el sermo communis está en acción (Bajtin 9). Por un lado, el sermo puede ser entendido como “contribución productiva del lenguaje”, que para la historia de conceptos es uno de los dos lados del status del lenguaje, por el otro lado, el lenguaje es el de “descripción, representación y articulación” del mundo (Koselleck 296). Es la ciencia de la his- toria la que describe esta doble fuerza que habita la lengua: produce y a la vez describe lo que produce muchas veces de manera paradójica. Para ella, la función productiva se refiere siempre a la instancia semántica de los conceptos producidos (por ejemplo, el de pueblo antes mencionado) y a la eventual historia de los efectos y de la recepción de los mismos una vez que una noción “deja de tener historia” —por ejemplo, la de koinonia politike (295)— y “su carga semántica no puede eliminarse y condiciona como estímulo y limitación todos los intentos posteriores de cambio semántico o resemantización” (296). Hoy, “pueblo” y “lo popular” son palabras que descalifican y que se usan desde el prejuicio.

Pasemos a una lectura de lo anterior. Por un lado, Koselleck reivindica que toda historia del sentido es historia social “al menos desde la Ilustración” pues “¿Qué historia no tiene que ver con relaciones interpersonales, con formaciones sociales de cualquier tipo o con clase sociales” (Koselleck 9). Por cierto, ningún estudio sobre la producción del sentido en la perspectiva retórica puede dejar fuera la historia y lo histórico debido a su voluntad contextualista que inscribe sucesos en el tiempo y en el espacio. Por otro lado, la eficacia de los nombres y sus conceptos, sus significados y su instancia denotativa, están marcados por la connotación diferencial, singular o nueva que, en el caso de la palabra “pueblo” y la categoría secundaria de “popular” y público, se introduce mediante el bricollage (resignificación y refuncionalización) en las operaciones retóricas del sentido. Pero debemos introducir una dimensión más en el asun- to: la del debate y las comunidades que lo realizan. Es el debate el que libera el concepto de su “existencia anti-histórica” (en caso de que aceptemos lo propuesto por Koselleck) y lo pone nuevamente en circulación, es decir, abre la discusión sobre la oportunidad de su uso, los propósitos que se le asignan y tal vez su nuevo status. Palabras como “civilización” y su contraparte “barbarie” han sido sometidas al debate fuera de cualquier propósito de restablecimiento de su estatus antihistórico, definitivo, necesario y universal para abrirse a la crítica, verdadero brazo fuerte de la retórica humanística, amiga de la historia tanto como de la política. En efecto, es la dimensión política la que queda exhibida en el debate y no ya la social en términos de Koselleck. Donde política se refiere justamente a la relación entre los hombres y mujeres no como hecho empírico y por tanto administrado por el aparato de Estado, sino a la fuerza de invención de la experiencia, su capacidad de crear nuevas relaciones antijerárquicas, igualitarias, isegóricas tanto como isonómicas. Por ejemplo, la invención barroca en la América colonial puede explicarse como el producto de la barbarie, es decir, de la mano de obra indígena. En este contexto, “bárbaro” no es una valoración negativa sino el nombre que damos a la invención colectiva, anónima. Lo mismo nos enseñó Benjamin en sus Tesis de Filosofía de la Historia. La historia es producto de las artes de los bárbaros que derrocaron al imperio.

El debate político, que no es sino el del campo de experiencia de un concepto o categoría, mostrará a través de la lectura crítica que la oposición entre civilización y barbarie es producto de las relaciones de poder al nivel del lenguaje. La lucha por el sentido es también la lucha de los bárbaros contra la gran cultura. Esta última es concebida como operación de apropiación del sentido por quienes dominan sobre los “barbaros”. Los bárbaros son los hablantes comunes.

Koselleck se equivoca cuando llama ilustrada a la tarea histórica de interpretar conceptos, su valor y su estatus. Si concedemos que la historia sea entendida como la tarea de interpretación y lectura que historiza al concepto al introducir el con- texto y las luchas por el sentido, entonces la Ilustración tuvo antecedentes retóri- cos. Fue tarea del humanismo de Lorenzo Valla, según se aprecia en su Donación a Constantino, precisar el rol paradigmático de la lectura histórico-retórica y la imposibilidad de entender la figuralidad o la argumentación fuera del tiempo-espacio de las luchas por el sentido. Luchas complejas, luchas por la toma de la palabra y por la escucha. Sabemos que no basta tomar la palabra si no se obtiene una escucha responsable como producto de abandonar las grillas conceptuales hege- mónicas para interpretar o decodificar el discurso-otro. Tampoco debemos cerrarnos a experiencias de sentido que conmocionen nuestras tradiciones interpretativas: debemos darle su lugar en el debate. Debemos darle su lugar en la transmisión de valores, de sentido, de significados y de operaciones que relacionan la palabra y sus referentes.

En realidad, siempre hemos necesitado de los estudios retóricos para interpretar las luchas por el sentido como modalidades de la apropiación o exclusión de la palabra. Y hemos hecho uso de las operaciones retóricas para ganar la batalla por el sentido ante los adversarios. El mundo en efecto está lleno de “retórica antigua”.

El objeto de la retórica

El objeto en estos escenarios de lucha retórica por la toma de la palabra es la toma misma de la palabra y la defensa del derecho de réplica. Se lucha por tomar la palabra frente a modalidades de apropiación del sentido (apropiación a través de la religión, la política, etc.). La toma de la palabra reactiva la invención singular y la diferencia. Actualiza la alteridad y la pluralidad. Por un lado, la toma de la palabra reclama su derecho a ser considerada como objeto de la retórica; por el otro, a ser considerada como procedimiento, como “intervención interdisciplinaria” (Martínez 7). Tengo la intuición de que en ambos casos de lo que se trata es de conservar la lucha a toda costa. La lucha es debate, es defensa de la isegoría y de su fuerza de reinvención social, semántica y práctica, es el instrumento esencial para derribar las hegemonías semánticas que deciden quién habla y quién solo escucha. Así, si la retoricidad se refiere a la materialidad de la experiencia del sen- tido (condición de la producción, emergencia y reactivación de sus fuerzas ilocutivas y perlocutivas), la teoría que la analiza tiene por tarea “además de fijar sus propios límites —es decir, su objeto y la manera de tratarlo—”, la de ser capaz “de dar cuenta de ciertas condiciones generales que acompañan la producción del sentido de lo dicho y lo escrito, así como de la mirada que decide sobre el significado de la imagen y la señal, y se interrogue sobre su propio estatuto teórico a partir de una crítica” (Martínez, La retórica 8).

