Consideraciones sobre justicia, violencia de género y política feminista

Ana María Martínez de la Escalera

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Introducción

Comienzo estas consideraciones introduciendo un imperativo del pensamiento crítico social contemporáneo, en su búsqueda del necesario diálogo entre los saberes de la academia, las políticas públicas y el discurso crítico promovido por los diferentes activismos de género. El imperativo dice que habrá que tener presente y examinar los vocabularios a través de los cuales el diálogo será llevado a cabo; y que es conveniente, a este respecto, dedicarle el mismo tiempo al análisis de lo discutido como a las maneras en las que se enuncian ─se nombran, se describen y se ofrecen al diálogo─ las cuestiones a debate. No ha llegado el momento de hacer caso omiso de la dimensión del lenguaje y de las fuerzas que en él se desatan cuando se conversa2 y se dialoga. Pero primero puntualicemos que el discurso crítico mencionado más arriba, discurso por cierto con fuerte significación histórica, no ha producido todavía ni su historiografía ni su propia historiadora. Por su parte, el significado histórico argüido no es sino el resultado de una indudable efectividad y eficacia3 para realizar cambios en las experiencias solidarias de lo social humano. Sobre la fuerza de solidaridad de los movimientos de mujeres diremos algo más adelante. Mientras tanto y en lo que respecta al deseado y ciertamente deseable diálogo manifestado en el párrafo que da inicio a este ensayo, diremos que él nos habla de alcances que aspiran a ir más allá del mero

cumplimiento responsable de las demandas que la sociedad organizada dirige al estado nacional, o a sus aparatos, sobre las cuestiones de género. Entre estas demandas están la equidad de género, la despenalización del aborto y demandas puntuales de justicia social4. En este ensayo se insiste en que el género es una serie concertada pero a la vez heterogénea de operaciones que distinguen, asimétricamente y jerárquicamente los actos de los cuerpos humanos. Estas operaciones son históricas y sociales y los individuos resultantes están sujetos a ellas, es decir subyugados, convencidos, persuadidos e ideologizados en tanto efectos de esas operaciones y no puntos naturales de partida como parece sugerir la cita anterior. La salida de la dominación mediante el género sólo se ejerce en los procesos de de-sujetación (que no se reducen a las acciones de demanda de políticas públicas).

Cabe pensar que el referido diálogo no actúa de manera exclusivamente instrumental para producir acuerdos entre las partes sino que también inaugura un espacio público donde nuevas experiencias sociales, en las modalidades del decir y en el hacer, se intercambian y se proponen a debate. No sin pugnas y ejercicio de fuerzas que, por lo tanto, deben indudablemente entrar en las consideraciones del debate. Por su parte, el imperativo arriba mencionado nos urge a examinar con cuidado el vocabulario para sostener ese diálogo público, preguntándonos no sólo por su origen semántico sino por los usos diversos que al sucederse han generado sentidos y valores imprevistos, muestra de la fuerza de auto-institución y de la fuerza de efectuación o performativa de las acciones discursivas humanas.

Micro y macro-políticas

Tomando en cuenta la anterior consideración general, primero identificaremos el vocabulario del debate que circula de manera micropolítica ─modo o modalidad que confiere al discurso, a la argumentación y a las palabras sentido y valor puntual para referirnos a nosotras, al mundo y producir cosas y estados de cosas (por ejemplo afectos, amigas y enemigas)─. Acción pública del discurso en el ámbito del activismo de género que escapa al poder seductor del aparato de estado y sus usos reglamentados de la enunciación7. Contrástese luego el anterior modo micro-político con las formas discursivas que ordenan la instancia macropolítica8, cuyo objeto de análisis está limitado a las prácticas jurídico-políticas9. Campo de estudio y objeto analítico, estas últimas, de la filosofía política, del derecho y de las ciencias sociales. La distinción entre los usos micro y macro-políticos del análisis revela su importancia cuando observamos que el último ámbito se refiere al lugar de un ejercicio de política (soberana y representativa) fundada, en apariencia, en la identidad del individuo y de la nación. Digo en apariencia porque la identidad ciudadana y la identidad del estado (de lengua y de territorio), base de la soberanía de la forma nacional del estado moderno, no es un origen que se remontase a un tiempo específico ─la Independencia, por ejemplo─, sino una identidad producida una y otra vez por el discurso, o más bien por su modalidad argumental, la cual al afirmar que sólo describe algo que está ahí frente al lenguaje, en realidad postula lo descrito como si fuese una realidad precedente. Se produce así el referente al mismo tiempo que la descripción. La acción de afirmar mediante el discurso, como bien sabían los retóricos y los humanistas de la antigüedad, crea la referencia afirmada, gracias a la suposición corriente (metonímica) de que la lengua describe sin mediación alguna el mundo que nombra. Y que este nombrar el mundo y que esta descripción son su finalidad y su única tarea. Así sucede con la supuesta identidad de territorio y de lengua, fundamento de la macro-política, y así sucede también para el género y sus características (bipolar, asimétrico, heterosexual y jerárquico). La legitimidad de la identidad de palabras y cosas está sostenida por la reducción acrítica de la función del lenguaje a una: la de señalar o indicar el mundo de las cosas y de los estados de cosas a su alrededor. Esta función es histórica y depende de muchas otras consideraciones críticas. De ahí la importancia que tiene para nosotras la puesta en cuestión de la identidad y los valores que se le asocian. Es entonces cuando la alteridad se torna un instrumento argumental decisivo: la alteridad es la condición de toda identidad que impide la clausura de esta última sobre sí misma. En pocas palabras, no hay identidades cerradas, o sea sólo iguales a sí mismas, sino procesos identitarios complejos que son intervenidos aleatoriamente por fuerzas histórico-políticas diversas, incluyendo por supuesto, las resistencias contra la división de género. En consecuencia el ejercicio de política que domina este ámbito macro procede mediante formas de exclusión/inclusión, en lo visible y lo decible, es decir que se lleva a cabo mediante una constante actividad de conteo de las partes. Como aclararía Jacques Rancière: para el orden macro-político se trata de ser contado(a) en el orden de lo sensible y, de ser posible, entre aquellos que cuentan y llevan a cabo la contabilidad, ser quién decide las reglas de la visibilidad entre los visibles. En este ámbito práctico-instrumental identitario, que incluye ejercicios y saberes de conteo, la igualdad política se decide desde la relación tensional entre prácticas de inclusión y de exclusión, discursivas y no discursivas ejercidas mediante las acciones de un sujeto soberano, llámese estado o aparato de estado y sus instituciones. Este aparato ─dicho por sí mismo─ es el que tiene a su cargo administrar la diversidad (relación inclusión/exclusión). Pero, fuera de este conteo (nunca directo sino estadístico), tienen lugar las experiencias de la diferencia o ámbito del análisis micropolítico. Se trata de ejercicios que escapan a la dimensión jurídico-política del poder, no sin proceder al uso de la(s) fuerza(s) histórico-sociales. Estas tienen que ver más con la invención y la experiencia que con los dispositivos biopolíticos (individualizantes y totalizantes) monopolizados por las estructuras del estado. Cabrá recordar que estos dispositivos actúan, doble y tensionalmente, sobre el cuerpo individual, al cual disciplinan, y sobre el cuerpo colectivo o población organizada por sus partes, mediante prácticas de control. La biopolítica ha producido a su manera la división de género en el estado moderno, a nivel de los cuerpos individuales y a nivel de la población entendida como ciudadanía. Debe decirse que pese ─o gracias─ a las tensiones entre estos dispositivos, la modernidad ha conseguido posicionarse como aquello que ha llegado para quedarse, tan inevitable como el capitalismo (o esto arguyen ambos, modernidad y capitalismo, sobre sí mismos).