El saber retórico y la carnavalización del sentido

La figuralidad, la tropología y la argumentación no son los únicos caminos del ejercicio retórico. Brevemente, introduciré la formulación que hice hace algunos años sobre el saber de la palabra que acompaña a prácticas del discurso y que permite rehacer una historia moderna de la retórica. ¿Qué es hoy la retórica? Se trata de un “programa del saber y la vida intelectual” (Martínez, La retórica 40). Definida como “rescate de la inquietud por la verdad y su deuda con la fuerza reveladora del lenguaje metafórico”, la práctica retórica se acerca a plantear una suerte de teoría del concepto, con valor gnoseológico. Es pues, una epistemología retórica. Dante, Petrarca y Mussato están en el umbral temporal de esta gnoseología. Los une el aprecio demostrado por los tres por el verbum y el sermo communis. No se trata, sin embargo, del fenómeno proposicional que luego se llamará actos verbales o, mejor, experiencia común del discurso. Ambas nociones nombran la capacidad o fuerza de nombrar de la gente entendida como fuerza colectiva. Entre otras cosas, permite caracterizar a la voluntad de saber como una sabiduría de la palabra, esto es, un saber cuya tarea principal es pre- cisar la fuerza de crear mundos con las palabras. Estas últimas no son instru- mentos de interpretación únicamente: son modalidades del hacer cultural. Nombran lo nuevo y su rompimiento con aquello de lo que se demarcan, abren un debate colectivo e intelectual (quizá más que político o ético, popular y pú- blico sin reglamentación estatal) a través de lo que cada palabra ofrece al pensa- miento de los afectos y las afecciones. Es una práctica social, un juego de ingenios donde tiene lugar la carnavalización (transvaloración) del sentido y el goce de la conversación por la conversación misma. Placer en y al saber escuchar al otro y a la otra en sus propios términos para el disfrute de la diferencia y la pluralidad. La carnavalización del sentido rompe con el autoritarismo del nombrar, del cual se han apropiado los especialistas. Invita a discutir sobre las imágenes acústicas y sus efectos auditivos, sensoriales. Sobre el gesto que modifica la palabra, el tono y el ritmo, la respiración que vuelven corporal la palabra y se interponen entre ella y la referencia singular y concreta como lo hace el vestuario en un actor o actriz. Es evidente que la palabra actúa su propia realidad de cosa dicha. Por eso la búsqueda de la palabra adecuada con la cual describir las experiencias resulta tan importante para la experimentación social y política. En ella se indica el status y el valor de la experiencia de modificación del mundo humano. De hecho, la palabra no da pie a la interpretación sino a la experimentación del sentido en la conversación colectiva. Experimentación donde el humor y sus modalidades como la parodia, la ironía, la misma risa configuran la sabiduría popular y sus mundos de acción. Mundos cifrados en la participación, la toma de la palabra sin miramientos y el derecho de réplica sin importar ante qué aparato (estatal) o que autoridad se haga.

Cabría decir, recordando a Bajtín, que no es la proposición la que debe interesar a la retórica sino la disposición grotesca de la conversación. Los grotescos son configuraciones críticas de sentido que se sirven de inversiones que deconstruyen la estabilidad lingüística e ideológica o de sentido de las jerarquías en el marco de las cuales ubicamos la conversación y el pensamiento. Me refiero a las oposiciones antagónicas del tipo de naturaleza/cultura, civilización/barbarie, inteligible/sensible y tantas otras. A través de ellas se jerarquizan valores y formas de hacer, y se excluyen y marginan otras invenciones culturales. Al invertir la predominancia de un polo sobre el otro, la operación de privilegio aparece no como un supuesto indiscutible e inmutable; por el contrario, este supuesto es develado como produ- cido toda vez que se apela a la oposición antagónica para ubicar una postura teórica, una hipótesis de trabajo o un pensamiento. El grotesco es ese animal mitológico que vive muy a gusto en la conversación.

Conclusión

Como siempre en asuntos que competen a la activación del sentido en la experiencia común, cualquier conclusión sólo puede arriesgar el carácter provisional de sus asertos. Así las cosas, volvemos a la interrogación: ¿Podría ser el discurso en su generalidad abstracta el objeto de la retórica? Sin duda esto es conveniente para la retórica en la institución superior de investigación y docencia. Poseer un objeto propio, formalizable, permite responder al modelo de cientificidad oficializado (aunque, por cierto, reductivista). Ello ofrece garantías a la práctica de la disciplina retórica y permite esperar un lugar en la academia en humanidades y quizá en las ciencias sociales. Por otro lado, es conveniente que esta situación de conformi- dad a un modelo de cientificidad ajeno a su propia historia se revise continuamente y se contemple como objeto de la crítica. Esto es, habrá que estudiar los efectos ilocutivos y perlocutivos que tienen lugar en esta oficialización de la disciplina.

No obstante lo anterior, la interrogante da a pensar que la formalización de los estudios retóricos del discurso deja fuera un asunto no formalizable. Me refiero a la experiencia retórica siempre singular (casi irrepetible) del hacer/decir y a su fuerza de reactivación del sentido y de reinvención del mismo. Su carácter es colectivo, imprevisible, contingente, y por eso mismo, incalculable. Y por este lado, también gozoso y participativo: estético.

Entendiendo entonces el papel de la interrogante por el objeto de la retórica como una manera de problematizar el status de la retórica, antes bien que como una manera de formalizar y reglamentar su status epistémico y académico, diremos que el camino queda abierto a múltiples intervenciones de públicos y de expertos. Aunque como especialistas aspiremos a un status comparable al del saber científico, debemos aprender a no dejar fuera la fuerza crítica que nos recuerda a quien pertenece el lenguaje y el sentido: a las comunidades de hablantes. Ahí en la comunidad y quizás acompañando los momentos de crisis de las experiencias de lo humano, está la retórica de las lenguas y del sentido en acción. Acción igualitaria, sin sujeto que gobierna el sentido y que más bien interroga sin prejuicios y sin jerarquía la producción semiótica y semántica. Cuando los saberes de la gente hablan, no son sus palabras y argumentos una pobre copia del saber antropológico o sociológico, filosófico o histórico. Los saberes de la gente, además de contenidos y estrategias de toma de la palabra, constituyen espacios de la invención del mundo humano.

Crítica feminista, academia y movimientos

Ana María Martínez de la Escalera

La academia en humanidades tiene un deber de memoria y de justicia, contraído con las mujeres organizadas frente a las violencias de género (acoso, violencia obstétrica, prohibición del aborto, feminicidio y los fenómenos menos cruentos como la inequidad salarial). Consiste en un deber que no puede ignorar, puesto que le es demandado desde esa modalidad de organización por los derechos. Tiempo atrás, Jacques Derrida argumentó a favor de la actividad “sin condición” de las humanidades como si se tratase de una urgencia social y política, propia de los tiempos que corrían. Esos tiempos son los nuestros, también. Agregaríamos ¡lamentablemente!

El motivo de la declarada urgencia es la violencia montada en contra del libre ejercicio de la toma de la palabra de las mujeres, de su decisión organizada de tomar la calle para visibilizar violencias que los años, y los siglos en muchos casos, han vuelto normales, y de movilizarse para tomar precauciones ante el embate del aparato de sumisión de los cuerpos. Frente a estas nuevas violencias surgidas como respuesta al levantamiento, individual y colectivo, de las mujeres, a su fuerza para organizar resistencias evidentes y también sutiles, las humanidades no pueden esgrimir “coartadas”, deben analizar las violencias perpetradas y deben hacerlo estudiando su montaje. Diríamos, su aparato. Aparato que no distingue entre lo privado y lo público. Aparato que actúa como efecto de prácticas diversas, heterogéneas, repetidas a través del cuerpo social, reproduciendo jerarquías, autoritarismo y dominación. Como es sabido, una de las prácticas heterogéneas es la configuración del género como suelo de la división del trabajo o reparto de dos mundos de la vida: producción para los hombres, reproducción y cuidados para las mujeres.

Por su parte, la academia y sus diversos feminismos deben aprender que el deber de justicia no se detiene en el estudio y la investigación, ni siquiera en el intercambio de sus resultados. El camino de las humanidades críticas se despliega más allá de las universidades, sus congresos nacionales e internacionales, sus libros. El camino se traza sobre los lugares de las mujeres, los espacios donde ellas conversan y planean la toma de la palabra en su propio nombre. Estos lugares, estos espacios de conversación son, como alguna vez lo declaró Foucault, heterotopías de sublevación, y también agregamos hoy, de goce compartido en el simple quehacer de tomar la palabra en su propia lengua -como sucede con las mujeres en el feminismo comunitario indígena- para contar sus propias narrativas. Narrativas que relatan quehaceres solidarios, donde nacen con fuerza de invención, y se reinventan otras experiencias de lo humano. Por ello es tan importante que el feminismo académico esté al tanto de dos precauciones:

  • Aprender el nuevo vocabulario de las mujeres en lucha, para hablar su idioma.
  • Relacionarse críticamente con el feminismo hegemónico, que si bien posee una trayectoria de éxitos no menospreciables, oculta la voz de los colectivos y reinstaura un feminismo individualista.