Ahora bien, respecto a lo micro-político se dirá que se refiere a un ámbito procesual, en vías de hacerse, marcado fuertemente por la contingencia y los cambios aleatorios a nivel de las experiencias colectivas y por lo tanto no reducible a lo instrumental y a lo identitario. Ámbito de prácticas sociales –discursivas y no discursivas, colectivas e individuales que, al atravesar las reglas y normas del orden macro-político, dan lugar a problemas. Problemas que a su vez exigen maneras de estabilización y aplacamiento de las contradicciones y los enfrentamientos. La búsqueda de formas de estabilización de las luchas de la gente y de sus argumentos, es lo que llamamos experiencia social. Habría otra forma de la experiencia, la crítica, cuya tarea es el debate a fondo y sin reservas de los cuestionamientos; junto a la modalidad social de la experiencia conforman el objeto del análisis de la dimensión histórico-política, contrariamente a la idea tan extendida de que la experiencia es el puro origen sensible del saber de la gente. La experiencia es, ante todo, una instancia de resultados. A propósito de la experiencia crítica habrá que decir que ella trabaja poniendo en cuestión, en primera instancia, la relación entre política e identidad, donde la segunda es fundamento de la primera ya sea como condición del sujeto de lo político o como

condición natural de la práctica del estado, en su exigencia práctica de unidad territorial y de lengua (pese a que la globalización del capital siempre ha contravenido ese orden entrópico). Ante lo anterior, el activismo de género ha decidido ubicarse en la dimensión macro-política, situación que lo ha inscrito en una demanda sin fin por leyes y políticas públicas a favor de la equidad de los géneros y en una demanda permanente por minimizar las amenazas de la violencia letal contra el género femenino que ha resultado vulnerabilizado15 (este es el sentido de la exigencia de despenalización del aborto, entre otros). En ambos casos la demanda lucha denodadamente contra efectos cuyas causas, complejas, son estructurales. Es esta estructura de poder y generadora de la violencia que acompaña la división asimétrica de los géneros la que debe ser cuestionada y detenida. La palabra violencia debe ser utilizada con cierto cuidado para evitar una generalización que la volvería ineficaz para el análisis. En este sentido habría que distinguir entre la violencia letal que es el ejercicio de una fuerza mortal y la violencia que instituye la división asimétrica entre lo masculino y lo femenino, jerarquizando el primero sobre lo segundo. La última forma de violencia configura la disimetría de los cuerpos en lugar de destruir, como la primera. Ambas, en el caso de las mujeres, son procedimientos racistas, pero su tecnología específica difiere. La violencia feminicida actúa una vez que la segunda, presente en la división social, ha conseguido ser eficaz. Las mujeres necesitamos analizar las violencias específicas que dan forma a la asimetría tanto como las formas de violencia letal infligidas por el hecho de ser mujeres, es decir cuerpos puestos a la disposición de propietarios reales o simbólicos. En este sentido, en Hispanoamérica se ha ido configurando de tiempo acá un activismo diferente, que practica una política feminista, anticolonialista y descolonizadora, agudamente crítica y notoriamente bien informada respecto de las innovaciones en materia económica, social, técnica y científica. Innovaciones que prometen una experiencia de lo humano más justa y con justicia hacia lo viviente. Este activismo se comporta como una figura de la crítica del género, que no olvida sus componentes de clase y de cultura; y también como un programa crítico de la globalización sin miramientos y un proyecto abierto al debate público a través de la crítica del saber de la gente sobre la historia y su responsabilidad en ella. La crítica, es ya algo sabido, no es una práctica descalificadora o que reniega de un pasado determinado sin más, sino un análisis minucioso del devenir de un discurso y de las maneras como llegó éste a convertir su sentido y su valor en algo perenne e ineludible.

Decíamos entonces que la dimensión micropolítica funciona críticamente, es decir que su funcionamiento es acompañado en todo momento por procesos de de-sujetación, en el comportamiento individual y colectivo, de las relaciones sociales de género, al hacer un uso estratégico de modalidades de resistencia contra las tecnologías biopolíticas ─de control poblacional y disciplinarias─, con especial énfasis en contra de las técnicas necropolíticas (genocidios indígenas, muertes femeninas por Sida, muerte materna en condiciones de pobreza, feminicidios urbanos y campesinos, etc.). Se trata así de la conformación de un ámbito de fuerzas auto-instituidoras (Castoriadis) de nuevas relaciones más allá de las partes jurídicas y de nuevas subjetividades, esto es de experiencias que buscan ser transmitidas (no hegemónicamente, es decir sin buscar la apropiación de los aparatos de estado ideológicos y no ideológicos), y que constituyen comunidad, aunque hayan comenzado únicamente como reacción o resistencia puntual y específica a lo macropolítico. Fue Michel Foucault quien se refirió, seguido muy de cerca por Deleuze y Guattari, a ese ámbito práctico y de relaciones micropolíticas como el lugar de los procesos de subjetivación de resistencia. En realidad no es propiamente un lugar o ámbito físico sino, quizás, una ocasión de diseminación de las resistencias por todo lo social, diseminación y contagio que no posee un origen único y homogéneo localizable en el tiempo y en el espacio, y que ejemplifica lo público. Lo público no es un aparato, ni un recurso jurídico-político sino la ocasión y el devenir del debate y su fuerza de subsistencia ante las embestidas del poder mediante modalidades de apropiación de los resultados y del sentido de las prácticas colectivas. Habría que pensar lo micropolítico por lo tanto como la acción de los procesos de subjetivación y de solidaridad desde el principio de alteridad que, lejos de ser un principio de unidad y homogenidad del sentido y del valor, es la apertura a la diferencia y a su fuerza de producir lo inédito y el devenir no lineal de los acontecimientos. Estos últimos serán la ocasión de la crítica y de la desujetación del dominio androcéntrico. Tal vez habría que pensar lo inédito como si fuese un exceso indómito de significación, como prácticas de alteridad irreductibles a una sola identidad fija heterosexual o en franca rebeldía contra una representación simbólica oficial macropolítica de los géneros. Este es el papel jugado por el testimonio que brindan las madres de las jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez, en cada una de sus organizaciones. Sus testimonios muestran un dispendio de sentido o un uso excesivo de lengua (más allá de la mera descripción y el nombrar) que emerge cuando la lengua vernácula, la lengua de la intimidad del aquí, se desplaza e irrumpe en el lugar de transmisión de la lengua vehicular, lengua de los aparatos de estado (aparato de información/desinformación, la escuela y sus planes y programas bajo el cuidado de la organización sindical vertical, la iglesia católica y sus prácticas confesionales, etc.). En este desplazamiento los significados (sentidos y valores) de la maternidad y sus prerrogativas dejan de ser míticos (presociales y prepolíticos: naturales) para transformarse en acciones políticas. A su través se conmociona el vocabulario que acompaña la experiencia social, todo lo que creíamos natural y por tanto intransformable, y va apareciendo en consonancia con el contenido de lo testimoniado por las organizaciones de madres de víctimas del feminicidio, una modalidad testimonial valorizada. El saber de la gente, continuamente sometido a las reglas jurídicas y a los saberes académicos y sus lógicas, es dejado en libertad: en libertad para enfrentarse debidamente a las formas de apropiación de los aparatos de poder. Será en el debate que conquistará una nueva visibilidad a la vez que revalorizará las modalidades en que él mismo, como saber testimonial, aparece. La singularidad del testimonio será su único, aunque complejo y sobredeterminado, valor y sentido a dilucidar en las modalidades testimoniales inauguradas. En consecuencia este dominio micro-político inventa usos divergentes en su propio vocabulario (aparecen palabras descolonizadas: víctima, madre, política, testimonio, justicia, verdad entre otras), al tiempo que pone en jaque al ámbito identitario macro-político, ámbito que según decíamos, suele anteponer la política de las partes (representada supuestamente por los partidos) a las solidaridades configuradas en la lucha por la justicia; apropiándose así tanto de la verdad histórica como de una idea de la justicia reinvindicativa, al reducir ambas a un orden jurídico-político de la acción. De hecho la justicia no debe reducirse a lo simplemente reivindicativo sin tratar de experimentar su fuerza de promesa; promesa de un mundo donde la violencia ya no sea soportada, y promesa de no impedir la invención de las modalidades que puede adoptar la actividad insurgente de no-soportar- más la discriminación. A este respecto, la noción de feminicidio y la fuerza de significación beligerante que lo acompaña no resulta ser, simplemente, un asunto de terminología en el universo jurídico. Término supuestamente diseñado para tipificar un delito de orden penal, “feminicidio” es el nombre de todo un vocabulario implementado para la resistencia contra la representación reductiva y descalificadora de la víctima de la violencia de género por el discurso policial, judicial y de los expertos forenses. Sólo mostrando la dimensión estructural de la violencia que produce el género se podrá ejercer una solidaridad constante contra la apropiación que ejerce sobre las fuerzas sociales, su imaginación y su experimentación.

Ahora bien, en la exposición anterior se ha contrastado, aunque sea de manera general, el discurso macro-político del micro-político o solidario. Ambos discursos no escapan a la presencia dominante del sentido común o mainstream de la significación – sentido hegemónico, hoy en día producido massmediáticamente─. Resulta entonces urgente indagar en los usos de ambos discursos cuando describen el género y sus consecuencias para poner en cuestión esta presencia y su funcionamiento. Podemos detectar al sentido común y su poder conservador en el funcionamiento del discurso que “naturaliza” el género, reduciéndolo a lo fisiológico o anatómico o a un mero juego de roles. La fuerza del sentido común, o lo que llamamos así, es ante todo de orden naturalizante. Esto es así puesto que al no criticar los supuestos sobre los que descansa la descripción del género, se ve al género como algo natural, intrasformable, no social. No criticar significa en este contexto reducir las descripciones a un uso mecánico de la lengua, evitando que los hablantes entren en un proceso vívidamente crítico mediante el debate de la operación misma de la descripción. Discusión necesaria contra la suposición de una relación de inmediatez entre palabra y cosa. Lo único que se consigue a fin de cuentas es perpetuar el modelo de dominio en el terreno del lenguaje.

Una vez que aceptamos la urgencia crítica anterior como parte de la urgencia política de la que hablamos al inicio de este trabajo, veremos que no se puede ni se debe renunciar a la necesidad de revisar, previamente a su uso en la argumentación, el vocabulario político que tanto trabajo y desvelos ha costado al activismo feminista crear y sostener. Una revisión de este tipo tiene lugar analizando siempre la ocasión crítica (contexto de fuerzas del decir/hacer) que brinda la alteridad micro-política. Eso modifica sustantivamente la relación de las hablantes con el lenguaje hablado. Ellas habrán de rehusarse entonces a perseguir el origen del sentido como único criterio de decisión sobre la habilidad descriptiva de los términos como “feminicidio”, o a intentar descubrir un solo punto preciso donde el sentido tendría un origen trascendental a la experiencia o un fundamento más allá de la inmanencia, en este caso manifestada por el uso del vocabulario en circunstancias críticas o polémicas. Ha llegado la ocasión en que los conceptos que permiten pensar lo macropolítico se muestran agotados para el uso que las activistas críticas desean darles y muestran que ya no pueden dar cuenta de lo que sucede21, como en el caso de las explicaciones oficiales de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y otros estados de la república. O bien ha llegado el momento cuando los conceptos oficiales y su lógica ya no describen sino que interpretan desde el prejuicio racista y sexista los acontecimientos. Todo lo cual redunda en que frente al agotamiento y falta de imaginación social (Castoriadis) del discurso oficial jurídico- político sobre el feminicidio, se nos presenta un vocabulario nuevo, micro-político, que inviste el momento crítico-histórico de absoluta invención y de franca fuerza de resistencia política. A todo esto habrá que considerar que las invenciones son frágiles y debemos vigilarlas para que no acaben en el basurero de la historia junto con muchas otras que en su momento se consideraron redentoras, es decir más justas y más allá de la crueldad.

Tomemos una vez más el ejemplo paradigmático de la fuerza de invención y de problematización que acompaña la socialización solidaria del uso del concepto de feminicidio. Más allá del delito y su necesaria penalización en la instancia jurídico- política, el término de feminicidio, agudamente polémico por su carga conmocionante, exige, con el fin de calmar esa conmoción de la experiencia codificada que introduce en la sociedad, la apertura de un debate público durante el cual se verifique un análisis histórico y genealógico-crítico de la violencia no absoluta sino específica que conlleva la división de los géneros. Un debate en el cual tenga lugar un análisis minucioso que muestre, tras la violencia letal que implica una muerte singular (la de cada una de las mujeres asesinadas por el sólo hecho de ser mujeres), toda una tecnología de la vulnerabilidad. Una condición anteriormente y de mucho tiempo atrás fraguada, mediante prácticas institucionales de apropiación de fuerzas corporales (reproductivas) específicas, acompañada de una suerte de política monopolizadora de la instrumentación o al menos de los resultados de la apropiación, a la que podríamos caracterizar como racismo de estado. Puesto que el racismo es una tecnología compleja y no un mero sentimiento de odio hacia el/la otro(a). Estas prácticas institucionales son conducidas por la misma estructura familiar, la de la iglesia, la del aparato escolar y reguladas, es decir normalizadas y estandarizadas por la el propio estado nacional mediante sus políticas públicas (aunque no siempre resultan exitosas), en su monopolización de la gubernamentalidad. Recordemos una vez más, y ya para finalizar la consideración sobre la biopolítica como clave analítica de las políticas sobre la violencia de género, que aquella despliega, según los estudios de Michel Foucault, dos estrategias: una individualizante que trabaja sobre los cuerpos singulares y que Foucault analizó competentemente bajo el nombre de lógica disciplinaria, y otra ejercida sobre la población, con el efecto complejo de construir dicha población como tarea del estado o dispositivos biopolíticos. Ahora bien, la vulnerabilización no es una condición fisiológica natural sino el resultado de innumerables ejercicios de una forma de violencia: la violencia que instaura el género como normalidad y estereotipo, mediante la producción permanente de formas de decir/hacer la división del género, que resulta así una realidad bipolar, heterosexual, asimétrica y jerárquicamente androcéntrica. Se trata, según decíamos más arriba, de una modalidad de racismo estatizado con una larga historia.