En la procuración de estas dos precauciones, la tecnología crítica es indispensable. Con ello me refiero a procedimientos de lectura que nos obligan a analizar, a estudiar cuidadosamente argumentos, y efectos materiales de esos argumentos sobre las relaciones sociales y los cuerpos de las mujeres. No es válido para la crítica repetir lemas y figuras de pensamiento sin haber indagado su historia, su capacidad de transmisión, su fuerza persuasiva. El trabajo de la crítica es siempre, ante lo dicho o escrito y hecho, hacer buenas preguntas. ¿Por qué el feminismo académico tiene como fin el nombre propio de unas pocas académicas, su fama, su liderazgo, en lugar de la dignidad colectiva de las feministas en acción? ¿Por qué repetimos las palabras de nuevas heroínas culturales en lugar de reinventar nuevas modalidades de cultura anónima, y por tanto de todas? La crítica debe proceder con la teoría como si ella fuese un instrumental a la mano, fácilmente desechable cuando no lo necesitemos e igualmente pasible de transformaciones de última hora, para adecuarla a las últimas urgencias. Es preciso que la teoría de la que hace uso la crítica sirva, pero como escribió Deleuze en una ocasión, “no para uno mismo”. Tampoco busca la crítica mostrar la universalidad de los conceptos que emplea, por ejemplo, mujerperspectiva de género, feminicidio. Busca, por el contrario, hacer un uso estratégico de ellos. Lo que implica adecuarlos a la situación o caso del que se trate, modificando si fuera preciso su alcance, extensión semántica, su tono o gesto (como el de la palabra feminismo que causa malestar en algunos oídos), y su referencia, poniendo en práctica su poder de visibilización de las relaciones de dominación, como es el caso con las tres anteriores palabras. Los trabajos de cuestionamiento, oficiados por una lectora del mundo de las palabras y las cosas, son parte irrenunciable de los procedimientos críticos. Quien critica apunta a los efectos del discurso sobre la sensibilidad de los cuerpos individuales y colectivos, comunitarios. Sobre esos cuerpos deja huella. Esto es: después de la crítica será difícil volver atrás, a la servidumbre voluntaria de mentes y cuerpos. La crítica es un trabajo. Se podría decir que la crítica conducida por las mujeres es un trabajo de duelo pues incide sobre la memoria y a la vez se presenta como trabajo de la justicia cuyo campo son las tensiones entre la historia oficial, que olvida a las víctimas, y la tradición de las oprimidas (Benjamin). La justicia trabaja ahí, reorganizando los cuerpos de los dolientes mediante un aprendizaje de la socialización del dolor. Las Madres de Plaza de Mayo son un ejemplo contundente del paso del dolor privado a la organización pública de la demanda. En las Rondas ellas aprendieron a compartir el pathos por el asesinato de hijas e hijos y nietos que transmutó en organización, en acciones micropolíticas, imperceptibles para el poder del estado dictatorial. Las Rondasfueron estrategia para la demanda y táctica de defensa, y aún más, fueron modalidades de desindividuación del duelo y configuración de un cuerpo doliente que se enseñó a tomar la palabra y la calle, más allá del peligro. ¡Qué lejos están estas heroínas culturales, con su pañuelito blanco atado a la cabeza, de las intelectuales eurocéntricas! Pero la crítica no deja ninguna de ellas fuera; más bien conserva sus diferencias para ponerlas sobre la mesa imaginaria del debate feminista, y ahí, luchar por el sentido, por la palabra justa y la acción memoriosa. En efecto, se trata de recordar a las víctimas de la violencia de género como víctimas de todas nosotras, sin excepción. Son nuestras mediante el trabajo de duelo que procura organizarse más allá de fronteras nacionales, como el 8M intentó mostrar. La crítica no se detiene en el cuestionamiento: busca y encuentra el instante paradójico en el cual todo se revoluciona: el sentido, el acontecimiento y su situación, sus efectos sobre la historia y sobre la justicia. La crítica es un trabajo alegre. Y, sobre todo, es un quehacer de proposición de conceptos-otros u otros conceptos no oficiales, proposición de argumentos para luchar en el aparato jurídico con la mirada puesta más allá de él, en las promesas de un mundo otro donde no se repita lo peor, para las mujeres. Y finalmente, proposición de un cuerpo-otro, hecho de nuevas relaciones de solidaridad y cuidados. El deber de proposición aúna a la academia con los movimientos de las mujeres. No puede hacerse sin conversación, sin debate, sin la puesta a prueba de las nuevas palabras aprendidas en el correr de las luchas. Sin estas palabras configuradas como vocabularios, es decir como campos de lucha por el sentido y la significación, las nuevas semióticas feministas a través de las cuales nos pensamos cada una de nosotras, y pensamos nuestras relaciones con el mundo, con las relaciones de poder y dominación, no sería factible el feminismo. El feminismo entendido como una serie de efectos diversos y materiales de visibilización de las violencias contra los cuerpos de las mujeres. De lo anterior se deriva la importancia que tiene la proposición de vocabularios, para la conversación entre los movimientos y la academia feminista. Vocabularios en nuestras lenguas y en nuestras semióticas. Para un vocabulario no existe la jerarquización de conceptos. Las funciones de los conceptos, su carácter abstracto o concreto, dependen de las estrategias obtenidas de sus usos situados: funciones, estrategias y sentidos son siempre efectos, nunca puntos de partida absolutos. Las nociones son siempre conducidas a otros propósitos y recontextualizadas, y la conversación garantiza su transmisión y persuasión, su fuerza retórica. Las mujeres que conversan van decidiendo qué palabras adoptar y para qué descripciones o argumentos, en función de muy determinadas luchas por el cuerpo y por el sentido. El vocabulario está abierto al tiempo y a los avatares del debate. Cada vocabulario es un espacio, es decir, una modalidad de relación entre palabras, cosas, hablantes y vivientes. Esto anterior es importante: las mujeres han aprendido a hablar por las víctimas que ya no tiene voz, y entre estas víctimas están los cuerpos de los vivientes que, como el cuerpo de las mujeres, han sido reducidos por la violencia de género a propiedades. En las comunidades, las feministas comunitarias buscan otras relaciones con los vivientes, animales y vegetales, montes y ríos. Y en esos casos, en esas búsquedas, el papel del rito, de la ceremonia que rehúye el espectáculo y reclama el goce del gesto, se perfila por encima de un laicismo que aparece como promesa únicamente para el poder de estado y los poderes de los conocimientos de los expertos. La crítica, auxiliada por la proposición de vocabularios no pretende volverse una política identitaria o de identidades, ni sostener nacionalismos a ultranza, reconducidos hacia reforzamientos conservadores. Esto es así porque la crítica insiste en presentarse y practicarse como agenciamiento sin sujeto. Lo cual significa que, si bien es puesta en marcha por la toma de la palabra individual, no es la figura de un individuo racional, dueño de sus derechos la que capitalizaría la producción del sentido, sino el ámbito del debate colectivo. De hecho, la crítica tiene que mostrar como la agencia, el hacer en general no posee un sujeto previo, anterior a la realización de cualquier actividad. El sujeto más bien es un efecto de sentido, de apropiación y monopolización de la significación. Es un efecto histórico y por ende transformable. Por su parte, la toma de la palabra por parte de las mujeres tiene en la acción misma de toma, su propia dignidad realizada. Entonces, la producción del sentido otro por parte de los debates colectivos de las mujeres, no es una resignificación voluntaria, instrumentalizada por la figura de una intelectual. Si hay resignificación, ésta se explica como el efecto de una discusión permanente por los alcances del concepto en cuestión, debate que se acompaña de empleos nuevos y sorprendentes por parte de las hablantes mujeres, entendidas como un colectivo. Y esto no debemos olvidarlo las académicas, puesto que la institucionalización y monopolización de los conocimientos parecen obligarlas a personalizar el éxito de los nuevos vocablos y su implementación teórica. El éxito es siempre anónimo; me refiero sin duda al éxito o rendimiento crítico de un concepto y de un vocabulario. El deber de memoria y de justicia, mencionados al inicio de este pequeño ensayo, no adquieren sentido sin antes ponerlo en relación con dos figuras de la crítica: la figura del otro(a) y la figura de la responsabilidad. Esta última es siempre del orden de la respuesta; la demanda o la pregunta, por su parte, le pertenece al otro. Me refiero a ese otro u otra base de la sociabilidad de los seres humanos. Se diría que, al nacer, el otro u otra ya está ahí. El otro preexiste. La palabra del otro, su lengua, su experiencia del mundo, nos antecede cronológicamente pero también éticamente. Para el caso de la crítica feminista, el otro o la otra es tanto un ser humano como un ser viviente, pero es también los entrelazados patrones que dibujan sus relaciones. Se trata así de una ética histórica. Esta anterioridad requiere de una historia. Así, la violencia contra cualquier mujer no se puede describir, nombrar, declarar o comprender más que a través de esa historia que la inscribe en un patrón de comportamiento de explotación y exclusión. La crítica será histórica o no será. El deber de justicia y memoria, retrabajado por los colectivos de mujeres cada día, es responsabilidad también de la academia. En su caso, se trataría de poner en marcha un trabajo de duelo que acerque la academia feminista al feminismo colectivo de los movimientos sociales. No sería extraño que el duelo tomara la forma de una re-colectivización de las prácticas académicas que ocuparan el lugar de las prácticas individualizantes, a las que la meritocracia universitaria nos tiene obligadas. Después, el duelo implicará la transformación en proceso del espacio íntimo de los afectos, espacio imaginario, por la politización de esas afecciones. Un ejemplo muy relevante el día de hoy en la Universidad Nacional Autónoma de México está en el lema: “Lesvy nos duele a todas”. Para finalizar quiero puntualizar que el deber de justicia y de memoria constituye la tarea democrática propia de las mujeres. Sea como fuere que las mujeres, juntas, decidan encarar el trabajo de la democracia en sus situaciones específicas, esta labor no podrá llevarse a cabo sin la toma de la palabra. Recordemos a una activista por los derechos de las mujeres, Rebecca Solnit, quien dijo:

Las mujeres pelean guerras en dos frentes, uno para cualquiera que sea el tema y otro simplemente por el derecho de hablar, de tener ideas, de ser reconocidas en la posesión de información y verdades, de tener valor, de ser humanas. Las cosas han mejorado, pero esta guerra no terminará en mi vida. Todavía estoy luchándola, para mí sin duda, pero también para aquellas mujeres más jóvenes que tienen algo que decir, con la esperanza de que logren decirlo.

Suscribo su esperanza.

*Tomado de acá.