La crítica que necesitamos acompañe y refuerce el examen histórico anterior es el primer paso de un ejercicio auto-instituidor de lo social pero no de un poder monopólico sobre la imaginación, llevado a cabo en términos de otras políticas de subjetivación que acometen la tarea de resistencia ante las relaciones de dominación (que producen las oposiciones antagónicas o máquinas bipolares de sentido: las categorías bipolares como masculino/femenino, privado/público, normal/patológico, heterosexual/homosexual, y la valoración introducida por el modelo semántico pasivo/activo confundido con la lógica interna del binomio categorial) y de resistencia creativa ante las relaciones de poder (relaciones que producen oposiciones antagónicas de raza, de clase, de religión, la oposición amigo/enemigo, etc., a partir del modelo formal macro-politico de la guerra). Es deseable que esta crítica tan necesaria hoy se convierta en una tarea permanente que evite el anquilosamiento de la imaginación. Su primer paso será desmontar la confusión semántica producida por la categoría masculino/femenino, esto es su interpretación a partir de la oposición activo/pasivo y la jerarquía que la acompaña. Y por supuesto, desvincular la distinción del escenario de la guerra (amigo/enemigo) en el cual cada polo sólo adquiere sentido y realidad frente a la muerte del(a) otro(a). Hecho lo anterior, se tratará luego de analizar la genealogía de la dominación mediante el género, mostrando el carácter contingente, no necesario y por ende transformable de la producción social de la categoría de género en tanto construcción de sentido y de valor social. A este respecto Simone de Beauvoir plantea una genealogía crítica de la categoría de género que muestra cómo dicha noción fue naturalizada por la antropología, la sociología y otras ciencias sociales. Su libro llamado el Segundo sexo contribuyó notablemente a la formación de las siguientes generaciones de críticas feministas que aprendieron el valor de la crítica y la práctica de la desnaturalización de la categoría de género y la violencia que la acompaña.

A modo de conclusión: solidaridad

A todo esto, ¿qué sería esa solidaridad a la que relacionábamos más atrás con la realización efectiva de grandes tareas en el mundo humano? Como es sabido para los clásicos de la sociología la solidaridad es lo que genera la unidad entre el estado y sus instituciones y la ciudadanía; por ejemplo, Émile Durkheim, quien lo dejó muy claro en las postrimerías del siglo XIX, o Richard Rorty, desde una postura pragmático- liberal. Se trata para este autor, fundador de la sociología científica, de un lazo que permite la supervivencia de la sociedad nacional asegurando una relación estructural entre la autoridad y los que están sujetos a esa autoridad. En contraste la solidaridad producida en el contexto de los colectivos de mujeres no asegura la colaboración con el eje vertical de la dominación y su pervivencia, sino que la observamos realizarse, cobrar vida si se prefiere, en sus formas cotidianas de efectuación: efectividad sin legitimación ni consolidación de la asimetría del género. Esta solidaridad no sólo se enfoca a resolver problemas inmediatos sino que puede entenderse como una manera de experimentación del estar-juntas, sin reducción a una finalidad de intención. Pero más importante aún: la solidaridad se manifiesta mediante experiencias de resistencia que muestran que hay otras maneras de ejercitar la relación entre las fuerzas (creativas, afectivas, sexuales, de cooperación, de división de tareas) del cuerpo y las relaciones entre los cuerpos que inventan, sobre la marcha, otras maneras de ser humanidad. ¿Qué sería lo propio de esas otras maneras del estar-juntas? Creo firmemente que los colectivos de mujeres han dado respuesta simple a esta interrogante: estar-juntas empieza donde acaba el-seguir-soportando la dominación donde ésta se manifieste. Y el estar juntas o la solidaridad, que por supuesto no excluye a los individuos masculinos, es un ejercicio político en la medida en que incentiva el debate público donde se discute y se toman decisiones con el fin de abrir la experimentación social, haciendo de ella un ejemplo de justicia social y de igualdad histórico-política.

Bibliografía

Cornelius Castoriadis, Las encrucijadas del laberinto (México: FCE, 2001).

Friedrich Nietzsche, La voluntad de poderío, (Madrid: EDAF, 1981).

Hannah Arendt, Orígenes del totalitarismo (México: Taurus, 2004).

___________, ¿Qué es la política? (Barcelona: Paidós, 1997).

Jacques Derrida, Espectros de Marx (Valladolid: Trotta, 1995).
Jacques Rancière, “Who is the subject of the Rights of Man?” The South Atlantic Quaterly 103 (2004), Duke University Press.

__________, “Dissenting words”, Diacritics 30.2, (2000).
Judith Butler, El género en disputa (México: Paidós/PUEG, 2001).

Textos del libro “Figuras del discurso”

El pasado 5 de agosto fue presentado el libro “Figuras del discurso”. Acá les compartimos algunos de los ensayos que se encuentran en el libro:

“Sujeto” en el Diccionario iberoamericano de filosofía de la educación

Este texto ha sido publicado digitalmente en el Diccionario Iberoamericano de filosofía de la educación, por el FCE y la UNAM, que se presentará en la 38 Feria del libro de minería.

FCE: 978-607-16-4882-2   UNAM: 978-607-02-8973-6
© Copyright 2016. Fondo de Cultura Económica, FFyL, UNAM, 
Editores: Ana Salmerón et al.

bibliografía

ANA MARÍA MARTÍNEZ DE LA ESCALERA
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México

Desde el ámbito de la conversación se extiende una certeza común y compartida sobre el sujeto: se trata de una convicción pragmática según la cual se define en el cumplimiento de una función de dominio o de disposición de algún otro. Sucede en efecto así, si nos fijamos en el interior de la estructura de la frase, donde se comporta como aquello que realiza la acción del verbo. En español y en otras lenguas romances, el orden normal de la articulación verbal exige que el sujeto abra la oración, seguido por el verbo, su predicado y los complementos. En pleno racionalismo, los lógicos de la escuela francesa de Port-Royale argumentaban que ese orden de la frase reflejaba el propio orden del pensamiento, por lo que la lengua francesa les resultaba más racional que el latín, privilegiado hasta entonces como la lengua civilizatoria, pero cuya estructura lógica (el verbo ubicado al final de la oración o ausente) sólo conducía a la ambigüedad y a la oscuridad en lo dicho. Sin embargo, estos pensadores no han concedido ese mismo predominio, otorgado a su francés, a ninguna otra lengua viva, reservándose así el privilegio del pensamiento.

Descartes elaboró su concepto de método sobre esta convicción, sin que llegara jamás a ponerla en cuestión a través de lo radical de su duda metódica. Todavía en la actualidad la enseñanza del francés como segunda lengua va acompañada de la creencia infundada y excluyente de que es el idioma mismo de la razón. ¿Cómo explicar sin ambigüedad que la razón universal tenga por lengua lo que es un mero producto singular de la historia, esto es, el francés? ¿Cómo puede depender la universalidad del sujeto de la razón de la particularidad histórica y contingente de una de las lenguas romances? Como quiera que la tradición racionalista hubiera dado respuesta a estas interrogantes, cierta sospecha de ambigüedad continúa aguijoneando nuestra imaginación moderna.

Ahora bien, de la exigencia, dirigida al sujeto del enunciado, a comenzar el proceso de la enunciación y la construcción del sentido, se desprende que además de comportarse como un principio de identidad o de acción, como el origen de una función o de un funcionamiento, el sujeto porta una determinada eficacia, una fuerza de realización y de puesta en marcha de algo; un señorío, una forma de dominación. ¿Se trataría acaso de una especie de sujeto de la acción trabajando dentro de cada sujeto de la oración? Es posible suponer que el uso prolongado de esta última función sintáctica fundida con la exigencia de eficacia agregaría a la certeza sobre su fuerza de dominio de la situación el convencimiento de que en él radican, además de fuerzas, privilegios. Privilegios más allá de lo meramente sintáctico o semántico. Privilegios exhibidos al regir la cosa discursiva o los estados de cosas sobre los que se preside, ya sea a nivel de la oración, del sentido o de la acción referida. Señorío que, teniendo lugar en el interior de la frase, el hábito del hablante extiende, por la operación de la metáfora, a otros lugares sociales: a la historia, a la política, a la moral y al conocimiento. El hábito naturaliza la necesidad de un privilegio y de una jerarquía que en sí mismos, en su funcionamiento gramatical cuando menos, no acarrean ninguna obligatoriedad, autoridad o legitimidad, sino que sólo muestran una contingencia lingüística y retórica.

Mientras no desarrollemos una crítica específica al efecto-sujeto como tal, es decir, como el síntoma de un hábito discursivo, seguiremos reproduciendo la convicción de su necesidad. Lo cual no significa que busquemos deshacernos de la categoría sino de poner en cuestión su necesidad universal. En este sentido, puede decirse que parece que el pensamiento europeo volvió necesario lo que sólo fue contingente: así se presupuso un sujeto del derecho y de la historia, de la política o un sujeto de conocimiento.

Por otro lado, se iba construyendo desde los cuerpos vivientes otra certeza. De la evidencia de la interpelación religiosa o policial, el individuo que participa en esa práctica como un elemento sustantivo deriva la convicción de que él responde a una demanda anterior, de dios o de las fuerzas policiales. “¡Tú, hombre!” “¡Eh, tú, detente!” Son órdenes que te colocan, inmediatamente al detenerte y prestar atención, en la función de sujeto, y tras ciertas indagatorias te confirma, antes que la voz lo admita mediante el “¡Sí, soy yo!”, como sujeto de interés para las prácticas policiales, presunto responsable y perpetrador, o creyente (Althusser, 2003).

Un breve aparte: la figura del sujeto dice, sin explicarlo, autoridad, agencia, principio de significación y de sentido. Empero en castellano, la voz sujeto también denota una pasividad —estar sujeto a una afección, por ejemplo— más que una actividad o su gobierno, ambos connotados culturalmente. Una pasividad valorada negativamente es ontológicamente negativa, puesto que creemos ser, según la misma cultura, seres que hacemos la historia y nuestro destino.

Pero, en cualquiera de los dos usos, pasivo o activo, la figura del sujeto posee la apariencia de una unidad de intención o de significación caracterizada como anterior y exterior al acto mismo de enunciación y de sentido —histórico, ético o político, o incluso pedagógico—. Sin embargo, basta el examen detallado del acto de enunciación para darnos cuenta de que el sujeto, al menos en las instancias apuntadas antes, todas ellas con predominio discursivo, o para las cuales la dimensión comunicativa resulta decisiva, son un efecto de estructura (lingüística) o histórico-social, como en el caso de la interpelación policial, o ambos a la vez, como en el discurso-objeto psicoanalítico. En tanto efecto, la disputada unidad y homogeneidad del sujeto devienen también en talantes contingentes.1 Éstas fueron puestas en cuestión por David Hume en función de su indagatoria sobre el conocimiento, en el que “todo el poder creativo de la mente (actividad o sujeto) no viene a ser más que la facultad de mezclar (sin garantía), trasponer, aumentar o disminuir los materiales entregados por los sentidos y la experiencia” (Hume, 1994).

El sujeto es facultad combinatoria, lo que la retórica antigua llamó inventio, y su dignidad deriva de tratados publicados durante dos mil años, en los cuales se discutía si el gobierno de la combinación era anterior y exterior al acto de combinar o una función prefigurada por las reglas combinatorias, si la unidad entre la sensación y la experiencia era o no materia de experiencia o de sensación, o sólo el discurso del sentimiento o el gusto nacional, o bien se postulaba la sinestesia en lugar de la homogeneidad de las percepciones y las experiencias. Su cualidad de efecto, producido por el trabajo sobre el sentido al interior de cada cultura, habíase disputado mucho antes, por las artes retóricas antiguas y sofísticas.

La disciplina retórica y su lectura pragmática nos advierte que el sujeto es, en cualquier circunstancia discursiva, un efecto de sentido contingente antes que un suceso trascendente, anterior según el orden lógico y epistemológico clásico (siglos XVII-XVIII), que le confería el honor de ser quien otorgara sentido al objeto y al mundo en general. Incluso en la estructura del enunciado gramaticalmente correcto, el sujeto es quien realiza la acción representada por el verbo, lo que lo atrapa en una estructura de acciones y significación que es anterior y que viene dictada por la estructura de cada lengua particular. Como efecto y no como punto de partida del acto de conocimiento, ostenta asimismo una condición particular: fundamento del conocimiento como es, carece, sin embargo, de competencia abstracta; su generalidad, por tanto, debe ser argumentada o demostrada cada vez que se presente una afirmación axiomática del tipo “No hay teoría política sin sujeto de lo político”.

La ciencia política ortodoxa y su teoría general de los sujetos políticos —aquella cuyo uso de los procedimientos racionales se activa dogmáticamente; es decir, sin recurrir a la crítica, según Kant advirtiera en el siglo XVIII— distinguen el sujeto político del sujeto social, y ambos del sujeto jurídico. El primero nombra a los actores que dirigen las elecciones políticas en relación con las acciones sociales; el sujeto social es el nombre reservado para los movimientos sociales no organizados para instituir lo social sino para actuar de manera contingente y relativa, y el sujeto jurídico es el que da forma a la decisión vinculante mediante las instituciones para ese efecto. Ésta es una distinción formal y general, y no admite discusión al respecto. En este sentido, no habría política más que en presencia del sujeto de lo político, que es, junto con el territorio y la soberanía del pueblo, uno de los elementos constitutivos del Estado nacional moderno. El sujeto nombra “el papel primario y fundamental desarrollado por los individuos, que, por lo demás, estructuran los niveles de la actividad social y político-jurídica como productores, como ciudadanos, como militantes, como electores, como electos y como funcionarios públicos” (Cerroni, 2010, p. 97). Este papel estaría en la base de la “integración selectiva de la voluntad política” (Cerroni, 2010, p. 99), pues sólo los individuos poseen algo como una voluntad propia que refleja el interés particular, el cual debe ser defendido en la contienda o competencia por la que todos los intereses reciben su lugar político mediante el consenso político general. En este sentido, el consenso aparece como una finalidad y no como un instrumento, capaz a su vez de infligir violencias. El consenso no sólo niega la pluralidad por considerarla inoperante en la esfera política, sino que significa además que las diferencias deben postergarse en nombre de la mayoría. Aquí el problema es que las diferencias no son la expresión de intereses individuales o de grupo; por el contrario, son operaciones de distanciamiento. Operaciones de sentido que tienen lugar más allá de la voluntad de los hablantes como efecto contingente del encuentro de situaciones de comunicación y fuerzas interpretativas.