Consideraciones sobre justicia, violencia de género y política feminista

Ana María Martínez de la Escalera

Texto completo

Introducción

Comienzo estas consideraciones introduciendo un imperativo del pensamiento crítico social contemporáneo, en su búsqueda del necesario diálogo entre los saberes de la academia, las políticas públicas y el discurso crítico promovido por los diferentes activismos de género. El imperativo dice que habrá que tener presente y examinar los vocabularios a través de los cuales el diálogo será llevado a cabo; y que es conveniente, a este respecto, dedicarle el mismo tiempo al análisis de lo discutido como a las maneras en las que se enuncian ─se nombran, se describen y se ofrecen al diálogo─ las cuestiones a debate. No ha llegado el momento de hacer caso omiso de la dimensión del lenguaje y de las fuerzas que en él se desatan cuando se conversa2 y se dialoga. Pero primero puntualicemos que el discurso crítico mencionado más arriba, discurso por cierto con fuerte significación histórica, no ha producido todavía ni su historiografía ni su propia historiadora. Por su parte, el significado histórico argüido no es sino el resultado de una indudable efectividad y eficacia3 para realizar cambios en las experiencias solidarias de lo social humano. Sobre la fuerza de solidaridad de los movimientos de mujeres diremos algo más adelante. Mientras tanto y en lo que respecta al deseado y ciertamente deseable diálogo manifestado en el párrafo que da inicio a este ensayo, diremos que él nos habla de alcances que aspiran a ir más allá del mero

cumplimiento responsable de las demandas que la sociedad organizada dirige al estado nacional, o a sus aparatos, sobre las cuestiones de género. Entre estas demandas están la equidad de género, la despenalización del aborto y demandas puntuales de justicia social4. En este ensayo se insiste en que el género es una serie concertada pero a la vez heterogénea de operaciones que distinguen, asimétricamente y jerárquicamente los actos de los cuerpos humanos. Estas operaciones son históricas y sociales y los individuos resultantes están sujetos a ellas, es decir subyugados, convencidos, persuadidos e ideologizados en tanto efectos de esas operaciones y no puntos naturales de partida como parece sugerir la cita anterior. La salida de la dominación mediante el género sólo se ejerce en los procesos de de-sujetación (que no se reducen a las acciones de demanda de políticas públicas).

Cabe pensar que el referido diálogo no actúa de manera exclusivamente instrumental para producir acuerdos entre las partes sino que también inaugura un espacio público donde nuevas experiencias sociales, en las modalidades del decir y en el hacer, se intercambian y se proponen a debate. No sin pugnas y ejercicio de fuerzas que, por lo tanto, deben indudablemente entrar en las consideraciones del debate. Por su parte, el imperativo arriba mencionado nos urge a examinar con cuidado el vocabulario para sostener ese diálogo público, preguntándonos no sólo por su origen semántico sino por los usos diversos que al sucederse han generado sentidos y valores imprevistos, muestra de la fuerza de auto-institución y de la fuerza de efectuación o performativa de las acciones discursivas humanas.

Micro y macro-políticas

Tomando en cuenta la anterior consideración general, primero identificaremos el vocabulario del debate que circula de manera micropolítica ─modo o modalidad que confiere al discurso, a la argumentación y a las palabras sentido y valor puntual para referirnos a nosotras, al mundo y producir cosas y estados de cosas (por ejemplo afectos, amigas y enemigas)─. Acción pública del discurso en el ámbito del activismo de género que escapa al poder seductor del aparato de estado y sus usos reglamentados de la enunciación7. Contrástese luego el anterior modo micro-político con las formas discursivas que ordenan la instancia macropolítica8, cuyo objeto de análisis está limitado a las prácticas jurídico-políticas9. Campo de estudio y objeto analítico, estas últimas, de la filosofía política, del derecho y de las ciencias sociales. La distinción entre los usos micro y macro-políticos del análisis revela su importancia cuando observamos que el último ámbito se refiere al lugar de un ejercicio de política (soberana y representativa) fundada, en apariencia, en la identidad del individuo y de la nación. Digo en apariencia porque la identidad ciudadana y la identidad del estado (de lengua y de territorio), base de la soberanía de la forma nacional del estado moderno, no es un origen que se remontase a un tiempo específico ─la Independencia, por ejemplo─, sino una identidad producida una y otra vez por el discurso, o más bien por su modalidad argumental, la cual al afirmar que sólo describe algo que está ahí frente al lenguaje, en realidad postula lo descrito como si fuese una realidad precedente. Se produce así el referente al mismo tiempo que la descripción. La acción de afirmar mediante el discurso, como bien sabían los retóricos y los humanistas de la antigüedad, crea la referencia afirmada, gracias a la suposición corriente (metonímica) de que la lengua describe sin mediación alguna el mundo que nombra. Y que este nombrar el mundo y que esta descripción son su finalidad y su única tarea. Así sucede con la supuesta identidad de territorio y de lengua, fundamento de la macro-política, y así sucede también para el género y sus características (bipolar, asimétrico, heterosexual y jerárquico). La legitimidad de la identidad de palabras y cosas está sostenida por la reducción acrítica de la función del lenguaje a una: la de señalar o indicar el mundo de las cosas y de los estados de cosas a su alrededor. Esta función es histórica y depende de muchas otras consideraciones críticas. De ahí la importancia que tiene para nosotras la puesta en cuestión de la identidad y los valores que se le asocian. Es entonces cuando la alteridad se torna un instrumento argumental decisivo: la alteridad es la condición de toda identidad que impide la clausura de esta última sobre sí misma. En pocas palabras, no hay identidades cerradas, o sea sólo iguales a sí mismas, sino procesos identitarios complejos que son intervenidos aleatoriamente por fuerzas histórico-políticas diversas, incluyendo por supuesto, las resistencias contra la división de género. En consecuencia el ejercicio de política que domina este ámbito macro procede mediante formas de exclusión/inclusión, en lo visible y lo decible, es decir que se lleva a cabo mediante una constante actividad de conteo de las partes. Como aclararía Jacques Rancière: para el orden macro-político se trata de ser contado(a) en el orden de lo sensible y, de ser posible, entre aquellos que cuentan y llevan a cabo la contabilidad, ser quién decide las reglas de la visibilidad entre los visibles. En este ámbito práctico-instrumental identitario, que incluye ejercicios y saberes de conteo, la igualdad política se decide desde la relación tensional entre prácticas de inclusión y de exclusión, discursivas y no discursivas ejercidas mediante las acciones de un sujeto soberano, llámese estado o aparato de estado y sus instituciones. Este aparato ─dicho por sí mismo─ es el que tiene a su cargo administrar la diversidad (relación inclusión/exclusión). Pero, fuera de este conteo (nunca directo sino estadístico), tienen lugar las experiencias de la diferencia o ámbito del análisis micropolítico. Se trata de ejercicios que escapan a la dimensión jurídico-política del poder, no sin proceder al uso de la(s) fuerza(s) histórico-sociales. Estas tienen que ver más con la invención y la experiencia que con los dispositivos biopolíticos (individualizantes y totalizantes) monopolizados por las estructuras del estado. Cabrá recordar que estos dispositivos actúan, doble y tensionalmente, sobre el cuerpo individual, al cual disciplinan, y sobre el cuerpo colectivo o población organizada por sus partes, mediante prácticas de control. La biopolítica ha producido a su manera la división de género en el estado moderno, a nivel de los cuerpos individuales y a nivel de la población entendida como ciudadanía. Debe decirse que pese ─o gracias─ a las tensiones entre estos dispositivos, la modernidad ha conseguido posicionarse como aquello que ha llegado para quedarse, tan inevitable como el capitalismo (o esto arguyen ambos, modernidad y capitalismo, sobre sí mismos).