Suele decirse que estos tres elementos heterogéneos —pueblo, territorio y soberanía— son constitutivos de la práctica política como lo es la figura del sujeto para su teoría. Su carácter fundacional tampoco se ha cuestionado, aunque ha sido puesto a prueba en numerosas ocasiones desde el activismo (el altermundismo, el movimiento de los sin-papeles, los indignados, etc.). Un elemento fundacional debe ser teórica o técnicamente anterior en términos cronológicos y exterior en términos lógicos y ontológicos de aquello que funda, y no debe ser él mismo producto de una fundación anterior, esto es, efecto o síntoma, debe ser in-fundado. En los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI ha sido indicado desde varios lugares de la actividad sociopolítica (feminismos, activismo de derechos humanos, activismo gay, etc.) y de la teoría (Foucault, 1977; 1986) que el sujeto parece ser, más bien, un efecto de la estructura de lo político —el cual se constituye mediante acatamiento o resistencia a una normatividad apoyada en instituciones sociales o nivel disciplinario, y a una modalidad discursiva que otorga sentido y valor a la conducta y deberes individuales a través de la práctica homogeneizadora de la llamada vida o dimensión política de lo social—, con lo que la fundamentación anterior y exterior se muestra a su vez fundada. Este proceso de desfundamentación del fundamento primero, detalladamente indicado por los estudios de Michel Foucault (2002), Cornelius Castoriadis (2004) y Judith Butler (2001) —esta última con base en el instrumental de la lectura retórica para interrogar la eficacia performativa del discurso político y no sobre la dimensión histórico-social, como en lo hacen Foucault y Castoriadis—, no obliga, como podría parecer, a abandonar la categoría, sino a analizar más y mejor los efectos de verdad y de autoridad (exclusión/inclusión) de su dimensión discursiva. Por dimensión discursiva me refiero a las operaciones que resultan de la afirmación acrítica —y autoritaria— de que no habrá teoría política sin la debida postulación previa de un sujeto de lo político, sea cual fuere.

La lectura de los autores citados antes sólo muestra una manera de examinar críticamente la afirmación del carácter fundante y constitutivo del sujeto de lo político para mostrar lo que, como acción de afirmación y como supuesto, produce en términos de la autoridad del discurso (Foucault, 2002).2 Hay, como decíamos, intentos por hacer del sujeto de lo político un fundamento contingente (McCarthy, 1992; Butler, 2001; Laclau, 2005; Mouffe, 1999). Sus efectos en la dimensión práctica son sustantivos, pues obligan al teórico a considerar con seriedad los movimientos sociales como sujetos contingentes de la política en la medida en que abren al análisis detallado una dimensión histórico-social3 (antes que una jurídico-política) proclive al cambio mediante prácticas que dan lugar a nuevas experiencias de lo humano. En esta circunstancia estarían los movimientos indígenas, de mujeres y de homosexuales.

Desde los teóricos anteriormente citados, pese a sus diferencias, se perfila una explicación del sujeto como un funcionamiento y no como una sustantividad. Hay, pues, un intento por historizar lo que hasta la fecha había sido pensado jurídicamente por una teoría del derecho y una filosofía cercana al derecho, que pretendía legitimar el poder y fijarlo mediante reglas y supuestos (el sujeto es uno de ellos). Al parecer, el vocabulario técnico del derecho oscurece la existencia de la dominación al interior mismo del poder, pensado como defensa de la soberanía y, por tanto, como defensa de la sociedad, imponiendo en nombre de la importancia de esa defensa el supuesto de la soberanía y la obligación legal de la obediencia; descritas estas últimas no en sus procedimientos duros, en su fuerza, sino a partir de una supuesta función de defensa intencional y voluntaria no criticable.

Por otro lado, el sujeto visto desde lo histórico-social aparece en su dimensión disciplinaria y de control como lo constituido en el tiempo y en el espacio. Allí, las acciones políticas descritas no serán entendidas como libres, intencionales, voluntarias o individuales, sino como efectos del encuentro entre fuerzas. No basta colectivizar al sujeto, como han hecho algunos autores, o volverlo el lugar político-jurídico de un perpetuo ejercicio de refundación que se actualizaría según las demandas de la actualidad de la teoría (Negri); se trata, en cambio, de explicarlo como un constructo, un supuesto, un elemento de la convicción occidental de la primacía del hombre sobre los vivientes. Primacía transmitida por medio de los significados de razón, voluntad, intencionalidad, que nos distinguen como especie, según una ley natural sobre la que reposa el ámbito jurídico y según la tradición bíblica. Recordemos que, según las traducciones a nuestro alcance, Dios somete su creación al señorío del hombre, hecho a su imagen y semejanza, o bien se la ofrece a Adán (Eva excluida) para que él pueda nombrarla y, por lo tanto, darle sentido y valor. En ambos casos, dominación o sentido, parece evidente que el privilegio es un supuesto determinante que se hereda a través del supuesto del sujeto como principio intencional de orden. Por otra parte, no se trata simplemente de quitarlo de la teoría política, según externábamos antes, lo que sería un absurdo desconocimiento histórico del devenir de la teoría; sólo insistimos en la necesidad histórico-social o genealógica de una lectura crítica del funcionamiento del sujeto (y, por ende, del sujeto como un procedimiento discursivo) en el discurso de lo político.4 ¿Qué poderes discursivos ejerce? ¿Qué dimensiones históricas-prácticas excluye? ¿Cómo evitar la autoridad de su enunciación y sus efectos excluyentes?

Quizá sólo resta agregar que desde la preocupación por lo histórico-genealógico el sujeto no aparece ni como necesario ni como prescindible sino como un claro instrumento de poder académico, en un espacio contemporáneo donde la academia está cuestionando (y es cuestionada por activismos y movimientos sociales) cada vez más el tipo de relación que sostiene con lo social que la antecede y la convoca. El sujeto es hoy, más que nunca en este escenario, un asunto de justicia social. Un solo ejemplo bastará para mostrar la relación práctica entre el término sujeto y la justicia histórica. El siglo XXI llegó en Latinoamérica acompañado de cambios políticos y de la emergencia de procesos alternos. En particular en América del Sur, esos procesos van del distanciamiento del neoliberalismo político hasta propuestas de cambio civilizatorio.5 Sin ir más allá en el análisis de nociones como civilización, política, etc., estos últimos procesos participativos se han reunido bajo el apelativo de buen vivir (Sumak Kawsay). En ellos el pueblo quiere aparecer como actor y objetivo de las resignificaciones conceptuales en curso, partiendo del propio concepto de democracia.6 Una de las demandas que encabeza la resignificación, en Bolivia y Ecuador, del vocabulario para el ejercicio del poder de disputar contra los poderes fácticos del capital trasnacional es la toma o apropiación de una dignidad negada durante los quinientos años de colonia española, en los que fueron tratados como el Otro. La dignidad de las comunidades indígenas, a las que se les negó su propia voz, y el relato de una historia de conquista y colonización narrado en sus propias lenguas y con sus propios parámetros histórico-culturales; el goce de su propia dignidad histórico-social, esto es, la realización de los actos de justicia que estos pueblos reclaman a los gobiernos posindependentistas, recaen en la figura de un sujeto, de un actor, que hasta este cambio de siglo no se apropiaba del espacio público para dirigirse al aparato de poder nacional e internacional. Sujeto da nombre, entonces, no a un punto de partida de la justicia, sino a un punto de llegada que se va constituyendo sobre la marcha, es decir, en el devenir de los procesos participativos a los que no es posible predecir completamente una única finalidad. Su éxito o ausencia depende de la función que le sea predispuesta a esta modificación de lo social y que habrá de servir como criterio para la evaluación. Pero la función, o sea, la expectativa de justicia social, es amplia y compleja, difícilmente de orden mecanicista; además, se arma mediante la participación colectiva sobre la dimensión del género, la ecología y lo sustentable en las maneras ancestrales de disposición de la naturaleza, las lenguas y demás prácticas colectivistas. Así, la interpretación que se da de los espacios ganados para la participación es provisional. Este sujeto colectivo comparte esa misma cualidad o condición de provisionalidad; puede ser visto en numerosos lugares, realizando a su provisional manera la justicia cotidiana.