Ahora bien, respecto a lo micro-político se dirá que se refiere a un ámbito procesual, en vías de hacerse, marcado fuertemente por la contingencia y los cambios aleatorios a nivel de las experiencias colectivas y por lo tanto no reducible a lo instrumental y a lo identitario. Ámbito de prácticas sociales –discursivas y no discursivas, colectivas e individuales que, al atravesar las reglas y normas del orden macro-político, dan lugar a problemas. Problemas que a su vez exigen maneras de estabilización y aplacamiento de las contradicciones y los enfrentamientos. La búsqueda de formas de estabilización de las luchas de la gente y de sus argumentos, es lo que llamamos experiencia social. Habría otra forma de la experiencia, la crítica, cuya tarea es el debate a fondo y sin reservas de los cuestionamientos; junto a la modalidad social de la experiencia conforman el objeto del análisis de la dimensión histórico-política, contrariamente a la idea tan extendida de que la experiencia es el puro origen sensible del saber de la gente. La experiencia es, ante todo, una instancia de resultados. A propósito de la experiencia crítica habrá que decir que ella trabaja poniendo en cuestión, en primera instancia, la relación entre política e identidad, donde la segunda es fundamento de la primera ya sea como condición del sujeto de lo político o como

condición natural de la práctica del estado, en su exigencia práctica de unidad territorial y de lengua (pese a que la globalización del capital siempre ha contravenido ese orden entrópico). Ante lo anterior, el activismo de género ha decidido ubicarse en la dimensión macro-política, situación que lo ha inscrito en una demanda sin fin por leyes y políticas públicas a favor de la equidad de los géneros y en una demanda permanente por minimizar las amenazas de la violencia letal contra el género femenino que ha resultado vulnerabilizado15 (este es el sentido de la exigencia de despenalización del aborto, entre otros). En ambos casos la demanda lucha denodadamente contra efectos cuyas causas, complejas, son estructurales. Es esta estructura de poder y generadora de la violencia que acompaña la división asimétrica de los géneros la que debe ser cuestionada y detenida. La palabra violencia debe ser utilizada con cierto cuidado para evitar una generalización que la volvería ineficaz para el análisis. En este sentido habría que distinguir entre la violencia letal que es el ejercicio de una fuerza mortal y la violencia que instituye la división asimétrica entre lo masculino y lo femenino, jerarquizando el primero sobre lo segundo. La última forma de violencia configura la disimetría de los cuerpos en lugar de destruir, como la primera. Ambas, en el caso de las mujeres, son procedimientos racistas, pero su tecnología específica difiere. La violencia feminicida actúa una vez que la segunda, presente en la división social, ha conseguido ser eficaz. Las mujeres necesitamos analizar las violencias específicas que dan forma a la asimetría tanto como las formas de violencia letal infligidas por el hecho de ser mujeres, es decir cuerpos puestos a la disposición de propietarios reales o simbólicos. En este sentido, en Hispanoamérica se ha ido configurando de tiempo acá un activismo diferente, que practica una política feminista, anticolonialista y descolonizadora, agudamente crítica y notoriamente bien informada respecto de las innovaciones en materia económica, social, técnica y científica. Innovaciones que prometen una experiencia de lo humano más justa y con justicia hacia lo viviente. Este activismo se comporta como una figura de la crítica del género, que no olvida sus componentes de clase y de cultura; y también como un programa crítico de la globalización sin miramientos y un proyecto abierto al debate público a través de la crítica del saber de la gente sobre la historia y su responsabilidad en ella. La crítica, es ya algo sabido, no es una práctica descalificadora o que reniega de un pasado determinado sin más, sino un análisis minucioso del devenir de un discurso y de las maneras como llegó éste a convertir su sentido y su valor en algo perenne e ineludible.