BIBLIOGRAFÍA

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Althusser, L., “Ideología y aparatos ideológicos de Estado”, en S. Žižek (comp.), Ideología. Un mapa de la cuestión, FCE, Buenos Aires, 2003.

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Butler, J., “Fundamentos contingentes: el feminismo y la cuestión del ‘postmodernismo’”, La Ventana, vol. II, núm. 13, Guadalajara, julio de 2001.

Castoriadis, C., La institución imaginaria de la sociedad, Seuil, París, 1975.

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León, Irene (coord.), Sumak Kawsay/Buen vivir y cambios civilizatorios, FEDAEPS, Quito, 2010.

McCarthy, T., Ideales e ilusiones. Reconstrucción y deconstrucción en la teoría crítica contemporánea, Tecnos, Madrid, 1992.

Mouffe, C., El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical, Paidós, Barcelona, 1999.

1 La disparidad entre experiencia y sensación pasa por el lenguaje, ya que toda representación es marcada por las formas sintácticas y, por lo tanto, por un orden que no es el de la vivencia sino el del lenguaje. Pero la heterogeneidad no se da entre proposiciones sino entre lo que marca al sujeto desde la cultura, desde el lenguaje, desde el inconsciente y desde la contingencia introducida por la dimensión de las acciones contingentes. La unidad de lo heterogéneo tiene lugar como acto de interpretación (Adorno) o como constelación de sentido (Benjamin).

2 En este sentido, la autoridad del discurso se refiere a la modalidad de certeza que instaura, a la que podemos acercarnos a través de la dimensión pragmática o retórica del discurso; el autoritarismo del discurso se refiere a la instauración de una modalidad académica o institucional mediante la cual se excluye el discurso que no acepta los supuestos del ejercicio discursivo primero. Por ejemplo, bajo la forma que afirma que no puede haber teoría política sin el supuesto del sujeto de lo político; supuesto que no debe ponerse en cuestión, de lo contrario se excluye ese pensamiento crítico de la esfera de la teoría ortodoxa. Se trata de un ejercicio típico del poder/saber, pues éste sólo existe como relación de fuerza en acto.

3 Esta dimensión se instaló no sin dificultades en los análisis de la teoría crítica, en particular en Adorno (1991) y en Benjamin (2005). Luego en Foucault, en sus textos ya citados, y en Castoriadis (1975). En ese ámbito se le determina como autodespliegue de lo imaginario radical como sociedad y como historia, mediante lo instituyente y lo instituido.

4 Genealogía significaría “el acoplamiento de los conocimientos eruditos y las memorias locales, lo que permite la constitución de un saber histórico de las luchas y el uso de ese saber en las tácticas actuales” (Foucalt, 2002, p. 22). La genealogía es un práctica crítica, desujetante e insurgente.

5 Citaré un pequeño libro escrito por Aníbal Quijano, Ana Esther Ceceña, Naomi Klein, Edgardo Lander, René Ramírez, Boaventura de Sousa Santos, Magdalena León, Alberto Acosta e Irene León, coordinado por esta última, en el que se resume de manera clara la plataforma del buen vivir: Sumak Kawsay/Buen vivir y cambios civilizatorios (2010).

6 Esta noción de buen vivir ha sido usada en los últimos tiempos de manera descuidada; sin embargo aquí puede referirse a un uso de la lengua a través del cual el vocabulario de lo político, o de lo social y cultural es analizado a partir de la no correspondencia, necesariamente, de sus efectos de sentido y valor con el significado o la función explícita asignados por las instituciones cuyas prácticas y normas controlan la producción de sentido. Tras el análisis, y a causa de él, la palabra es reapropiada y puesta en circulación nuevamente, determinando a través de contextos colectivos de debate y discusión nuevos significados que hacen emerger un nuevo acontecimiento del decir de dicho debate. El nuevo significado es expropiado en el análisis y reapropiado, completando un proceso de ex-apropiación o resignificación. El primero en interesarse en describir esta resignificación fue Nietzsche (2011, p. 88); mucho después, Jacques Derrida también lo hizo con su demostración de los procedimientos incluidos en su noción de técnica de deconstrucción (1971).

Asambleístas: no hay marcha atrás en los derechos. Lourdes Enríquez

Por: Lourdes Enríquez Rosas

Es indudable que la batalla jurídica por el reconocimiento, protección, garantía y exigibilidad de los derechos sexuales y reproductivos en nuestro país ha sabido que su eficacia radica en el diseño de estrategias legislativas y judiciales.

La oportunidad de reafirmar derechos conquistados y profundizar su pleno goce ha sido aprovechada por las organizaciones de derechos humanos colaborando activamente en el proyecto de Constitución Política de la Ciudad de México, en específico, dentro de la comisión Carta de Derechos de la Asamblea Constituyente, ya que en su modalidad de parlamento abierto a la participación ciudadana, ha escuchado a una ciudadanía hablante, en un ejercicio de recepción de mensajes con importantes contenidos de transformación sociocultural.

El proyecto de carta magna capitalina preparado por el poder ejecutivo local es maximalista en derechos, ya que integra los estándares internacionales en la materia y entiende la diversidad social que exige una ciudad garantista de libertades y derechos, democrática, solidaria, productiva, incluyente, habitable, segura y sostenible.

En la temática de derechos reproductivos, el ambicioso proyecto contiene una perspectiva de igualdad sustantiva de género y es estratégico en tres aspectos fundamentales: Sustenta el derecho al aborto legal, seguro y gratuito hasta la doceava semana de gestación en hospitales de la ciudad, se basa en la autodeterminación de las mujeres, y en el derecho al libre desarrollo de su personalidad. Lo anterior se muestra reflejado en la propuesta que contiene el artículo 11 del segundo capítulo, ya que enmarca la autonomía sexual y reproductiva en el derecho a la integridad física y psicológica, así como en el derecho a vivir una vida libre de violencia y coacción.

En el decreto de dictamen que entregó la comisión Carta de Derechos al presidente de la mesa directiva de la asamblea constituyente de la Ciudad de México el pasado 11 de diciembre, se señalan de manera categórica los principios rectores de los derechos humanos que refieren a su universalidad, integralidad, interdependencia, indivisibilidad, complementariedad, progresividad y no regresividad.

Dicho dictamen aborda la exigibilidad y justiciabilidad de los derechos sexuales y reproductivos. Sobre los primeros define que toda persona tiene derecho a la sexualidad, a decidir sobre la misma y con quién compartirla, a ejercerla de forma libre, responsable e informada, sin discriminación, respetando su orientación sexual, su identidad de género, y sus características sexuales. No ser víctima de coerción o violencia. Recibir educación en sexualidad y servicios de salud integrales con información científica, no estereotipada, diversa y laica. Sobre los derechos reproductivos el dictamen señala que toda persona tiene derecho a decidir de manera libre, voluntaria e informada tener hijas e hijos o no tener, con quién y el número y espaciamiento entre los mismos. Sin formas coactivas ni violentas, recibiendo servicios de salud reproductiva integral del más alto nivel posible, así como acceso a información sobre reproducción asistida. Añade que se sancionará la esterilización forzada y la violencia obstétrica.

El activismo jurídico de tinte conservador y regresivo también estuvo muy presente en las audiencias públicas de la comisión Carta de Derechos de la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México, atendió a la convocatoria con la intención de proponer reservas al proyecto, y principalmente, hacer presión con iniciativas de ley que exigen proteger la vida desde la concepción/fecundación hasta la muerte natural. Y con ello, buscar jurídicamente echar abajo los avances legislativos en materia penal y de salud reproductiva logrados en abril del año 2007, que desde esa fecha y de manera ininterrumpida han puesto en marcha política pública de avanzada mundial que ofrece servicios de ILE durante el primer trimestre de gestación en la ciudad de México.

Es importante difundir ampliamente que en la capital del país se garantiza el derecho a la Interrupción Legal del Embarazo en condiciones seguras y amigables para practicarla, ya que se cuenta con el establecimiento de un sistema de salud pública integral con personal capacitado y presupuesto suficiente que atiende a la población femenina que solicita el servicio, sin importar su raza, etnia, edad, nacionalidad o lugar de residencia.

En las audiencias públicas, las organizaciones sociales y los grupos contrarios a la igualdad sustantiva de género y en específico, al avance de los derechos sexuales y reproductivos, utilizaron los mismos discursos y formas argumentativas en las que se han basado desde el año 2008 para conseguir mayoría de votos y reformar las constituciones políticas de 17 Estados de la República Mexicana, a la que se suma el Estado de Chihuahua que contaba con esa protección absoluta a la vida desde el año 2004.

A propósito del éxito legislativo de los grupos antiderechos en las mencionadas reformas constitucionales, siendo la última en el congreso local del Estado de Veracruz en agosto del año pasado, es pertinente traer a la memoria que la argumentación jurídica, reduccionista, formalista y excesivamente literal de la sentencia que validó la constitucionalidad de las reformas legislativas en el Distrito Federal (2008), dejó flancos débiles y abrió la puerta a la incertidumbre legislativa por la que se coló una estrategia perversa de corte conservador con notorias intenciones fundamentalistas, planeada desde las cúpulas del poder en contubernio con el clero político, y que logró eficazmente, en un lapso de escasos dieciocho meses contados a partir de la resolución del máximo tribunal, que los Congresos locales de 16 Estados de la República Mexicana votaran de una forma irregular y contraria a los principios de la democracia, modificaciones a sus constituciones políticas en el sentido de “proteger la vida desde el momento de la concepción/fecundación hasta la muerte natural”, con el claro propósito de impedir avances en derechos reproductivos, en específico, la interrupción legal del embarazo en los términos votados por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal en 2007.

Vale reconocer que la Asamblea Constituyente ha puesto atención en voces de juristas, de la academia y de grupos expertos en temas de salud sexual y reproductiva que han advertido sobre la no certeza jurídica que la protección a la vida desde el momento de la concepción/fecundación ocasiona en los prestadores de servicios de salud en cuanto a métodos de planificación familiar, anticoncepción de emergencia, técnicas de reproducción asistida, avances científicos y, en especial, y no menos grave, la aberración jurídica que provoca otorgar el carácter de persona a un óvulo fecundado para la situación de las mujeres que deciden interrumpir un embarazo por razones legales o no, ya que se les acusa del delito de homicidio, lo que lamentablemente ha estado sucediendo en los últimos ocho años, de una manera enfáticamente necropolítica, entendida ésta como una violencia institucional ejercida por el Estado. Una política feminicida contra mujeres pobres y marginadas que recurren al aborto inseguro en la clandestinidad. Son políticas de la muerte y castigos ejemplares contra mujeres que encarnan cuerpos de deshecho (Martínez de la Escalera, AM. 2009. Feminicidio: Actas de denuncia y controversia. PUEG /UNAM México).

Siendo la laicidad del Estado uno de los ejes fundantes de nuestra incipiente democracia y conociendo que la discusión parlamentaria que se está dando puede pretender vulnerarla con el objeto de retroceder derechos conquistados, la movilización legal progresista ha mostrado a la comisión dictaminadora de la Asamblea Constituyente que se encarga del tema de los derechos humanos, que para países como el nuestro, que no alcanzan niveles óptimos de calidad de vida en la mayoría de su población y que todavía tienen mucho por hacer en materia de respeto y garantía efectiva de los derechos humanos, es muy importante entender el principio de progresividad de tales derechos, del cual se desprende la prohibición de regresividad. Cabe mencionar, y nos debemos congratular por ello, que hace unos días, el pleno de la Asamblea Legislativa al votar el artículo 11 del segundo capítulo del proyecto de Constitución Política, no dio entrada a las iniciativas de protección a la vida desde el momento de la concepción/fecundación y otorgó un apoyo mayoritario al dictamen emitido por la comisión Carta de Derechos.

El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, del cual nuestro país es Parte, señala la obligación de lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos reconocidos. La obligación de progresividad significa, antes que nada, los esfuerzos que en la materia deben darse de forma continuada, con la mayor eficacia y rapidez que sea posible alcanzar, a manera de lograr una mejoría continua en las condiciones de existencia de la población.

Las y los asambleístas deben comprender que la prohibición de regresividad significa que los Estados, y en este caso, la Ciudad de México, no pueden dar marcha atrás en los niveles alcanzados de satisfacción de los derechos, por lo que se puede afirmar que la obligación parte de la relación con los derechos establecidos en el Pacto que ratificó nuestro país y además, es de carácter ampliatorio, de modo que la derogación o reducción de los derechos vigentes contradice claramente el compromiso internacional asumido.

Además, la obligación de progresividad constituye un parámetro para examinar las medidas adoptadas por los poderes Legislativo y Ejecutivo en relación con los derechos sociales, puede ser una forma de carácter sustantivo a través de la cual los tribunales analizan y determinan la inconstitucionalidad de ciertas leyes o políticas públicas.

Es por estas razones y muchas otras por las que no respetar los avances en derechos reproductivos logrados en la capital desde que aún era Distrito Federal, y pretender hacerlos sujeto de negociación política, traería como consecuencia la inconstitucionalidad de una Ley Suprema que apenas comienza a discutirse y que aún se encuentra en espera de su inminente aprobación.

Texto publicado primeramente acá.