Decíamos entonces que la dimensión micropolítica funciona críticamente, es decir que su funcionamiento es acompañado en todo momento por procesos de de-sujetación, en el comportamiento individual y colectivo, de las relaciones sociales de género, al hacer un uso estratégico de modalidades de resistencia contra las tecnologías biopolíticas ─de control poblacional y disciplinarias─, con especial énfasis en contra de las técnicas necropolíticas (genocidios indígenas, muertes femeninas por Sida, muerte materna en condiciones de pobreza, feminicidios urbanos y campesinos, etc.). Se trata así de la conformación de un ámbito de fuerzas auto-instituidoras (Castoriadis) de nuevas relaciones más allá de las partes jurídicas y de nuevas subjetividades, esto es de experiencias que buscan ser transmitidas (no hegemónicamente, es decir sin buscar la apropiación de los aparatos de estado ideológicos y no ideológicos), y que constituyen comunidad, aunque hayan comenzado únicamente como reacción o resistencia puntual y específica a lo macropolítico. Fue Michel Foucault quien se refirió, seguido muy de cerca por Deleuze y Guattari, a ese ámbito práctico y de relaciones micropolíticas como el lugar de los procesos de subjetivación de resistencia. En realidad no es propiamente un lugar o ámbito físico sino, quizás, una ocasión de diseminación de las resistencias por todo lo social, diseminación y contagio que no posee un origen único y homogéneo localizable en el tiempo y en el espacio, y que ejemplifica lo público. Lo público no es un aparato, ni un recurso jurídico-político sino la ocasión y el devenir del debate y su fuerza de subsistencia ante las embestidas del poder mediante modalidades de apropiación de los resultados y del sentido de las prácticas colectivas. Habría que pensar lo micropolítico por lo tanto como la acción de los procesos de subjetivación y de solidaridad desde el principio de alteridad que, lejos de ser un principio de unidad y homogenidad del sentido y del valor, es la apertura a la diferencia y a su fuerza de producir lo inédito y el devenir no lineal de los acontecimientos. Estos últimos serán la ocasión de la crítica y de la desujetación del dominio androcéntrico. Tal vez habría que pensar lo inédito como si fuese un exceso indómito de significación, como prácticas de alteridad irreductibles a una sola identidad fija heterosexual o en franca rebeldía contra una representación simbólica oficial macropolítica de los géneros. Este es el papel jugado por el testimonio que brindan las madres de las jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez, en cada una de sus organizaciones. Sus testimonios muestran un dispendio de sentido o un uso excesivo de lengua (más allá de la mera descripción y el nombrar) que emerge cuando la lengua vernácula, la lengua de la intimidad del aquí, se desplaza e irrumpe en el lugar de transmisión de la lengua vehicular, lengua de los aparatos de estado (aparato de información/desinformación, la escuela y sus planes y programas bajo el cuidado de la organización sindical vertical, la iglesia católica y sus prácticas confesionales, etc.). En este desplazamiento los significados (sentidos y valores) de la maternidad y sus prerrogativas dejan de ser míticos (presociales y prepolíticos: naturales) para transformarse en acciones políticas. A su través se conmociona el vocabulario que acompaña la experiencia social, todo lo que creíamos natural y por tanto intransformable, y va apareciendo en consonancia con el contenido de lo testimoniado por las organizaciones de madres de víctimas del feminicidio, una modalidad testimonial valorizada. El saber de la gente, continuamente sometido a las reglas jurídicas y a los saberes académicos y sus lógicas, es dejado en libertad: en libertad para enfrentarse debidamente a las formas de apropiación de los aparatos de poder. Será en el debate que conquistará una nueva visibilidad a la vez que revalorizará las modalidades en que él mismo, como saber testimonial, aparece. La singularidad del testimonio será su único, aunque complejo y sobredeterminado, valor y sentido a dilucidar en las modalidades testimoniales inauguradas. En consecuencia este dominio micro-político inventa usos divergentes en su propio vocabulario (aparecen palabras descolonizadas: víctima, madre, política, testimonio, justicia, verdad entre otras), al tiempo que pone en jaque al ámbito identitario macro-político, ámbito que según decíamos, suele anteponer la política de las partes (representada supuestamente por los partidos) a las solidaridades configuradas en la lucha por la justicia; apropiándose así tanto de la verdad histórica como de una idea de la justicia reinvindicativa, al reducir ambas a un orden jurídico-político de la acción. De hecho la justicia no debe reducirse a lo simplemente reivindicativo sin tratar de experimentar su fuerza de promesa; promesa de un mundo donde la violencia ya no sea soportada, y promesa de no impedir la invención de las modalidades que puede adoptar la actividad insurgente de no-soportar- más la discriminación. A este respecto, la noción de feminicidio y la fuerza de significación beligerante que lo acompaña no resulta ser, simplemente, un asunto de terminología en el universo jurídico. Término supuestamente diseñado para tipificar un delito de orden penal, “feminicidio” es el nombre de todo un vocabulario implementado para la resistencia contra la representación reductiva y descalificadora de la víctima de la violencia de género por el discurso policial, judicial y de los expertos forenses. Sólo mostrando la dimensión estructural de la violencia que produce el género se podrá ejercer una solidaridad constante contra la apropiación que ejerce sobre las fuerzas sociales, su imaginación y su experimentación.

Ahora bien, en la exposición anterior se ha contrastado, aunque sea de manera general, el discurso macro-político del micro-político o solidario. Ambos discursos no escapan a la presencia dominante del sentido común o mainstream de la significación – sentido hegemónico, hoy en día producido massmediáticamente─. Resulta entonces urgente indagar en los usos de ambos discursos cuando describen el género y sus consecuencias para poner en cuestión esta presencia y su funcionamiento. Podemos detectar al sentido común y su poder conservador en el funcionamiento del discurso que “naturaliza” el género, reduciéndolo a lo fisiológico o anatómico o a un mero juego de roles. La fuerza del sentido común, o lo que llamamos así, es ante todo de orden naturalizante. Esto es así puesto que al no criticar los supuestos sobre los que descansa la descripción del género, se ve al género como algo natural, intrasformable, no social. No criticar significa en este contexto reducir las descripciones a un uso mecánico de la lengua, evitando que los hablantes entren en un proceso vívidamente crítico mediante el debate de la operación misma de la descripción. Discusión necesaria contra la suposición de una relación de inmediatez entre palabra y cosa. Lo único que se consigue a fin de cuentas es perpetuar el modelo de dominio en el terreno del lenguaje.

Una vez que aceptamos la urgencia crítica anterior como parte de la urgencia política de la que hablamos al inicio de este trabajo, veremos que no se puede ni se debe renunciar a la necesidad de revisar, previamente a su uso en la argumentación, el vocabulario político que tanto trabajo y desvelos ha costado al activismo feminista crear y sostener. Una revisión de este tipo tiene lugar analizando siempre la ocasión crítica (contexto de fuerzas del decir/hacer) que brinda la alteridad micro-política. Eso modifica sustantivamente la relación de las hablantes con el lenguaje hablado. Ellas habrán de rehusarse entonces a perseguir el origen del sentido como único criterio de decisión sobre la habilidad descriptiva de los términos como “feminicidio”, o a intentar descubrir un solo punto preciso donde el sentido tendría un origen trascendental a la experiencia o un fundamento más allá de la inmanencia, en este caso manifestada por el uso del vocabulario en circunstancias críticas o polémicas. Ha llegado la ocasión en que los conceptos que permiten pensar lo macropolítico se muestran agotados para el uso que las activistas críticas desean darles y muestran que ya no pueden dar cuenta de lo que sucede21, como en el caso de las explicaciones oficiales de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y otros estados de la república. O bien ha llegado el momento cuando los conceptos oficiales y su lógica ya no describen sino que interpretan desde el prejuicio racista y sexista los acontecimientos. Todo lo cual redunda en que frente al agotamiento y falta de imaginación social (Castoriadis) del discurso oficial jurídico- político sobre el feminicidio, se nos presenta un vocabulario nuevo, micro-político, que inviste el momento crítico-histórico de absoluta invención y de franca fuerza de resistencia política. A todo esto habrá que considerar que las invenciones son frágiles y debemos vigilarlas para que no acaben en el basurero de la historia junto con muchas otras que en su momento se consideraron redentoras, es decir más justas y más allá de la crueldad.

Tomemos una vez más el ejemplo paradigmático de la fuerza de invención y de problematización que acompaña la socialización solidaria del uso del concepto de feminicidio. Más allá del delito y su necesaria penalización en la instancia jurídico- política, el término de feminicidio, agudamente polémico por su carga conmocionante, exige, con el fin de calmar esa conmoción de la experiencia codificada que introduce en la sociedad, la apertura de un debate público durante el cual se verifique un análisis histórico y genealógico-crítico de la violencia no absoluta sino específica que conlleva la división de los géneros. Un debate en el cual tenga lugar un análisis minucioso que muestre, tras la violencia letal que implica una muerte singular (la de cada una de las mujeres asesinadas por el sólo hecho de ser mujeres), toda una tecnología de la vulnerabilidad. Una condición anteriormente y de mucho tiempo atrás fraguada, mediante prácticas institucionales de apropiación de fuerzas corporales (reproductivas) específicas, acompañada de una suerte de política monopolizadora de la instrumentación o al menos de los resultados de la apropiación, a la que podríamos caracterizar como racismo de estado. Puesto que el racismo es una tecnología compleja y no un mero sentimiento de odio hacia el/la otro(a). Estas prácticas institucionales son conducidas por la misma estructura familiar, la de la iglesia, la del aparato escolar y reguladas, es decir normalizadas y estandarizadas por la el propio estado nacional mediante sus políticas públicas (aunque no siempre resultan exitosas), en su monopolización de la gubernamentalidad. Recordemos una vez más, y ya para finalizar la consideración sobre la biopolítica como clave analítica de las políticas sobre la violencia de género, que aquella despliega, según los estudios de Michel Foucault, dos estrategias: una individualizante que trabaja sobre los cuerpos singulares y que Foucault analizó competentemente bajo el nombre de lógica disciplinaria, y otra ejercida sobre la población, con el efecto complejo de construir dicha población como tarea del estado o dispositivos biopolíticos. Ahora bien, la vulnerabilización no es una condición fisiológica natural sino el resultado de innumerables ejercicios de una forma de violencia: la violencia que instaura el género como normalidad y estereotipo, mediante la producción permanente de formas de decir/hacer la división del género, que resulta así una realidad bipolar, heterosexual, asimétrica y jerárquicamente androcéntrica. Se trata, según decíamos más arriba, de una modalidad de racismo estatizado con una larga historia.

La crítica que necesitamos acompañe y refuerce el examen histórico anterior es el primer paso de un ejercicio auto-instituidor de lo social pero no de un poder monopólico sobre la imaginación, llevado a cabo en términos de otras políticas de subjetivación que acometen la tarea de resistencia ante las relaciones de dominación (que producen las oposiciones antagónicas o máquinas bipolares de sentido: las categorías bipolares como masculino/femenino, privado/público, normal/patológico, heterosexual/homosexual, y la valoración introducida por el modelo semántico pasivo/activo confundido con la lógica interna del binomio categorial) y de resistencia creativa ante las relaciones de poder (relaciones que producen oposiciones antagónicas de raza, de clase, de religión, la oposición amigo/enemigo, etc., a partir del modelo formal macro-politico de la guerra). Es deseable que esta crítica tan necesaria hoy se convierta en una tarea permanente que evite el anquilosamiento de la imaginación. Su primer paso será desmontar la confusión semántica producida por la categoría masculino/femenino, esto es su interpretación a partir de la oposición activo/pasivo y la jerarquía que la acompaña. Y por supuesto, desvincular la distinción del escenario de la guerra (amigo/enemigo) en el cual cada polo sólo adquiere sentido y realidad frente a la muerte del(a) otro(a). Hecho lo anterior, se tratará luego de analizar la genealogía de la dominación mediante el género, mostrando el carácter contingente, no necesario y por ende transformable de la producción social de la categoría de género en tanto construcción de sentido y de valor social. A este respecto Simone de Beauvoir plantea una genealogía crítica de la categoría de género que muestra cómo dicha noción fue naturalizada por la antropología, la sociología y otras ciencias sociales. Su libro llamado el Segundo sexo contribuyó notablemente a la formación de las siguientes generaciones de críticas feministas que aprendieron el valor de la crítica y la práctica de la desnaturalización de la categoría de género y la violencia que la acompaña.

A modo de conclusión: solidaridad

A todo esto, ¿qué sería esa solidaridad a la que relacionábamos más atrás con la realización efectiva de grandes tareas en el mundo humano? Como es sabido para los clásicos de la sociología la solidaridad es lo que genera la unidad entre el estado y sus instituciones y la ciudadanía; por ejemplo, Émile Durkheim, quien lo dejó muy claro en las postrimerías del siglo XIX, o Richard Rorty, desde una postura pragmático- liberal. Se trata para este autor, fundador de la sociología científica, de un lazo que permite la supervivencia de la sociedad nacional asegurando una relación estructural entre la autoridad y los que están sujetos a esa autoridad. En contraste la solidaridad producida en el contexto de los colectivos de mujeres no asegura la colaboración con el eje vertical de la dominación y su pervivencia, sino que la observamos realizarse, cobrar vida si se prefiere, en sus formas cotidianas de efectuación: efectividad sin legitimación ni consolidación de la asimetría del género. Esta solidaridad no sólo se enfoca a resolver problemas inmediatos sino que puede entenderse como una manera de experimentación del estar-juntas, sin reducción a una finalidad de intención. Pero más importante aún: la solidaridad se manifiesta mediante experiencias de resistencia que muestran que hay otras maneras de ejercitar la relación entre las fuerzas (creativas, afectivas, sexuales, de cooperación, de división de tareas) del cuerpo y las relaciones entre los cuerpos que inventan, sobre la marcha, otras maneras de ser humanidad. ¿Qué sería lo propio de esas otras maneras del estar-juntas? Creo firmemente que los colectivos de mujeres han dado respuesta simple a esta interrogante: estar-juntas empieza donde acaba el-seguir-soportando la dominación donde ésta se manifieste. Y el estar juntas o la solidaridad, que por supuesto no excluye a los individuos masculinos, es un ejercicio político en la medida en que incentiva el debate público donde se discute y se toman decisiones con el fin de abrir la experimentación social, haciendo de ella un ejemplo de justicia social y de igualdad histórico-política.

Bibliografía

Cornelius Castoriadis, Las encrucijadas del laberinto (México: FCE, 2001).

Friedrich Nietzsche, La voluntad de poderío, (Madrid: EDAF, 1981).

Hannah Arendt, Orígenes del totalitarismo (México: Taurus, 2004).

___________, ¿Qué es la política? (Barcelona: Paidós, 1997).

Jacques Derrida, Espectros de Marx (Valladolid: Trotta, 1995).
Jacques Rancière, “Who is the subject of the Rights of Man?” The South Atlantic Quaterly 103 (2004), Duke University Press.

__________, “Dissenting words”, Diacritics 30.2, (2000).
Judith Butler, El género en disputa (México: Paidós/PUEG, 2001).